1. Hay algo que se percibe de entrada, desde las primeras escenas de El encanto: a simple vista, hay un desfasaje entre Bruno (Ezequiel Tronconi) y Juliana (Mónica Antonópoulos). No sabemos sus edades, pero parece haber entre ellos una diferencia perceptible que solo se explica por la madurez que se ve a partir de sus rostros. Como si en él persistiera algo aniñado que no puede –o no quiere- despegarse. Una serie de escenas que se desarrollan con posterioridad a ese inicio parecen sostener una idea que parece el motor central de la película: la persistencia de la adolescencia de Bruno, de la que no ha podido salir. Si las dudas alrededor de la búsqueda de tener un hijo –que en Juliana se formulan casi como un imperativo en el corto plazo- parecen mostrar en plenitud ese lugar, son las acciones que va tejiendo como evasivas (plantear la posibilidad de un viaje, estirar los plazos, dudar de si su pareja sigue tomando las pastillas anticonceptivas) las que establecen esa madurez que todavía no ha transitado. Eso que se plantea en los primeros minutos en el cruce con sus amigos, que refuerzan la idea de los hijos como una instancia de agotamiento, de cambio de vida que no parece desear, anclado en la afición a bailar, en la bebida, en el tiempo compartido con amigos.

2. El tema no es nuevo en Sasiain. En algún punto, su obra anterior circula como variantes establecidas sobre dos ejes que aquí reaparecen reformulados. Por un lado, la adolescencia como etapa de la vida, ya sea como presente (La Tigra, Chaco), como momento de ingreso con sus traumas y dificultades (Choele), o como retorno en el cual se vislumbra el pasado como posibilidad de traer al presente (Traslasierra). Por el otro, la relación entre padres e hijos, retomada en dos puntos diferentes: desde la perspectiva del niño que entra en la adolescencia en Choele mientras su padre establece una relación con otra mujer (que, como aquí, volverá a demostrarse finalmente con mayor madurez aunque sea bastante más joven que su pareja) o desde la perspectiva del adulto que vuelve al pueblo donde vive su padre en Traslasierra. Aquí, la adolescencia se formula más como un estado del personaje que como una época a la cual volver, porque en definitiva, nunca se ha salido. Y la relación entre padres e hijos se formula como estado potencial al cual debe decidir si se accede o no. De allí que en ese comienzo aparezca una contraposición entre el mensaje que proviene de los amigos de Bruno –la paternidad como un espacio agobiante y casi claustrofóbico- y el que encuentra al plantearle el tema a su padre –“Los hijos te ensanchan la vida”-, que la película parece que va a seguir como camino.

3. Hay una doble escena en la película que es interesante porque, eludiendo el planteamiento explícito, muestra la manera en que Bruno se siente ante el mundo. Bruno tiene una vinería. En la primera de las escenas está del lado de adentro del local, mirando la composición de la vidriera y preguntándole a Lara (Yamila Saud), su empleada, qué cosas cambiaría. Más allá de lo que ella le señala, la escena refiere a cómo Bruno se posiciona ante la mirada del afuera, cómo necesita de la opinión de otra persona –una mujer- para modificar esa visión, desde adentro (la escena parece anticipar que Lara formará parte de esa visión de Bruno). La segunda escena, más cerca del final, se produce cuando Bruno está a punto de irse unos días de viaje a Córdoba tras la ruptura con Juliana. Ahora Bruno está afuera del local y observa la vidriera y el interior: no vemos los objetos de la vidriera porque no importan tanto como el vacío del local, donde ya no está Lara y ni siquiera está él mismo. Es en esa comparación entre las dos escenas similares que se resume el itinerario del personaje a lo largo de la historia, saliendo quizás por primera vez de sí mismo para verse como una cáscara que por dentro está vacía.

4. El problema, en todo caso, radica en cierta previsibilidad de la historia que la película no logra resolver. Si al comienzo parece actuar por acumulación de detalles que parecen hacer alusión continua a la paternidad y que parecen cerrar el círculo sobre Bruno, la reacción lo lleva hacia un territorio en el que sus acciones se vuelven parte de una lógica demasiado cerrada y previsible. La relación con Lara es la que forma parte de esa secuencia de manera central. Si ya en la mencionada escena de la vidriera se puede atisbar cierta complicidad cuando él elogia que ella sea directa para señalar qué elemento sacaría, el encuentro en el cumpleaños del amigo de Bruno presagia el inevitable encuentro y acercamiento de las partes. Es a partir de ese momento que se vislumbra cierta ligereza para resolver las situaciones que se presentan, en escenas sin peso narrativo (la de la comida en la casa de la madre de Lara), absolutamente preanunciadas (la reacción de Juliana en el auto en tanto ya se nos mostró en la escena previa lo que ella también ve) o directamente mal resueltas (la forma en que se saca de encima la presencia de Lara tras la ruptura con Juliana).

5. Lo que implica un camino en paralelo entre los dos ejes que parece plantear de entrada. La adolescencia de Bruno y la posibilidad de ser padre no encuentran una simbiosis que permita que el personaje crezca como tal. Y es que quizás la falencia esté en la construcción de ese personaje que sostiene la indefinición que atraviesa la película. Indefinición que lleva al descarte inexplicable y súbito de algunos personajes secundarios –Patricio (Juan Sasiain), Lara-, a la utilización mecánica y excesivamente funcional de algún otro (el amigo al que le deja la vinería), sin lograr que entren del todo en la órbita del conflicto central del personaje. Bruno queda entonces, más que como un personaje atrapado en una adolescencia que se construye en su propio interior, ya sea como farsa o como drama irresoluble, como una caricatura de lo que pudo ser, apenas un dibujo desvaído de un adolescente metido en el cuerpo de un hombre más grande.

6. En todo caso, la clave de la historia parece pasar por dos personajes secundarios que no son solamente la contracara de Bruno por actitud, sino porque en ambos se soslaya la superficie para bucear un poco más allá, en esas profundidades que no existen en él. Por un lado, Juliana, que no solamente exhibe madurez sino una combinación interesante de fuerza y fragilidad que la hace mucho más espesa y carnal, ya sea en el momento de enfrentar las evasivas de su pareja –sobre todo la escena en el programa en vivo- como en el reencuentro final –“Estoy muerta de miedo” dice, y en esa sola frase es más creíble que cualquier cosa que le diga Bruno-. Por el otro, el padre de Bruno (Boy Olmi), que es una suerte de refugio ante las dudas pero también una resignificación de eso de lo que su hijo no puede salir: el padre parece encarnar la forma en que los años y la experiencia que da la madurez se unen en un sentimiento más juvenil, no solo en la relación sugerida con la alumna, sino en el improvisado recital con su banda en el fondo de su casa. En esa escena en la que padre e hijo observan en la televisión el programa de Juliana, puede resumirse la diferencia entre la inmadurez y la madurez. Mientras Bruno solo puede ver a Juliana en pantalla, ver a su “sirena” como la llama su padre, él puede captar el tono de su voz, lleva a su hijo a escucharla, a no mirarla y entender que en esa voz, como en la de Bruno, hay algo más que lo dicho, una tristeza que va más allá de las palabras.

Calificación: 5/10

El encanto (Argentina, 2020). Guion y dirección: Juan Pablo Sasiaín y Ezequiel Tronconi. Fotografía: Eric Elizondo. Montaje: Xi Chen. Elenco: Ezequiel Tronconi, Mónica Antonópulos, Yamila Saud, Michel Noher, Lucas Crespi, Andrea Frigerio, Boy Olmi, Juan Pablo Sasiaín. Duración: 80 minutos. Disponible en Cine Ar Play.

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