La adolescencia como etapa de tránsito hacia la adultez supone un momento de crisis, en el cual se ponen en cuestión las identificaciones que hasta entonces sostenían al niño como objeto de los padres para devenir sujeto responsable de sus actos. Este proceso implica una redefinición de la relación con el cuerpo propio, con los padres y con los otros. En esta coyuntura, en el mejor de los casos, el joven cuenta al final del camino con el legado, de parte de los padres o de quienes oficien como sus representantes, de herramientas simbólicas que le permiten orientarse tanto en lo que hace al sexo y la muerte (los dos imposibles de representar por estructura), y forjarse un proyecto de vida en el nuevo mundo adulto. Pero ¿qué pasa cuando el contexto socio-familiar no hace posible acceder a la brújula? A esta pregunta nos introduce Yo, adolescente (2019), tercera película del realizador argentino Lucas Santa Ana.
El film está basado en la novela de homónima del escritor argentino Zabo (Nicolás Zamorano), que se compiló y editó a partir de textos que el autor escribió en su Fotolog cuando tenía 16 años y en los cuales registraba sus experiencias y vivencias como adolescente en la Buenos Aires post-Cromañon. Que el film abra con la fatídica noche del incendio en Cromañon, que ocurrió a fin del año 2004, no es un dato menor. El acontecimiento marca el fin de una época. Claramente da cuenta del deterioro de las instancias del Estado que deben regular el negocio de la noche y cuidar de los jóvenes. Pero, también, el cierre masivo de muchos bares y locales en los cuales las bandas de música realizaban sus recitales, dejó a muchos adolescentes en cierta orfandad. Este hecho, marca entonces la caída de ciertos puntos de identificación y anclaje que encontraban algunos adolescentes a partir de los lazos que forjaban con sus ídolos musicales y con otros fans de esas bandas en las llamadas tribus urbanas. En este punto, la recreación de la época a través de la música y la dirección de arte es uno de los aciertos de la película. La atmósfera y el espíritu post-Cromañon son palpables.
Fue en el contexto previo a esta marca social de nuestro país, todavía en plena efervescencia de la movida musical underground, cuando Zabo (Renato Quattordio), el protagonista de esta ficción dramática en clave de realismo costumbrista, conoció a Pol (Tomás Aguero), de quien se hizo muy amigo a partir de compartir sus gustos musicales y diversos recitales. De este amigo, se menciona que es gay y el posible motivo de su suicidio aparece como una incógnita que de entrada interroga al espectador. El recuerdo de Pol, quien se suicidó por la misma fecha de la tragedia, y el dolor que no se dice abiertamente, motivan a Zabo a comenzar a escribir sus vivencias, que vuelca en una suerte de diario íntimo en un blog al que titula “Yo, adolescente”.
El sentirse incomprendido por los adultos o creerse un bicho raro sin pertenencia suele ser frecuente durante el devenir de la adolescencia. La necesidad de forjar un espacio propio y separado respecto de los padres edípicos de la infancia se traduce muchas veces en la escritura de diarios íntimos y en la importancia que adquiere el grupo de pares, los cuales se tornan confidentes de los sentimientos, angustias y dudas de los adolescentes. Zabo da cuenta de esto con sus escritos como soporte, a la vez que intenta sostenerse en el lazo con sus amigos del colegio privado al que concurre.
También es claro que aunque sea necesario comenzar a establecer una separación paterno-filial, esto no implica que los padres abdiquen anticipadamente de su rol, acompañando, ofertando un momento de diálogo, prestando esa brújula que prohíbe pero que también prescribe lo permitido y a partir de la cual el hijo puede construir el propio camino. Las apariciones de los padres de Zabo, son muy pocas y breves en la película. La angustia de la madre por no saber dónde estaba la fatidica noche del incendio, hace ver que hay amor hacia ese hijo. Pero las intervenciones de ambos se reducen a indicaciones que hacen a la rutina cotidiana, a las quejas por el tiempo que pasa en la computadora y al desorden y la falta de limpieza en su habitación. No hay escenas de un acercamiento desde el diálogo íntimo, acaso porque no sepan cómo llegar a ese hijo que de repente se ha abstraído en su mundo y los rechaza.
Caídos entonces los principales soportes identificatorios de Zabo, en el contexto de una sociedad patriarcal y sin posibilidad de encontrar un resquicio para el diálogo con sus padres o sus amigos del colegio sobre su lógica confusión en relación a su sexualidad o acerca del dolor por la pérdida de su mejor amigo, la desorientación comienza a ser el signo característico que lo identifica. Zabo tiene cierto enganche con su amiga María (Agustina Cabo), pero cuando en una de las famosas fiestas clandestinas que organizó en “El galpón” la descubre besándose con su amigo Fran (Gregorio Barrios), no dice nada. Ahoga su dolor en alcohol y hace como que está todo bien. Después descubre que su amor ideal es Tomás (Thomas Lepera), pero tampoco puede decírselo, más aun cuando es evidente que éste está detrás de Florencia (Carolina Unrein). Luego comienza a verse a escondidas con Tina (Malena Narvay), una chica más grande que está de novia con Mateo y de quien se enamora; pero al mismo tiempo, y también a escondidas, experimenta con Ramiro (Jerónimo Bosia), el compañero del colegio al que considera “perfecto”. A ninguno de ellos puede expresarle verbalmente lo que siente, porque de esa manera evita el efecto que sus palabras puedan tener para los demás y para sí mismo. Mejor tragarse todo, fingir que se está bien y anestesiarse consumiendo ocasionalmente alcohol o drogas en las fiestas que se organizan.
La fortuna no juega a su favor en cuanto al amor, que justamente es del orden del milagro cuando sucede. Y entonces Zabo, lejos de entender el malentendido del amor como lo más cotidiano y enterrando sus sentimientos en sí mismo, se hunde en la impotencia. En este punto, es interesante el titulo de la película “Yo, adolescente”, que utiliza la coma para dar cuenta del pasaje desde el narcisismo infantil, desde la imagen idealizada de sí mismo, hacia un crecimiento que implica advenir como sujeto capaz de asumir la herida del narcisismo. Es decir, enfrentar el hecho de que en cuanto al amor y a la muerte no hay cierre, sino falla y desencuentro por estructura y para todos. Es el dolor de la vida, que conlleva inevitablemente pérdidas, incertidumbres y límites que escapan a nuestra voluntad, lo que no puede tolerar Zabo. Y por eso, se empeña en sostener su Yo adolescente, así sin coma, un narcisismo potente y redondo como semblante con el cual se pasea ante todos, velando sus fracturas, incluso en su último acto, donde se posiciona como dueño de sí mismo que decide donde poner el punto final.
Si bien en toda aventura puede haber un primer rechazo a asumir las pruebas de la vida por temor, Zabo es un personaje que nunca cruza el umbral para internarse profundamente en lo desconocido y amargo de la experiencia porque no es capaz de soportar sus consecuencias. El yo es su coraza, cuando detrás no hay herramientas para saber hacer con el dolor.
Otro punto a situar es el contexto epocal en que se desarrolla la película: hablar y asumir abiertamente la homosexualidad era más difícil que la época actual. Si bien Zabo tiene amigos gays, habla con su amigo Matías (Walter Rodríguez) en términos hipotéticos de la posibilidad de ser gay y se horroriza cuando descubre sus sentimientos por Tomás o cuando Ramiro le confiesa su amor por él. El joven parece vincularse con mujeres más bien inducido por la presión de grupo o por los avances de las mismas chicas hacia él que por motus propio. Acá es interesante señalar la hiancia entre los ideales y estereotipos sociales respecto de lo que debe ser un hombre y el deseo inconsciente homosexual, que escapa a toda voluntad de dominio de un Yo, y que Zabo sin rechazarlo o reprimirlo, reniega bajo una bisexualidad.
Sin embargo, las valiosas cuestiones que abre a pensar la película de Santa Ana respecto de la adolescencia en nuestro tiempo, donde las referencias simbólicas son escasas o se aplastan por el peso del imperio de las imágenes que da a consumir el capitalismo global, se ven deslucidas por varios factores que hacen al tratamiento que se ha dado al contenido. En primer lugar, la narración está anclada en una primera persona y asume el punto de vista de Zabo. La marca de la primera persona del narrador está situada por la voz en off, que en ciertos momentos se dirige a la segunda persona del espectador, quien funciona como compañero imaginario y testigo de las experiencias de Zabo. Este recurso a la voz en off, si bien por un lado le permite al director conservar la impronta del texto literario, por otro lado es utilizado en exceso, explicando cada cosa que acontece en lugar de darlo a ver o entender por medio de las imágenes y la puesta en escena. De esta manera, al desplazarse la narración visual a una voz narrativa, las imágenes terminan resultando un accesorio de la voz, un acompañamiento literal ilustrativo que no aporta resonancias estéticas nuevas.
Quizás esto explique también el desfasaje entre lo que se narra, que siempre es con la misma voz monocorde que no transmite inflexiones, y su encarnadura dramática, más allá del esfuerzo incuestionable que ponen los actores en sus interpretaciones. Zabo puede estar confundido y desorientado, puede experimentar la tristeza profunda del duelo por la pérdida del amor y del amigo y no encontrar canales verbales para tramitarla, puede evitar tomar contacto con sus sentimientos más íntimos y no hacerse cargo de ellos, y ello todo se hace evidente y visible. Pero en ningún momento se brindan indicios a nivel de las imágenes, o incluso a nivel narrativo, de que Zabo está deprimido o transitando un trastorno melancólico que justifiquen el desenlace del personaje. Casi todos posiblemente pasamos malos momentos durante la adolescencia porque crecer no siempre es sin dolor; pero no cualquiera se suicida y tampoco estamos en la época del amor romántico para justificarlo per se.
Otra cuestión es la falta de un recorte narrativo más conciso. En hora y media de película se despliegan una multiplicidad de sucesos importantes en la vida de Zabo y de esta manera no encuentran la debida temporalidad para profundizarse. Una cosa es que el personaje no quiera interrogarse nada y pasar de hoja como si no pasara nada y otra cosa es que el realizador no permita que las escenas tengan el desarrollo y la encarnadura dramáticas necesarias.
Otro punto es la falta de confianza en las capacidades del espectador para ser partícipe de la obra, lo cual lleva a la necesidad de explicar todo para que no malinterpreten las intenciones. De ahí el tono de mensaje moral y preventivo que asume el film al final. En rigor, no se podría situar esta película en el género del coming of age que supone la voluntad decidida de avanzar hacia el hacerse grande. Como Zabo no puede hacerse cargo de las consecuencias de sus actos, se posiciona como víctima y adopta la política del avestruz; entonces son los espectadores a quienes les queda tener que aprender la moraleja de la película.
Es una pena que el apego sacralizado al formato literario y la resolución cerrada de tono moral opaquen un material que claramente daba para mucho más, dado que la propuesta de pensar la adolescencia en la época de la caída de los soportes identificatorios tradicionales, e incluso de revisar la idiosincracia adolescente en la era post-Cromañón, resultaban sumamente interesantes.
Calificación: 6/10
Yo, adolescente (Argentina, 2019). Dirección: Lucas Santa Ana. Guion: Lucas Santa Ana, Nicolás Zamorano. Fotografía: Pablo Galarza. Edición: Marcela Truglio y Germán Cantore. Elenco: Renato Quattordio, Malena Narvay, Thomas Lepera, Jerónimo Giocondo Bosia, Walter Rodríguez Pez, Tomás Agüero, Tomás Wicz. Duración: 97 minutos. Disponible en Cine Ar Play.
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