Hugo del Carril estuvo en cine “antes”, “durante” y “después” de Carlos Gardel. Quien fuera declarado en muchas oportunidades el heredero del cantante nacional arquetípico, fue el rostro y la figura del destino gardeliano en el cine, mucho más consistente que lo que nos dejaran las películas del propio ídolo. En El último payador, de Homero Manzi y Ralph Pappier, Del Carril protagoniza a José Betinotti, presentado como el payador cuya muerte en 1914 deja paso definitivamente al cantor de tangos –precisamente a Gardel- a quien había encarnado en 1939. Luego, en La calesita, dirigida por el propio Del Carril, podemos apreciar las melancólicas reflexiones de un hombre en el cenit de su vida, que de alguna representan un juicio sobre la historia argentina a la manera de un post-gardelismo.

En efecto, si pudiéramos valorar la obra de Hugo del Carril a través de La calesita, veríamos que en la biografía de padre e hijo (los dos encarnados por Del Carril), hay una sucinta historia nacional no despojada de capricho pero tampoco de interés. Un baqueano de los fortines del ejército nacional hacia los 80 del siglo XIX, decide largarse a una vida en soledad, pero de inmediato aparece la querella amorosa, que en toda la cinematografía argentina, y desde luego en la obra de Hugo del Carril, está tratada desde el punto de vista de una épica amorosa y desde una visión juglaresca del honor. Son tiernamente magníficas las escenas de las charreteras del sargento con las que la mujer cuartelera (Fanny Navarro) intenta conquistarlo y esas mismas insignias que se hacen innecesarias cuando la conquista procede de la iniciativa del bardo seductor, cantando bajo la ventana de la doncella.

Estas liturgias de amor cortesano, que empalman con la poética gauchesca de subordinación y homenaje a la hidalga apasionada (en verdad, una mujer de clase rústica ennoblecida por su seducción amorosa), se entrelazan en todo el ciclo criollo del realizador con el relato maestro de la cuestión social y nacional. En La calesita, el poeta-tropero-payador se confunde con las huestes radicales de boina blanca (de paso, es impresionante ver a Hugo del Carril actuando con ese atavío) y, revelando su heroísmo, es muerto en las propias escalinatas del atrio donde iba a votar.

Su hijo también será cantor-juglar, pero fracasa ante otras ventanas aunque con la misma canción que entonara su padre a su dama. Es que ahora, Sara (María Aurelia Bisutti) profesa la fe judía, y será su padre Marcos, no ella, el que salga de la casa para decirle al trovador que la pretende que hay cosas más altas que el amor, como las barreras religiosas que impiden el casamiento de un criollo con la niña judía. Algo queda en la íntima desazón del cantor criollo y enamorado, por lo que un tiempo después, llevado por un “ramalazo de locura” (así lo dice, pues es el caballero Goyo Lucero, ya maduro, que rememora esta terrible historia sentimental y política) participa en un ataque a una sinagoga, en cuyas escalinatas muere el padre de Sara.

No había sido el fustazo de Goyo el causante de la muerte, pero ambos se miran en el momento final. Sin duda, el guionista (Rodolfo M. Taboada) estaba evocando la Liga Patriótica de 1930 a partir de los dilemas de los años 60 (La calesita se filma en 1962 mientras en las calles de Buenos Aires hay expresiones antisemitas). Difícil tema en boca de un calesitero que luego contará cómo tuvo lugar la reparación. Sucedió en una partida de naipes, donde unos pelafustanes le dicen a Sara “la rusita”, y “moishe” a su marido, el que había logrado desposarla a pesar de los esfuerzos del calesitero. El personaje de Hugo del Carril sale del ruedo enfrentando al criollo pendenciero y antisemita. Hugo está desarmado, y ofrece su pecho al bravucón que resulta un cobarde. Le arrebata el revólver y le aplica un bofetón con tal mala suerte que el provocador se desnuca. Lucero va preso, pero tuvo su escena reivindicativa, su autoreparación. Sara lo visita en la cárcel, pero ese amor no puede ser.

Los tiempos de La calesita están sometidos a un ida y vuelta entre el presente apaciguado y nostálgico –es una calesita de barrio, con matronas años sesenta que llevan sus traviesos polluelos con los que Goyo ensaya su misteriosa y veterana tolerancia– y un pasado tormentoso, en la vida del calesitero y en la del país. A la salida de la cárcel, Hugo probará suerte en el comité conservador de su padrino (quien había sido también pretendiente de su madre, y leal adversario derrotado en el duelo amoroso) y será ese viejo rival de su padre (Mario Lozano) el que lo proteja en sus póstumas andanzas.

La gran crónica de Hugo del Carril, y que permite entretejer su vida a su ficción de cantante de estirpe nacional-criolla, es la que sigue el rastro del honor. El honor es un sucedáneo del “crisol de razas” y permite dar la batalla o el duelo con armas leales, que al par que levantan la condición de verdad en el coraje, saben reconocer lealmente la derrota en las armas o en el amor.

Hugo del Carril forjó una ética perseverante, anti-burguesa, en su carrera de cantor y el cine que de veras hizo. Su biografía está tanto en sus oficios payadorescos como en las melancolías y heroísmos con los que en el cine quiso fijar una estirpe nacional, democrática e integradora. Por eso, poner el legado criollista frente a las culturas de otros pueblos inmigratorios era una cuestión de honor. Es el honor lo que impide acudir a lo que sería nuestra primera manifestación de identidad, espontánea y acaso ciega. Por honor, y luego por razón, y quizás luego por amor, reconocemos en lo que no nos es familiar, la voz de lo que en algún momento seremos. Estas reflexiones permiten un film que parecería contener, apenas, una apelación a la nostalgia y el pintoresquismo.

En La calesita, cuando el protagonista sale de la cárcel deben ser los años 40. El aire mítico del tratamiento cinematográfico es ingenuo, pero visto hoy, adquiere una extraña fuerza. Las técnicas de fundido y esfumado de aquel cine, se nos presentan como tiernas invenciones técnicas que dejan al relato mucho más engarzado a sus metáforas, ajenas a las actuales presiones efectistas que suelen solicitar los actos de la memoria con un frenesí tecnológico. En esos años 40, entre tangos, cabarets y riñas de gallo, en medio de atmósferas porteñas legendarias, con estafas malignas y amores fracasados, termina la historia del calesitero, que le habla a la cámara y llama “relación” a su reminiscencia oral acriollada.

En una escena, en las inmediaciones de la calesita –época actual, años sesentas, épocas pos peronistas, pos gardelianas-, dos personas se acusan mutuamente de que los partidos políticos de sus amores, habían hundido el país. “Fue el tuyo”, dice uno, “no, fue el tuyo”, responde el otro. A esa discusión, el calesitero la considera obcecada y medita que hay que trascender la política, que no hay que ocuparse de ella pues lleva al juego falso de la mutua recriminación, que lo importante está en otro lado. ¿En dónde? Quizás en los amores perdidos, aunque si lo son, tampoco se tornan reparadores. Quizás en el tiempo nostálgico y en el extravío de los deseos, que de alguna manera son materias mustias sobre las que se tejen los tangos, y quizás en el ejercicio del recuerdo a propósito de esos enfrentamientos que –según el calesitero-, “no llevaban a nada”.

Lo cierto es que el calesitero había sido radical y luego conservador, brevemente antisemita y luego, purgando ese desvarío momentáneo, paladín de una justicia personal, meditada en la serenidad de su ocaso. El peronismo no contaba; aquel diálogo de los vecinos respecto a los partidos que habían hundido el país, mostraba un despecho y un descompromiso. Goyo podía no haber manifestado eso, pero lo dice – el calesitero lo dice, pero es Del Carril, el que habla pos gardelianamente-. Los tiempos de Gardel habían terminado y en su balance personal, el país de los radicales y conservadores había fracasado y quizás, mucho más fallaría el conflicto de peronistas y antiperonistas que le seguía.

El ciclo criollo desde la finalización de la campaña del desierto hasta la caída del peronismo, que Hugo del Carril representa como pocos en la poética popular modernista, se superpone al gardelismo y lo culmina en una rara manifestación de abandono de lo político (las dos muertes en el atrio, la del padre militante radical y la del padre judío de su perdido amor, así se lo aconsejan), abandono que al mismo tiempo es una confirmación de la base melancólica y condesciende del tango y la milonga. El tropero, el guapo, el cuchillero borgiano, incluso el huelguista (Pascual Contursi lo es en El último payador, hasta que el tango lo contiene) se refugian en la práctica figura del calesitero, con su cansado matungo, anacrónico frente a sus desvencijados caballitos y encarcelado por sus recuerdos, pero de ellos surge una promesa extraña de emancipación respecto a la víscera fatal de la confrontación argentina. Para Hugo del Carril, tiempos pos gardelianos.

Sin embargo, él había dado una versión del peronismo que parecía canónica, la más adecuada para comprenderlo. En Las aguas bajan turbias, de 1952, nunca se menciona este movimiento político, pero su tema es el fin de la humillación y la opresión. Para decirlo, Hugo del Carril, actuando y dirigiendo un film fundamental en la cinematografía argentina, intenta llegar al núcleo profundo de la deshonra humana, el trato a los hombres como carne explotada, desechable. Los yerbatales de Misiones son la escena propicia para este sometimiento humano, los mensúes son reclutados con engaños y se los conduce a una atroz presión laboral que recuerda los campos de concentración, dominados por el látigo y el ultraje.

Precisamente, una de las escenas del flagelamiento de un mensú se encuentra entre las recordables elaboraciones de la cinematografía nacional. Un mensú insiste en que recogió ocho kilos de yerba y el de la balanza le dice que son siete, método habitual de estafar el trabajo de los yerbateros.

Mientras va cayendo bajo la acción del látigo, exclama cada vez más agónicamente, que eran ocho, ocho. Hasta que cesa el asombroso contrapunto entre látigo y ocho, en un lamento de la verdad laboral del martirizado, dialogando con la cantidad de kilos burlada por el azote. Ese diálogo, que es feroz, es puro cine, hallazgo de Hugo del Carril y su guionista Borrás.

No es posible pasar por alto la escena de la violación –y todo planteo previo- y la situación que se produce con el padre ciego de la muchacha en el momento en que en el rancho se da el encuentro entre los hombres que mantienen la cifra arquetípica de la confrontación: el capanga brutalizador y el personaje que sostiene Hugo del Carril, adalid involuntario de la revuelta, pues, y en esto el film es perfecto, actúa por amor aunque la reivindicación pasional se fundirá con el cese de la época de la vergüenza humana. Son momentos de oro de la narración epopéyica, la fusión del amor cortés –pero en un clima de campesinos explotados- y la recuperación de la raíz humana en el seno de la redención del trabajo, donde la acción insurgente surge del corazón absorto que se descubre repentinamente hechizado: “No me había dado cuenta de que era tan hermosa”, dice el personaje de Hugo del Carril a la doncella campesina, invirtiendo el piropo a primera vista y mostrando que estaba absorto en el clima de vilipendio social antes que lo despertara el llamado de la belleza femenina en medio de la maleza.

Sutilezas de una historia de las que, muy de tanto en tanto, pueden verse ahora. Lo cierto es que haber llegado al núcleo de la miseria humana, con sus verdugos y sus redentores, le daba al film un aire mucho más bíblico que si hubiera sido construido con el vocabulario de las palabras políticas de la hora. Ciertamente, se emplea un recurso al antes y el después, pues la película se abre con un Río Paraná en la década de 1950, progresista y prometedor, y después se muestra ese pasado que “afortunadamente quedaba atrás”. Pero el método no consigue ser definitivamente tranquilizador. Primero, porque lo que cuenta no es una dudosa reparación de un presente sin pesadilla, sino el efectivo relato que vemos, que no es sino un teatro universal de la infamia y la explotación. Luego, porque el lugar en que Hugo del Carril prefería colocar la rememoración es un presente con pena pero ya escampado, como La calesita.

Por eso, si vemos Las aguas bajan turbias a la luz de La calesita –la primera, sin duda, una joya despareja pero vibrante; la segunda un film que parece imperfecto, y lo es, pero trasunta sorprendente emotividad- comprobamos que la ignominia del hombre solo produce un ámbito posterior de consuelo en el recuerdo, una reconciliación personal en el estoicismo ya maduro, antes que ofrenda social de justicia que por ventura un gobierno sistematiza.

Las aguas bajan turbias fue premiada en el festival de Venecia de 1952, y el film quedó en la memoria nacional. Y aun quienes no lo vieron –siendo así, es recomendable que se remedie con urgencia un vacío injustificable- pueden reconocer en el halo de su mero título, el perfume agrio del sufrimiento como base del relato originario, primordial. Desde luego, hay un momento en que se habla del sindicato que allá en el Sur nace para evitar la indignidad del trabajo, y más cierto aun que la pareja vengadora que consigue huir con su hijo por nacer, encarna el estado puro de la promesa concreta, histórica y palpable. Pero nada de eso suena a propaganda o a concesión política, sino lo contrario, son los datos augurales de los que el cine puede decir cuando reconstruye los actos del infortunio entre los hombres y a un tiempo alberga elementos de historicidad confiada, no innecesarios aunque exteriores a la esencia del relato.

Hugo del Carril filmó un poco después La Quintrala,vieja leyenda del chile colonial, también con el auxilio del guionista Borrás. Hay también latigazos, autoflagelación en medio de las imágenes sórdidas y nocturnales. Raro film, de fundamentos góticos, tomando casi con simpatía el caso de una mujer poseída en un medio monacal y pacatamente jerárquico, que asesina a sus amantes y a su padre.

Arrebatada por un misticismo agónico que representa mejor ella que los propios monjes que intentan contenerla, esa mujer, la Quintrala, paga un precio demonológico, de sangre, por el acceso a su libertad. Con recursos que hoy parecen inocentes –pero vistos de otro modo, resaltan el diáfano método con el que el cine convoca a la imaginación en una época en la que su forma no asfixia su sentido-, La quintrala puede ser uno de esos grandes envíos folletinescos que perduran en el cine para públicos aprisionados en distintas formas de inequidad y desazón cotidiana.

El realizador tuvo predilección por héroes que los sistemas opresivos rechazan, pero que son héroes precisamente forjados en las entrañas de esa opresión para conjurarla. Con la Quintrala encuentra una heroína del amor, que devora a sus amantes y está sometida por los demonios de la pasión, convertidos en mensaje mortífero. En el límite del interés de Del Carril por la rebelión, la de la Quintrala –una recordable actuación de Ana María Lynch-, representa la intolerable situación de querer emanciparse acudiendo al ejercicio del mal y destruyendo los vínculos amorosos falazmente creados. Tema riesgoso para el horizonte de época, sostenido con altura y con un sutil empalme hacia la invitación a pensar, con las armas del folletín de los herejes, los cambios oscuros del libre albedrío.

En Las aguas baja turbias lograría el total dominio de ese sentido del cine, con un tema social que al mismo tiempo era lo mejor que conseguía el cine vinculado a la atmósfera política del momento. Pero la trascendía notablemente al poner el significado de la política en el núcleo profundo que irradia el ser emancipado. Justamente, esos latigazos que filmados horadan la conciencia y que del seno del mal intentan extraer, con las armas técnicas del cine, una cuota moral de liberación. Su cine es moral porque se basa en mostrar las imágenes del ludibrio para rescatar la dignidad a partir del mismo despojo del mal. Intentó este juego de filosofía moral cinematográfico arriesgándose a no ser comprendido. No significaba apenas lo que se heredaba de Gardel, aunque eso, lo sabemos, no era poco. Hugo del Carril venía con un desafiante pos gardelismo, con la manera rememorativa del criollismo lírico, a la Manzi, para juzgar el ciclo social argentino, con sus desgarramientos y sus legados musicales.

Publicado en Hugo del Carril: El compromiso y la acción, libro compilado por César Maranghello y Andrés Insaurralde y editado en 2006 por el Museo del Cine Pablo Ducrós Hicken.

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