Una percepción extraña ronda los primeros minutos de El libro de los jueces: la de estar asistiendo a los espacios de seguridad y justicia como una instancia administrativa, como oficinas en las que no se pone en juego una sentencia, un encierro carcelario, un castigo a quien produjo un daño. Son momentos en los que la comisaría de Villa Astolfi se parece a cualquier oficina pública, de la que se diferencia sólo por el uniforme de quienes trabajan. Una mesa de entradas, un pasillo con varias puertas, alguien que lleva papeles de un lugar a otro. La sensación se refuerza con la llegada del juez veedor, que pide al oficial a cargo la lista de detenidos. El oficial extiende el pedido: agrega las constancias de controles de matafuegos y de desinfección del espacio de la comisaría. Papeleo con el que hay que cumplir y que hay que revisar que esté de acuerdo con las normas vigentes. El pasaje de la oficina al espacio carcelario muestra el contraste, como si en lugar de abrirse las rejas que conducen a las celdas, se abrieran las puertas a otro mundo. Más pasillos, sí, pero oscuros, despintados, sucios –al punto que algunos de los detenidos están pintando al momento de la llegada del juez-. Más puertas, pero en este caso enrejadas, desde donde se puede atisbar celdas pequeñas, mal iluminadas, sin luz natural, llenas de gente. Más adelante, uno de los detenidos dirá que “es un castigo psicológico el que recibimos acá”, trasladando el encierro del cuerpo, la reducción de los espacios individuales a su impacto en la mente de cada detenido.

Pero no es justamente el contraste entre esos elementos en lo que insistirá el documental, sino en la forma en la que pueden convivir. La idea de convivencia atraviesa todo el relato de manera sutil. Está, claro, en la forma que encuentran los detenidos para subsistir amontonados en un espacio que es para menos cantidad de gente –donde caben dos pueden caber cinco, o donde caben diez pueden caber veintitrés, podría ser la máxima que guía esa cuestión de los cupos a los que se hace referencia-: la escena en la que uno de ellos explica cómo hacer el flan que después terminarán comiendo entre todos, parece en toda su aparente inocuidad, una definición certera respecto de esos mecanismos que llevan adelante. Pero, también, la idea de convivencia se vuelve central en el momento de la reunión entre la Asociación de Víctimas y los detenidos. Hay en ese momento, un planteo llamativo y que va contra la corriente de lo instalado en la sociedad: una mujer de la Asociación dice que lo contrario de la inseguridad no es la seguridad sino la convivencia. Y si deviene central ese planteo es porque se recupera la idea de que quien cometió un delito, en algún momento cumplirá su condena y volverá a vivir en la sociedad. Hay algo en ese encuentro que aventura una exploración en un costado inhabitual, que es cómo se vuelve a reinstalar la relación entre quienes han sido víctimas y quienes han sido victimarios en un mismo espacio social. Porque en el camino se abandona cualquier alternativa facilista: la idea del perdón se desplaza desde la administración de justicia –que no perdona ni castiga, sino que juzga- hacia el acto individual. Y puede partir de una concepción general –ese hombre que pide perdón a una desconocida, reponiendo en el gesto el lugar colectivo de victimarios y víctimas- o de una situación particular –“yo le daría una oportunidad” dice la madre de la víctima sobre quien mató a su hijo, después que el juez le niega la salida transitoria-. Pero también se puede negar como posibilidad, como una latencia del miedo que persiste –la chica que dice no sentirse segura si le dan salidas transitorias a quien la atacó- o como herida no cicatrizada, duelo no resuelto, violencia encapsulada a la espera de la oportunidad –“El hijo de mi hermano está furioso y no se lo quiere ni cruzar”-. En unos y otros, víctimas y victimarios se expresan diferentes formas del dolor, que en el documental, tiende más a acercarlos que a distanciarlos. El dolor de los familiares de los detenidos, el de los detenidos –dividido entre la tortuosa fisicidad de la celda y las consecuencias del encierro-, el de las víctimas o sus familiares, se expresa de maneras similares: “El dolor lo sufrimos nosotros” dicen unos y otros, desde diferentes lugares.

Entre esos dos mundos que entran en contacto –victimas y victimarios, detenidos y penitenciarios-, el documental coloca la figura de dos jueces. En la apariencia inicial parecen los polos opuestos: Alejandro se ve como un juez algo más formal, más apegado a ciertas formas de explicación que tienden a anteponer ciertos aspectos legales en el centro del discurso; Walter se ve mucho más informal, desde las visitas a las celdas hasta las audiencias y sitúa los elementos legales como una explicación que viene como corolario de lo coloquial. Ambos representan dos formas de acercamiento al espacio de los detenidos. En Walter parece reconocerse a alguien más cercano, posiblemente por ese arco de detalles que avalan su descripción –la ropa informal, el pelo largo, las formas del habla y hasta los tatuajes en su brazo, similares a los de los detenidos-, lo que lo lleva a compartir espacios comunes, a ser recibido y saludado, a ser interpelado pero en un diálogo en pie de igualdad. En Alejandro, la aparente distancia que impone su formalidad, se diluye en la forma en que su tarea se entrelaza con la intermediación –con las autoridades para que los jugadores de los Espartanos puedan entrenar dos veces por semana, con la autorización para algún traslado de un detenido a otra dependencia- o con la generación de espacios para que los detenidos puedan recomponer desde el estudio, el trabajo, el deporte o las artes, su vida –llegando a participar con los detenidos del taller con perspectiva de género-.

Lo que hace El libro de los jueces –con ese nombre de reminiscencias tan bíblicas que parece contrastar con ese “Dios no te libera de la prisión” que le recuerda y recalca Walter a uno de los detenidos, restableciendo el lugar que ocupa la Justicia- es meterse en un espacio complejo, en el que aparecen retratados, más que un par de jueces y el rol de la justicia como sistema de juzgamiento y eventual castigo, los elementos que componen un universo multiforme. Siguiendo la huella trazada hace unos años por un documental como Pabellón 4, tiende a la humanización de un proceso en el cual habitualmente se tiende a la deshumanización. Aquí, los detenidos, eventualmente condenados, son devueltos a un espacio humano que el sistema en su formulación tiende a negarles. Y los pone en un escenario que deben compartir con quienes los vigilan, con quienes los juzgan y con quienes fueron sus víctimas. Todos tienen sus rasgos particulares y nunca son reducidos a un número. De esa manera, la mirada de la película entra en un lugar raramente explorado, aceptando los riesgos de escapar a la corrección política y a la cultura de la cancelación –que para los presos y detenidos existe desde el comienzo de los tiempos- para exponer la complejidad de lo que se pone en marcha cada vez que alguien es detenido, cada vez que alguien se convierte en víctima.

El libro de los jueces (Argentina 2023). Guion y Dirección: Matías Scarvaci. Producción: Ignacio Rey, Rocío Gort y Matías Scarvaci. Director de Fotografía:  Armin Marchesini Weimuler. Música: Estudio Pomeranec
Director de Sonido: Estudio Pomenarec. Montaje: Eduardo López López. Elenco principal: Dr. Walter Saettone / Dr. Alejandro David. Duración: 88 minutos.

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