Hay una dimensión lineal que refulge en la superficie de Bajo la corteza y que la constituye en referencial con el momento actual. Los incendios en la montaña que se observan en la primera imagen instalan no solamente una instancia documental, como marco de la ficción que va a desarrollarse, sino que constituyen el eje a partir del cual se mueve todo el relato y que remite de manera inmediata a recientes incendios de grandes extensiones –Córdoba, las islas de Rosario, Corrientes-. La persistencia de las sirenas que invaden de improviso las escenas en las que vemos al protagonista aluden a un continuo que se repite como una rutina: focos de incendio en los montes que se perciben como amenaza y alarma. Hay un estado de alerta permanente ante el cual César Altamirano, el personaje central, aparece indiferente hasta la escena en que una patrulla de prevención se acerca al lugar donde está quemando unas ramas. En esa escena, Altamirano todavía pone en práctica lo que poco antes le dijo a su sobrino: hay que ser prolijo y quemar las ramas que se desprecian de la leña en un tacho de gran tamaño que las contenga. A pesar de ello, la elipsis nos indica que la patrulla se lleva a Altamirano.

La infracción a las disposiciones es un elemento más de ese entramado superficial, en el que los incendios entroncan con la práctica del desmonte para diversos emprendimientos. No sabemos, en principio, para qué Zamorano le encarga a César el desmonte de unos terrenos, como si el objetivo final fuera menos importante que el hecho producido y la modalidad que asumirá –de nuevo, aunque más irónicamente, con la prolijidad que implica no dejar huellas. Más tarde mencionará un emprendimiento inmobiliario, un club de campo bautizado, sin ironías, “Aires del Monte”. En esa superficie hay que entender a Bajo la corteza como una historia individual que se puede parecer a otras, en la que un hombre trabaja para otro. Nada diferente, en principio, de lo que puede plantear otra película reciente como El empleado y el patrón. Pero lo que en ésta se resolvía en una tensión que tendía a la disolución de las relaciones –laborales y vinculares- que revelaba la imposibilidad de convivencia, asume aquí características opuestas.

Lo que hay, en definitiva, es una naturalización de un tipo de vínculo que conforma un sistema que fluye por debajo de la superficie de las acciones de los personajes. Una primera escena revela el carácter de ese sistema como algo que excede al individuo. Hemos visto a César haciendo a mano los carteles anunciando su trabajo de desmonte de terrenos. De inmediato, lo vemos sentado en un espacio al que no pertenece: una oficina donde va a pedir por trabajo. El diálogo se vuelve casi fáctico: una serie de elementos comunes de una entrevista pre-laboral. Pero es allí donde aparecen dos elementos de importancia. En primer lugar, el espacio en que se desarrolla, una dependencia municipal, la representación del Estado de mayor cercanía a los habitantes de un pueblo o una ciudad.  En segundo lugar, esa mujer con la que dialoga, cuyo cargo ignoramos, queda revestida de un carácter de representación múltiple. Por un lado, pone en escena un sistema de influencias que se ejerce desde una posición específica (el amigo mecánico ha enviado a César a hablar con ella). Por otro, más allá de la instancia burocrática, restablece la idea de un Estado que no puede dar respuestas a la demanda de trabajo (la respuesta es que no hay nada para César). Y finalmente, representa la forma en que el Estado, en su propia incapacidad de resolver, deriva la posibilidad de la solución al sector privado (le indica que vaya a ver a Zamorano, que siempre necesita gente), instalando esa complicidad para la explotación que señala Diego Baridó en su texto en esta misma página.

Ese sistema se expande a partir del momento en que César entra en contacto con Zamorano. Esa escena no se produce en un espacio aséptico: es el almacén/proveeduría al que César va a llevar la leña para obtener dinero y al que Zamorano va a comprar materiales. Un espacio de posible cruce que parece no imponer diferencias -ambos están del mismo lado del mostrador- toma relevancia en el momento en que César lo espera para pedirle trabajo -ya no es en el negocio, sino la puerta del galpón, donde César puede pasar por un trabajador del lugar-. La asimetría por la posesión de dinero tiende a remarcarse a partir de allí, no tanto por esos espacios en común ni por el hecho de que uno va a vender y otro a comprar, sino por los objetos, por lo que se posee (la casa, la camioneta).

Hay un elemento incluso más valioso en la radiografía que propone el relato y cuya primera manifestación aparece en la secuencia de la fiesta en el pueblo. En un momento, Zamorano se cruza con alguien que comienza a increparlo por lo que está haciendo con el monte. Cuando la situación amenaza derivar en una pelea, César se interpone para defender a Zamorano. Si el relato previo de Zamorano con la anécdota de su padre y un trabajador funciona como anticipo -y como punta de un hilo cuyo final se encuentra en la reiteración que provee el desenlace-, en esa escena César asume más que una posición personal. Sus actos se manifiestan como un deber: la lógica que subyace a esa idea es la de la asimilación del trabajador pobre a la causa del patrón rico. Para César, internamente, recibir un trabajo parece implicar su participación como parte del juego del otro, como una sumisión naturalizada. Lo laboral, en esa perspectiva, se desvirtúa para transformarse en una servidumbre. Esa predisposición que la escena naturaliza, se volvería obediencia a las órdenes en el momento en que Zamorano lo necesite. El pobre, el trabajador, se ofrece entonces como carne sacrificial, como ejecutor de aquello que el patrón no quiere hacer para no caer en la ilegalidad. El trabajador se convierte entonces en la naturalizada mano de obra barata que ejecuta lo que se le pide, aunque exceda su trabajo.

Lo interesante es que la película diluye la representación del patrón como parte de la naturalización que parte de la mirada de Altamirano. En lugar de construirlo como un personaje de rasgos ligados al mal, decide romper con cualquier estructura binaria. Zamorano se ve como uno más del pueblo, no hace ostentación y es servicial al punto de ser capaz de utilizar sus influencias o su poder para beneficiar al que no pertenece -por ejemplo, cuando le consigue a Mabel, la hermana de César, un turno con una doctora-. De allí que lo que se vuelve importante es la relación que entabla con Altamirano: los rasgos de explotación de clase quedan difuminados. No solamente hay amabilidad en el trato: hay agradecimiento en el final y cumple con el dinero prometido al trabajador. Dejando un espacio para que César tenga un margen de libertad (no discute los tiempos de los trabajos que plantea César; le permite hacer lo que quiera con la leña que saque de los terrenos), rescatándolo una y otra vez (cuando se queda la camioneta, cuando lo detiene la policía ambiental), Zamorano aparece con un perfil suavizado que encastra de manera perfecta con la mirada que César construye del patrón (que es también una contraposición a ese Bermejo al que se hace alusión al comienzo y ante cuya mención César responde “Estoy cansado que me jodan”). En todo caso, ese perfil más real aparece en un par de escenas. Sugerido en la forma en que se saluda con el comisario cuando saca a César, más explícito en el diálogo telefónico cuando habla de los “inoperantes de mierda” y hace referencia al “informe de impacto ambiental”. En ese punto es que el sistema que reconstruye la película es más importante que el hecho puntual. En esa normalización de la relación entre patrones y trabajadores que implica exceder la relación laboral para transformarla en obediencia para la tarea sucia es que Bajo la corteza reconstruye una sociedad en la que el dinero y el trabajo como iniciativa privada tienden a acentuar la individualización y la distancia del trabajador de ese pueblo al que pertenece, al que traiciona y al que, finalmente, termina perjudicando.

Bajo la corteza (Argentina/2021). Dirección: Martín Heredia Troncoso. Guion: Federico Alvarado y Martín Heredia Troncoso. Fotografía: Sebastián Nicolás Aramayo y Juan Samyn. Edición: Guillermina Chiariglione. Música: Anselmo Meliton Cunill. Elenco: Ricardo Adán Rodríguez, Eva Bianco, Pablo Limarzi. Distribuidora: Santa Cine. Duración: 82 minutos.

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