Los dos hermanos, Claudio y Marcela, vuelven a Villa Carlos Paz, a la casa que fue de sus padres y a la que no visitan desde hace 20 años. Vienen de lugares diferentes que quedan planteados desde el inicio como opuestos: uno desde Buenos Aires en colectivo, la otra desde Miami en avión y auto alquilado. Que el espacio de la casa les resulta ajeno se observa en el momento en que sus llaves no les permiten entrar y deben hacerlo trepando por un muro trasero. Pero más que ese límite inicial que parece simbolizar lo infranqueable para el proyecto sobre la propiedad, lo que sigue impondrá el tensionamiento de esa idea desde la presunta ajenidad construida con los años.

Justamente porque cuando logran entrar en la casa, ambos señalan que “todo está igual”, aun cuando una serie de percheros en el living parecen señalar una distancia con el pasado. El “estar igual” implica una especie de congelamiento temporal, de conservación intacta de un espacio, una preservación hecha a prueba de lo ajeno. Un espacio que se conserva a la espera de un retorno que es el que se concreta con la llegada de los hermanos. La aparición de Ramón, el casero histórico de la familia, completa el cuadro: los hermanos no pueden advertir a ese espacio como propio, a pesar de ser los propietarios, porque rehuyeron de su contacto y porque solo Ramón se ha empeñado en mantenerlo (y en parte porque también es su espacio, el único que se le abrió en el pasado y le permitió ser parte de una familia).

Lo que produce una ruptura de esa ajenidad es la aparición de los detalles. Ante la maqueta armada por Marcela, señalamiento de un futuro excluyente -no solo de Ramón, sino de lo que implica la casa familiar como evocación del pasado-, lo que va surgiendo son los elementos que conectan a los personajes con la historia familiar. No deja de ser sintomático que al trasponer los límites de la casa, Marcela y Claudio dejan de ser tales para ser Pipi y Chimi, como los llamaban de niños. También vuelven a sus habitaciones, a los objetos que sobreviven en la casa -el carro para deslizarse por las calles en pendiente- y a las sensaciones de la infancia -Marcela metiéndose a dormir en la cama de su hermano por los ruidos que siente por la noche-. En ese sentido, es crucial, aunque se lo plantee como una broma repetida, que todos recuerden a Claudio por la propaganda de dentífrico que protagonizó cuando era niño.

Ese tiempo congelado en el pasado es la marca de esa distancia de 20 años en los que, para la mirada de los otros, los hermanos siguen siendo lo que fueron y no lo que son en el presente. Claudio y Marcela no son entonces ni el autor teatral obsesionado con seguir la estela de Harold Pinter ni la arquitecta exitosa que viene de Boca Ratón. Ni los que admiten el fracaso en sus vidas personales, que los llevaron al alcoholismo o a la separación. En la casa familiar vuelven a ser el proyecto de lo que serían, el recuerdo congelado en Ramón -y que la fotografía del pasado reactiva- que se activa en el presente: la niña que se fascinó con la construcción del Dique San Roque, el niño de la publicidad del dentífrico. Sobre todo, vuelven a ser y mostrarse como personas solas –tanto o más que Ramón- y sin tener a quien recurrir ante los problemas.

Si la ajenidad de los personajes con la casa tiene que ver con la distancia que impusieron con ese espacio que fue propio, se vuelve más contundente con la forma en que Ramón construyó una especie de ecosistema en el interior del predio. Una supervivencia que a despecho del tratamiento de la familia -entre la desatención y la apropiación del dinero por parte de Marcelo a lo largo de esos años- se hace a partir del alquiler del espacio en el que terminan conviviendo –aunque en un pudoroso segundo plano- estudiantes de buceo y bailarinas que ensayan para un teatro de revistas. Ese espacio es ahora una construcción de Ramón, que incluye hasta un pequeño hogar para niños y que mantuvo la estructura mientras sus dueños la habían olvidado -salvo el living ocupado por las bailarinas, el resto de la casa permanece inalterado y sin invadir.

El proyecto de Marcela, que involucra la llegada de unos inversores que nunca veremos, aparece como el detonante de la historia. En el tramo final lo que ocurre es un intento de imponer la fuerza del capital por sobre los años de trabajo. Sin embargo, como ello implica la irrupción de la violencia -generada por ese capital, que no puede ser abortada y a la que solo vemos a partir de sus consecuencias finales-, se habilita una zona en la que el relato vuelve sobre sí mismo (no es casual tampoco que en ese episodio de violencia, se roben la notebook donde Claudio está escribiendo su nueva obra y se destruya la maqueta con el proyecto de Marcela, como si en ese acto se borrara lo que queda de los rastros del presente de los personajes). Ramón sostiene el espacio de la casa a partir de un doble registro: es el lugar de sus patrones, pero también el lugar que debe defender de cualquier intento de invasión. Es en las secuencias finales que la perspectiva de los hermanos se modifica, a partir de la decisión de enterrar a Loba, la perra de Ramón herida en el asalto y que termina siendo sacrificada. En la enumeración que hace Ramón de los perros enterrados en el predio, refleja que todo espacio es una construcción basada en una historia personal. Es esa la dimensión que los hermanos parecían haber perdido y que el reencuentro con Ramón recupera: que no se trataba solo de volver a la casa, sino recuperar desde ella las vivencias de la infancia y la noción de familia.

El casero (Argentina, 2024). Guion y dirección: Matías Lucchesi. Fotografía: Gustavo Biazzi. Edición: Elaine Katz, Andrés Tambornino. Elenco: Alfonso Tort, Paola Barrientos, Alvin Astorga, Natalia Dalena, Luis Rubio. Duración: 82 minutos.

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