
Está el modernismo, el brutalismo, Llinás, la gran Historias extraordinarias (2008), y el inolvidable pasaje de las magnánimas construcciones de Francisco Salamone como involuntaria (aunque grandiosa) referencia intertextual y cinematográfica.
Está el monstruo raquítico de la Shoa, los barcos europeos andrajosos, la desesperación, el hacinamiento, el puerto salvador y la Estatua de Libertad dada vuelta.
Está el humo del tabaco, el jazz, la familia, las prostitutas, el idioma inglés, el idioma húngaro, la amistad, el hambre, la indigencia.
Está New York y está Filadelfia.
Están una Obertura, un Intermedio y un Epílogo.
Está una referencia deliciosamente solapada a Borges acerca de un cuento que habla de una biblioteca infinita.
Están las colas desesperantes para recibir comida en la calle y los precarios refugios para pasar el frío en la noche.
Están el judaísmo y el cristianismo.
Está Adrian Brody haciendo del apócrifo László Tóth: un húngaro arquitecto, genial, hijo de la Bauhaus que escapó de la guerra y los campos de concentración para transformarse en un desconocido y vapuleado indigente en Estados Unidos.
Está Guy Pearce haciendo del sobrado millonario Harrison Lee Van Buren cayendo en varios lugares comunes de la típica caracterización del burgués capitalista despreciable.
Está Felicity Jones haciendo de la esposa de Tóth, Erzsébet, que aparece recién en la mitad de la película (dura tres horas veinte, casi), siendo una lisiada memorable.
Está la Estados Unidos de posguerra, tomando el control del mundo en pleno proceso de la Guerra Fría, con su música de cabarets, drogas opioides, drogadictos, adictos, industria del acero, marginales del sistema, dueños del sistema.
Está el poder. Está el poder del dinero. Está el poder de la notoriedad a través del dinero. Está el poder del talento. Está el poder de la notoriedad a través del talento.
Están las sinagogas, y los trenes, y los puentes, y los centros urbanos, y los espacios rurales.
Está el sexo en sus múltiples rituales; tan mental como físico, tan hablado como practicado, tan necesario como repudiable.
Están las canteras de mármol en Carrara, Italia, tan deslumbrantes como fantasmales, tan ancestrales como terroríficas.
Está el modernismo. Está el brutalismo. Está la arquitectura brutalista. Está la estética brutalista. Está Tóth haciendo de un arquitecto brutalista. Están los que no. Los que no lo entienden. Los que lo entienden, pero priorizan el dinero por sobre la estética; lo concreto por sobre lo abstracto; el precio más barato por sobre la metáfora y el símbolo para la historia, para la memoria colectiva de los pueblos.
Está Brady Corbert y una película que dialoga -de a ratos- con Ciudadano Kane (1941), con Gigante (1956), con Petróleo sangriento (2007) sobre todo. Con épicas monumentales muy del cine yanqui donde se cuentan historias totales sobre personalidades que trascienden lo normal y hasta lo anormal. Los émulos (modernos) del Übermensch nietzcheano con todas sus vulnerabilidades y fortalezas. Con toda su humanidad.
Está ese diálogo de Corbert y el amague desde la Obertura de la película con ser un mastodonte de este tipo y no. No, porque el personaje de Tóth no da para ello. Su vida, cómo se la cuenta, no da para ello. Se queda a medio camino de todo. Se banaliza. Se vuelve absolutamente perene, aburrida por momentos. La actuación de Brody es memorable y probablemente le haga merecer todos los premios habidos y por haber, pero su personaje es muy fragmentado, difuso, limitado… por momentos, absolutamente aburrido. Al punto tal de que todos los personajes secundarios desde su esposa hasta su sobrina muda (Zsófia, interpretada por Raffey Cassidy) son mucho más interesantes que él.
Está el metraje de tres horas y media, casi, intentando de que el personaje de Thóth y la gran actuación de Brody no se disuelvan en plena trivialidad anémica, saltando con mucho esfuerzo los golpes bajos y los lugares comunes.
Está el Epílogo de la película -que, a lo Nolan con Interstellar (2014) después de tres horas de ciencia plena y dura, mete una especie de Deux ex machina donde el amor es la fuerza más poderosa del universo- y esa exposición en los años 80, y la voz recuperada de Zsófia, y la “explicación” de toda una película que no merecía (ni valía) ser así de explicada.
Está el sinsabor entonces. El sinsabor de lo que podría haber sido un peliculón y se quedó en el simulacro; en el preciosismo (desde la fotografía hasta la música) a lo Rubén Darío; en el intento fallido de una épica que en esas películas de Welles, Stevens y Thomas Anderson se hizo, realmente, inolvidable.
Está eso, entonces: lo olvidable… El paralelo de lo que podría haber sido la construcción brutalista de ese magnánimo Instituto Van Buren (ficcional) que quedó a medio hacer en el film, a medio terminar, a, rápidamente, poderse olvidar.
The brutalist (EUA / Hungría / Reino Unido, 2024). Dirección: Brady Corbet. Guion: Brady Corbet, Mona Fastvold. Fotografía: Lol Crawley. Edición: Dávid Jancsó. Elenco: Adrien Brody, Felicity Jones, Joe Alwyn, Guy Pearce, Raffey Cassidy, Stacy Martin. Duración: 215 minutos.
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