I) El juicio es una película que invoca a la forma circular para contener en sí a los infiernos y las palabras. Su pretensión no dicha es abarcar la totalidad del horror y recrear un momento de justicia en nuestra historia. O tal vez esa vocación totalizadora no fue buscada, la encontró en el medio del camino de su propia vida, mientras tributaba en torno a las palabras.

Siete son los círculos infernales, según Dante, en el séptimo padecen los violentos. Siete fueron, según los cronistas bíblicos, las palabras últimas de Cristo en la cruz. Siete son los años que duró la última dictadura. Uno es el círculo como figura perfecta que contiene a todo.

La forma circular del relato se define en El juicio desde el comienzo. Sin preámbulos ni introducciones, apenas un cartel que informa sobre las circunstancias del golpe de estado de 1976, los crímenes que le sucedieron, y la decisión del primer gobierno democrático de llevar a juicio a los genocidas. Después, casi con brusquedad, empiezan los testimonios. La sala del juicio será a partir de entonces el escenario único. La entrada de los miembros del Tribunal, precedida por la voz del Secretario: “De pie por favor”; una parte del ritual de la justicia que los espectadores locales hemos conocido a través del cine.

II) Podríamos ubicar a El juicio como una película de género, justamente el “de juicio”, propiedad intelectual del cine de Hollywood. Si se acepta esta hipótesis, la de De la Orden es la más drástica de las películas de esta especie que recuerde, junto a Un especialista de Eyal Sivan sobre el juicio al genocida Adolf Eichmann en Israel. Ambas comparten la austeridad narrativa, ambas trascienden el supuesto género que podría contenerlas. Con la salvedad del involucramiento emocional que El  juicio provoca a un espectador argentino, sostengo que la película de Ulises de la Orden llega más lejos que la de Sivan, o cualquiera otra similar dentro del difuso corset genérico, en su compromiso y la concreción de su propuesta. Porque en las películas “de juicio” tradicionales la presencia del juez y la del jurado de ciudadanos anónimos, según la práctica judicial americana, la progresión dramática rigurosamente respetada, culminante con el alegato del defensor y la decisión del jurado, apuntan a hacer la justicia por otros medios, los del espectáculo (Matar a un ruiseñor de Robert Mulligan es un ejemplo inverso en el cual el triunfo de los poderosos, de los culpables, es una victoria pírrica que deja abierto el camino de la esperanza).

En El juicio, en cambio, lo que se exhibe ocupando el banquillo de los acusados, la silla de los testigos, el estrado de los jueces y hasta en las gradas, ocupadas por espectadores agonistas, que mezclan su dolor con el de las víctimas, víctimas ellos mismos de la iniquidad inmensa de los reos (esa canalla amontonada en un largo banco de madera, de frente a los jueces, a espaldas de los testigos), es el espectáculo de la condición del hombre en la escala física de la sala del Tribunal, emanando de las acciones, el carácter y la personalidad de los protagonistas.

Para alcanzar esas alturas, De la Orden elige una forma austera, casi discreta. La cámara se instala detrás y a la derecha del banquillo de los reos. Tenemos de ellos una visión sesgada, tanto como de los testigos; sus nucas, su perfil derecho. Salvo los contados que son identificados por Secretaría con su nombre y apellido, que entran caminando y toman asiento (los más conocidos: Ítalo Luder, Agustín Lanusse, Arturo Frondizi, Albano Harguindeguy), casi todos los demás resultan irreconocibles o anónimos; figuras que cuentan el horror desde sus respectivas historias, con excepción de algunos conocidos por su actividad pública o por la difusión que a partir del juicio adquirieron sus historias (Magdalena Ruiz Guiñazú, Miriam Lewin, Víctor Melchor Basterra, Adriana Calvo de Laborde, Carlos Kike Muñoz, Emilio Fermín Mignone, Augusto Conte Mc Donell).

En el costado izquierdo está la Fiscalía, a cargo de Julio César Strassera y su adjunto Luis Moreno Ocampo; a la derecha el pelotón de abogados defensores, quejosos, envarados, solemnes, siempre soberbios. Al frente, en la altura de su tarima, los seis jueces; en apariencia inmutables, decidiendo con rapidez y mesura los numerosos incidentes planteados con ánimo chicanero por los defensores.

De la Orden hace virtud de la limitación que le impone el espacio. Sabemos que el material de su película nació de los centenares de horas grabados por la TV oficial, hasta ahora inéditos, resguardados de los vaivenes de la historia argentina en el Parlamento noruego. El director trabaja con material filmado por otros. Cámaras fijas, ángulos inmutables, no más de tres ubicaciones que se repiten, potenciando su sentido gracias al enorme trabajo de montaje de Alberto Ponce -un prodigio de ritmo, observación e identificación con la historia, que le da a la película su particular clima de encierro y libertad, a través del manejo de los tiempos y la progresión dramática- que nos instala detrás de los protagonistas como otro espectador en la sala. El auditorio desde las gradas llora, aplaude y hasta se ríe. Hay vida en los que piden justicia.

También la hay en el banquillo de los reos. Es otra, vestida de indiferencia y superioridad, miradas vacías clavadas al frente, a veces las cabezas se vuelven para susurrar un comentario al vecino. No hay culpa. No se la ve en este compacto túmulo de hombres desbarrados. La vulgaridad jocosa de Galtieri, la indiferencia profesional de Viola o Agosti, la soberbia mundana de Massera en caída libre hacia el delirio.

III) Además está Videla. Bajo el brazo aprieta un cartapacio; apenas se sienta, lo abre y empieza a leer. En cuanto debe abandonar el recinto, lo cierra, lo pliega con cuidado, lo guarda bajo el brazo y se deja llevar por los custodios. ¿Qué lee Videla? ¿En qué se concentra, que lo abstrae del horror que unas mujeres y unos hombres cuentan a pocos metros de él? Algún plano fugaz nos permite saberlo: “Las siete palabras de Cristo” y “Reflexiones sobre El Apocalipsis”. Lecturas pías. Las siete últimas frases que Cristo pronunció en la cruz. La mención al Apocalipsis leída por uno de los jinetes que lo desataron y lo hicieron caer sobre la Argentina. Videla lee; no parece estar en la sala, apenas si está su cuerpo, su alma vaga por algún espacio piadoso en donde el General reflexiona sobre las últimas palabras del Hijo del Hombre, o sobre el fin de los tiempos. “Su espíritu no tiene entidad, no está, ni muerto ni vivo, es un desaparecido”, dijo alguna vez el austero General en un famoso reportaje. “Las cosas son a menudo negras y desgarradoras”, lee ahora el General en uno de los párrafos del Apocalipsis, que nosotros también alcanzamos a ver por encima de su hombro. Una frase que describe los cinco años de Videla usurpando la presidencia de la Argentina. Esa labor de Gerente del infierno ha dejado sin alma a ese cuerpo, a esa suma de reflejos, de nervios agitados en movimientos ínfimos que la cámara pone al descubierto. Hay que ver esa cara larga y delgada, esas mejillas salientes, esos dedos largos, revestidos de una piel tensa y brillante, serpentosa. Dedos que se mueven sin pausa, tocan las páginas del libro, agarran un lápiz, subrayan, apuntan a su propia cara y la acarician con la punta de un dedo, recorren las mejillas como diciendo: “Fui yo. Llévenme”. Esos dedos dan miedo. Esos diestros masturbadores de pómulos concentran la ira, la lujuria, quizá algún otro de los siete pecados capitales. Ahora que no tienen a quién apuntar se demoran sobre su propia cara con un erotismo larvado que se ha escondido a sí mismo, que ha perseguido en otros. Ese hombre que ha negado la clemencia a tantos se muestra en este momento tal como es: un pusilánime que niega sus pulsiones y las transforma en muerte ajena. Es el mal, el verdadero, el supremo. La justicia, que arma su trama frente a él, no puede abarcarlo. Deberá entonces, como lo hace, exponerlo, sancionar sus actos y consecuencias.

IV) El trabajo de las distintas cámaras da al director la posibilidad de aproximarse a los testigos sin abandonar el ángulo original. Esta ausencia de frontalidad, esta visión sesgada acentúa, de forma paradójica, la contundencia de los testimonios. Las voces resaltan sus tonos, la ira, el dolor, algún tono de culpa. El todo de esas voces forma un coro que contiene todos esos matices y los resume en un Kyrie de piedad y justicia.

V) Los testimonios se suceden; no hay un orden cronológico que los ordene; por el contrario, en muchos casos los mismos declarantes aparecen en distintos momentos, antes o después. Esa particularidad es la que perfecciona la forma circular del relato.Un continuo que no permite el olvido. La voz de Miriam Lewin y el perfil que adivina la cámara van y vienen testimoniando su paso por la ESMA. Cada una de esas apariciones es un martillazo que encastra la culpa y denuncia el horror. Si desguazáramos el círculo y analizáramos plano por plano, encontraríamos que todos están armonizados en función de una dialéctica einsesteniana. Cada fragmento de testimonio comenta, complementa o refuta a algún otro que está antes o después.

Por fuera de esa órbita, pero formando parte de él, el Tribunal, las defensas y la Fiscalía afrontan de distintas maneras al cumplimiento de la función primordial del abogado: restablecer el equilibrio. Un trabajo desproporcionado en este caso, frente al cual el Tribunal mantiene una mesura inconmovible. A veces, las caras de los jueces filtran alguna muestra de la conmoción que los atraviesa por dentro. La Fiscalía cubre todos los matices de su rol; puede ser incisiva y mordaz o puede mostrarse conmovida, o víctima del cansancio. Nunca deja de estar a la altura de su responsabilidad. El tropel de las defensas, en cambio, carente de argumentos jurídicos, se concentra en hurgar en las vidas e ideologías de víctimas y testigos, o alega con una retórica fuera de época aun para los milenarios modos del Derecho. De ese conjunto sobresale el abogado José María Orgeira, defensor del General Viola. Histriónico, manejando el espacio y los tiempos de sus intervenciones, destinadas más para la audiencia que para el Tribunal, con una soltura de la que carecen sus colegas defensores, su presencia quiere invocar antiguas majestades del derecho. No lo acompaña la causa que defiende ni, quizás, tampoco su apostura. Atrapado en esa contradicción parece por momentos un personaje de otra película. Habrá que reconocerle los escasos momentos de distensión que le otorga a ésta.

VI) La tragedia sigue orbitando en los testimonios; el montaje trabaja para destacar momentos que, una vez aislados, refuerzan el conjunto: la voz del Secretario llama a comparecer a un testigo; el anterior todavía está sentado en  la banca. La escena comienza en el momento exacto en que el hombre se levanta con brusquedad dejando la impresión de haber sido expulsado por una orden o una fuerza que lo expulsa. La cámara lo retiene durante el momento en que se pierde por el pasillo y lo deja mientras recibe el abrazo contenedor de un compañero. La brusquedad y confusión entre el resto, el abrazo fugaz que se hace enorme y consolador por la virtud del ritmo y la sustracción impuestos por el montaje, dan el tono emocional y dramático justos a la escena.

Otra: El Fiscal Strassera termina su alegato con la famosa frase: Señores jueces… Nunca más.  Hay un corte seguido de un plano a las gradas del público que explota en una ovación. Enseguida otro corte, Strassera y Moreno Ocampo se abrazan. Pero no los vemos en el plano general amplio que tanto conocemos. Aquí en cambio los vemos apenas, asomándose y perdiéndose detrás del resto del público que se ha puesto de pie. El lugar de la cámara es el mismo de siempre, detrás del asiento de los testigos y el de los reos. La emoción es mayor. La fidelidad al punto de vista elegido nos priva de la omnisciencia del plano general, nos fija en nuestro lugar de participantes de la ceremonia de la justicia, del doloroso y humanamente insuficiente restablecimiento del equilibrio que se acaba de concretar ante nosotros. Somos espectadores de escala humana, testigos de otra índole, vemos frente a nosotros la caída de los responsables del círculo nefasto del odio y la sevicia. Pero si nos quedáramos orbitando a su alrededor, viviríamos en una tragedia perpetua, condenados a repetirla. No es la propuesta de El Juicio. Podemos verlo cuando abandona la circularidad y adopta la progresión dramática clásica. Ese momento cúlmine se produce durante la declaración de Adriana Calvo de Laborde. La mujer relata su parto en el auto de sus captores, la sucesión de vejámenes a ella y a su hija recién nacida en el campo de concentración. El silencio se hace en torno a Adriana. Toda la tensión está puesta en esa voz, nada hay fuera de ella que la perturbe, que le impida alcanzar la máxima altura del dolor y la dignidad vulnerada. Dignidad que se va reconstruyendo en el acto mismo de enunciar el oprobio. Tensión que asciende y limpia. Identidad de la voz y los oyentes, ahora también víctimas de la vejación. Dolor colectivo, cumbre, luego descenso aligerado a la reparación del alegato.

VII) Hay algo definitivo en este momento. Todo lo que hemos visto adquiere un sentido. La ofensa ha sido reparada, aunque sea durante el espacio de tiempo que dura la representación. El juicio hace posible esta catarsis. Es alivio, recuerdo y advertencia.

El juicio (Argentina, 2023). Guion y dirección: Ulises De la Orden. Fotografía: Pablo Parra. Duración: 177 minutos.

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