No anda. Es lo primero que pensé apenas empezaron los títulos. Y me quedé hasta el final porque esperaba un extra que tampoco iba a venir nunca. Insistí, “no anda”, pero no sabía bien por qué y dónde empezó a derrapar la cosa, porque tenía la sensación de que no había estado tan mal en algún punto.
Los temas están: la opresión, la emancipación, el poder, la evolución, el miedo, la intolerancia. Pero no logran tomar vuelo, es -de hecho- la película más chata de los mutantes.
Y es una pena, porque no solo dispararon el boom del género en su momento, sino porque a nivel conceptual son los más interesantes, muy por encima de cualquier otra propiedad Marvel.
El verdadero logro de Marvel/Disney ha sido el de instalar una marca, que impulsa al público a ver Thor o Ant-Man porque están bajo este paraguas corporativo del que “hace las cosas bien”, y “bien” quiere decir correcto. Pero los X-Men no son correctos, son marginales, y lo que les permite sus pifies es también lo que les permite destacar. Dispararon el boom del género cuando los superhéroes estaban en su peor momento (gracias a Batman Forever) y fue porque no le temieron al ridículo. ¡Mystique es azul y anda en bolas, qué tanto!
Pero en X-Men – Dark Phoenix (Simon Kinberg, 2019), Mystique se pone ropa (un uniforme, para colmo), y todos son serios, o peor, son solemnes. No hay lugar para chistes, ni sarcasmos, ni ironía. Hasta Logan (James Mangold, 2017), una película infinitamente superior, da lugar al humor.
¿Pero cómo que no acepta el ridículo? Si hasta van al espacio y hay extraterrestres.
Es verdad, y eso es parte de la historieta en la que se basa la historia, además.
Sobre este tema, hay algo que aclarar: poco me importa la fidelidad con el material original, y de hecho, parte del encanto era lo “mundano” que se mantenía el mundo que habitaban Wolverine y compañía. El mundo en tono realista les funciona mejor a los X-Men y al Hombre Araña que, digamos, a Batman o a Superman, donde la estilización del entorno les juega a su favor. A veces, meter un contexto tan real puede rozar el mal gusto (Magneto descubriendo sus poderes en un campo de concentración resulta polémico, y Apocalypse -sobre todo ESE Apocalypse- en el mismo lugar ya resulta demasiado), pero, en general, el “realismo” jugó a favor de los mutantes. El elemento ciencia ficción eran la genética y sus poderes, no se necesitaba más. De hecho, el logro fue encontrarles una identidad cinematográfica a unos personajes y una premisa muy redonda, adaptándolos de un medio al otro, sin necesidad de hacer del cine una historieta. Irónicamente, este panorama se dio vuelta, en gran medida, gracias a los mutantes; aunque esto le funcione a Disney, en los X-Men mientras más comiquera se pone la cosa, más la cagan. Primero con X-Men: The Last Stand (Brett Ratner, 2006), y luego con X-Men: Apocalypse (Bryan Singer, 2016). El problema no es el absurdo y el ridículo, es que el mundo de los X-Men ya tenía una identidad, identidad que Fox había logrado recuperar en X-Men: Days of the Future Past (Bryan Singer, 2014), identidad que tiraron por la borda con X-Men: Apocalypse, que quiso ser Avengers y la cagó. Después los ejecutivos de Fox dijeron “vamos para el otro lado. ¿Viste las de Batman de Nolan? Es por ahí. Llamámelo a Hans Zimmer para la música.”
Vieron la oportunidad de, ahora sí, “hacerla seria”. Afuera esa trama de la cura, vamos a todo Fénix, y que convivan la versión del trauma/mente liberada con la Fuerza Fénix bien cósmica y espacial. Nada de relacionarlo con Apocalypse para darle cierto valor, al menos (como bien supo hacer Deadpool o Logan con X-Men Origins: Wolverine, invicta aún como la peor de todas). Ahora sí, todo enfocado en Jean Grey (Sophie Turner). Pero esa centralidad es mentirosa, porque nunca está desarrollada su opresión, ni el lado oscuro de su poder, ni el placer que le causa abusar de él, ni el temor a destruir a los que ama (la relación con Scott/Cíclope bien-gracias, como siempre, reducida a la mínima expresión).
El personaje apenas va de un lado al otro sintiéndose mal porque una fuerza cósmica la hizo matar, como cuando era chica y mató sin querer a la mamá. Pero esto es puro pretexto narrativo, ya que otra vez -como todo desde el soft reboot de X-Men: First Class (Matthew Vaughn, 2011)- todo gira en torno al ya gastado conflicto ideológico/personal entre Xavier (James McAvoy) y Magneto (Michael Fassbender). Acá Xavier, más forro que nunca, sería “responsable”, digamos, porque le borró el trauma de matar a la madre y le ocultó que su padre estaba vivo pero no la quería ver. El melodrama poco se ajusta al conflicto entre mutantes y humanos, y a un Xavier con el ego inflado, arriesgando la vida de sus alumnos con tal de caer bien a una humanidad que nunca los va a aceptar (quizá lo más interesante de la película, como planteo, pero que no pasa de este punto).
Hay ideas, pero flotan en el espacio, y no terminan de sumarse entre sí para conformar un argumento sólido, ni siquiera una construcción emocional que no sea otra cosa que una tristeza impostada.
Los X-Men, en su mundo cinematográfico, no necesitaban la fuerza cósmica para tener una trama interesante sobre el oprimido que se pasa de rosca cuando tiene poder.
Menos necesitaba de extraterrestres.
Que haya extraterrestres es una revelación enorme para un mundo que ya tiene otra especie consciente en el planeta y todo un conflicto al respecto. No podés traer una especie más, tirarlo como si nada, como si fuera re lógico, y que no tenga ni una sola repercusión sociopolítica en una serie de películas acerca de las repercusiones sociopolíticas de tener una especie más poderosa que la nuestra alrededor. O el tema se hace redundante, o le buscás una vuelta. El ridículo le hace bien a la serie, incluso la presencia de ciertas inconsistencias, pero la falta de criterio, o peor, la pérdida de identidad, es lo que más daño le ha hecho.
Un ejemplo claro de esto es que a los aliens los matan como si nada, como si fuera copado matarlos, perdiendo todo el eje de la propia serie. Obvio, se puede alegar defensa propia. Pero aun así, la problemática está, y al menos Nightcrawler (Kodi Smit-McPhee) debería haberse planteado cuán bien estuvo eso de matar con placer seres diferentes a él. ¿Cuán mejor que los humanos odiando mutantes fue al hacerlo?
Y los humanos, que parecían tener una buena relación con los mutantes -siempre enunciado, apenas visto en articulación con la historia más allá de un premio que le dan a Xavier para insistir con su vanidad-, solo necesitaban de un patrullero atacado para cortar toda relación con ellos. Ahí se ve que estaban re listos para apresarlos y hasta collares inhibidores de poderes tenían. Lo que no está mal a nivel argumental, pero mostrá una escena, por lo menos, con los humanos siendo desconfiados de antemano.
Mostrá, en realidad, que te preocupa lo que estás contando.
Porque lo que X-Men: Dark Phoenix necesitaba era eso, que no se sintiera como que Fox tiró la toalla ahora que Disney los compró y Marvel recuperó los derechos. Necesitaba -al menos- que se sintiera como una despedida digna, no como un especial de tele con unos pibes intentando imitar a unos personajes buenísimos de una serie de películas de hace como 20 años atrás.
Necesitaba algo que encendiese la chispa, “vida y fuego encarnado” como dice Fénix al definirse, no algo que reafirmara la noción de que estamos ante una reliquia, o peor, una película que ya estaba muerta incluso antes de estrenarse.
Pero bueno, hay esperanza: no es la primera vez que los X-Men mueren, tan solo para renacer de sus cenizas una vez más.
Calificación: 5.5/10
X-Men: Dark Phoenix (Estados Unidos, 2019). Dirección: Simon Kinberg. Guion: Simon Kinberg, John Byrne, Chris Claremont, Dave Cockrum, Jack Kirby, Stan Lee. Fotografía: Mauro Fiore. Montaje: Lee Smith. Elenco: Sophie Turner, Jennifer Lawrence, James McAvoy, Michael Fassbender, Nicholas Hoult, Jessica Chastian, Evan Peters. Duración: 113 minutos.
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