En el mundo real hay que tomar decisiones horribles.
Ultrón
No solamente el mainstrean destruye a mansalva. Werner Herzog arrojó un barco por una colina en medio del Amazonas y Andrei Tarkovski incendió un caserón, no le gustó como salió la toma y mandó a repetirla. La gran diferencia entre la destrucción del mainstream y el cine de autor es que en los autores la destrucción es irreversible. Y siempre provoca una respuesta. Es un estímulo demasiado fuerte y transitivo como para que el personaje no acuse recibo y se mantenga incólume o indiferente frente al destrozo. Siempre hay una reacción interna ante el estrago. No se puede quedar inerme -no es una posibilidad- frente a la destrucción. Incluso provoca una especie de fascinación; es más, de esa sensación bebe el cine de Catástrofe, por eso funciona ese género. La abolición de arquitecturas, de armazones, de columnas, es concebida con una seriedad extrema por el autor. Diría, incluso, que con dolor. El autor sabe que la destrucción es tan demiúrgica como la creación. Por el contrario, en las películas de superhéroes todo se puede deshacer, no sólo destruir. Los héroes pueden resurgir, no hay fatum, no hay horror vacui, se destruye y se rearma con igual facilidad. ¿Cuántas veces más van a hacer añicos la mansión de Tony Stark? Hay una gran diferencia entre la toma de la destrucción del cine de autor y la reconstrucción digital que hace el mainstrean de la destrucción. No hay religio en el cine mainstream. No hay actitud de sigilo, de contrición, de sumo terror o respeto, frente al estropicio y la debacle. El cine mainstream se pierde muchas cosas, las pasa por alto, porque sencillamente no las considera.
El mainstream funciona como una especie de inconsciente colectivo, que se piensa y autoreflexiona a pesar de sí mismo, porque el mainstream, antes que nada, está muy preocupado por callar, por anular y desactivar posibles entreveros. Y esa prerrogativa absoluta del mainstream repercute en su narrativa: al mainstream le cuesta horrores tensionar su relato, por eso se devana entre el fuego de artificio y el golpe de efecto, no más que eso. La lasitud del mainstream radica en esa relación dada de antemano y afecta incluso la relación corporal, quinésica, entre el actor y el set. En ese sentido, en este tipo de cine es imposible que exista una actitud de religio, de suma contemplación, con la acción inminente. Nunca me interesó la coreografía de la destrucción que ejecuta el mainstream, me preocupa el gesto inicuo con la que se la orquesta. Esa misma actitud relajada y desinteresada de Robert Downey Jr. y de Samuel L. Jackson en cada una de sus apariciones –es difícil nominarlas como actuaciones- son claros ejemplos de esa lasitud. Sin tensión jamás se va a celebrar el rito del compromiso. De ahí que ningún personaje exhiba algún tipo de misterio o grandeza. En sí, ninguno tiene grandeza. Están lejísimos de la épica y la epopeya.
La guerra es sociohistórica o es mítica. Siempre que se pelea, se pelea por algo. En Los vengadores la guerra es lúdica y deshumanizada, que no inhumana. ¿Contra qué luchan y por qué luchan los vengadores? Decir que luchan contra sí mismos sería dotarlos de una grandeza inmerecida. Pero digamos literalmente: los vengadores luchan contra un invento fallido del díscolo Tony Stark. Pero como el maintream simplemente no puede narrar esto, se añade una justificación (el preludio de la película) que queda como un epílogo yuxtapuesto, un añadido innecesario al relato. El villano de Hydra juega un papel de chivo expiatorio de todo el relato. Es el falso culpable de toda la película. Porque, aunque en Los vengadores se pasan el día hablando de la guerra, hay una precaución por descontextualizar y neutralizar la guerra, que es humana y surge de miserias bien concretas. Todas las películas de Los vengadores tienen como eje narrativo a la guerra, pero quieren quedar eximidos de las causas y las consecuencias, de la coyuntura y del contexto, de la sangre, la mugre y la mierda. El comic logra establecer un verosímil próximo al mito pero el cine, debido a su mecanismo estético, es un peligro para quien quiera aprovecharse de un tema sin que comparezca también su contexto. En cine, el que quiera extraerle el jugo a un tópico tiene que estar dispuesto a bañarse en él.
Esa falta de compromiso y elusión voluntaria del espacio sociocultural presente, del marco y el contexto de la guerra, obliga a los vengadores a incursionar en situaciones tan ridículas como injustificadas por el propio verosímil del relato, como por ejemplo cortar leña para nada: en un momento de la película, el Capitán América y Tony Stark charlan mientras hachan troncos que no van usar y que no tiene sentido que estén ahí, ¿para qué cortan leña? Es una acción ridícula que sólo se justifica por la demanda rítmica del relato que exigía un espacio exterior/día y un momento de distención, pero con acción física. La solución fue ponerlos a hachar. O el encuentro de Tony con Nick Fury adentro de un granero con el pretexto de reparar un tractor de tecnología prehistórica pero de una estética melanco y cálida, ¿qué hace ese tractor ahí?
Toda la escena de la casa de Ojo de Halcón es espantosa. Allí los héroes lastimados van a curar sus miedos. Otra necesidad rítmica del relato. Están inestables y necesitan de un lugar tranquilo para reponer el equilibrio mental, reagrupar fuerzas y ordenar las ideas, pero ninguno de los miedos de los vengadores se siente como real. La distención de la relación con el entorno conlleva a que la tara del héroe no sea ni física ni visible sino interna, onírica e inconfesable. Ninguno de los superhéroes puede expresar externamente en una situación concreta o una acción definida su peripecia interior. Esa procesión interna, ese conflicto presuntamente irresoluto, no replica ni se desarrolla en la línea narrativa sino que permanece aislado y cerrado en sí mismo como un gag físico poco ingenioso que nada tiene que ver con la trama.
La vulnerabilidad del héroe es entonces interna, un trauma que no expresa síntomas historizables, pasibles de encadenarse a la línea de tiempo narrativa e histórica para que, de ese modo, puedan repercutir en la situación presente del héroe. El trauma no es otra cosa, entonces, que un golpe que saca momentáneamente de combate al superhéroe y da respiro al espectador y al villano. Si la guerra fuese un tópico tratado desde el mito o el tiempo histórico, el trauma podría suturarse en cicatrices palpables en el relato, el héroe quedaría verdaderamente herido y su herida sangraría sobre el contexto y no en la intransitiva materia del sueño individual.
Únicamente heridos en sueños o en su propia imaginación, estos héroes hiperbólicos representan mejor que nadie el narcisismo incuestionable que propone el mainstream como arquetipo heroico. Un sujeto indiviso, sin estrías ni fracturas, aislado de un contexto al que sencillamente se impone y sobrepasa. Nadie representa mejor que la figura del superhéroe al starsystem de Hollywood. Una vez que se accede a esa elite inverosímil y suprahistórica, los antecedentes de clase, las rispideces psicológicas y el prontuario vital y cotidiano quedan expulsados para siempre. Un actor de Hollywood dice que antes de poder actuar tuvo que trabajar como si ese pasado fuera un via crucis que lo condujo a la inmaculada redención del fulgor del starsystem. El héroe (y el actor) nace de nuevo y, en ese renacer, emerge sin contradicciones, diamantino, impoluto de las fricciones de cualquier clase social. Es, con toda la fuerza del símbolo, una estrella. Y nosotros nos rendimos ante ellos.
Avengers: Era de Ultron (EE.UU., 2015), de Joss Whedon, c/ Robert Downey Jr., Scarlett Johansson, Chris Hemsworth, Mark Ruffalo, Chris Evans, 141’.
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