Por Marcos Vieytes.
Aquí pueden leer un texto de Santiago Martínez Cartier sobre la película.

La superproducción contemporánea pertenece, en líneas generales, al macro género bélico. Es cierto que muchas de ellas, por no decir la mayoría, toman elementos del terror y la ciencia ficción, cuando no escenifican un sin fin de mundos míticos que funcionan como réplicas más o menos transparentes del nuestro, pero el ánimo guerrero, y en más de una de ellas el marco de la guerra abierta o de guerrillas, es afín al conjunto. Para la mirada más desprevenida, son divertimentos de grandulones (hijos y nietos bastardos de los creadores de La guerra de las galaxias que, en este caso,  encuentran el mal y la aventura en el abismo oceánico en vez de expandirse a la conquista de las estrellas) que disponen de la más fascinante juguetería del universo bajo la supervisión de la oficina de enlace de Hollywood con el Pentágono (autora del manual A Producer’s Guide to U.S. Army cooperation with the Entertainment Industry), y la usan como las viejas generaciones usaban los soldaditos y las nuevas, la consola. ¿Hay cosa más aburrida que la guerra cuando es tomada por el cine mainstream y simplificada para hacerla parecer un deporte?
Titanes del Pacíficoes otra película de guerra más (en un mundo que ha incorporado al estado de guerra como elemento constitutivo de la cotidianidad), otro hipertrofiado espectáculo para el adulto precoz y el pendejo letárgico que el aparato corporativo multinacional impone todos los días, la publicidad expande, y los reseñistas de los diarios celebran con mayor o menor complacencia porque, naturalmente, trabajan de eso. Aprecio bastante las películas de Guillermo del Toro (su dirección hace que esta no se estanque, el tiempo no pese, y todo sea inteligible, entre otras cosas porque no es nada complejo, ni tampoco se propone serlo), pero la parábola de su carrera sigue siendo descendiente, aún sin haber alcanzado nunca alturas demasiado elevadas. Sin embargo, de Cronos y El espinazo del diablo a esta última, pasando por la magnífica Blade 2, continua la progresiva deshumanización y desmaterialización de las imágenes, por más que sea uno de los directores de tanques que más consciente está de ese proceso y mejor resistencia le opone desde adentro de la propia lógica, además del que más ama los chiches de lata así como las viejas tradiciones de cine fantástico berreta, al modo del Godzilla japonés original de posguerra, cuyo sólo recuerdo tiene más volumen que el 99% de las boludeces virtuales que vemos semana a semana.

Pese a ello, lo simpático no quita lo insustancial. El sustrato grotesco de los gustos del mexicano sigue siendo domesticado por el orden industrial de la maquinaria mainstream, que aquí no deja demasiado lugar ni para la comedia idiota -no ya para el sentido del humor- ni tampoco para lo siniestro, que sólo asoma en la secuencia del trauma, cuya potencia delata lo mucho más significativo y rentable en cuanto a sentimientos que resulta ser el viejo imaginario de monstruosidades interiores en comparación con la serie de monstruos de diseño que desfilan ante nosotros como lucianasalazares clonadas en una pasarela. Antes, por lo menos, el monstruo solía objetivar fantasmas psíquicos con relieve metafísico que aquí casi brillan por su ausencia, desplazados por otros de cuño sociológico y geopolítico, hasta cierto punto más que interesantes para el análisis (el escenario de lucha del Pacífico como reflejo de la creciente importancia de ese océano como zona de comercio, el modo de vida occidental amenazado por entidades deformes que atacan aparentemente sin orden, la simpatía hacia la vieja energía nuclear tratada con nostálgica reminiscencia del orden mundial previo a la caída del Muro de Berlín, el rol subalterno dado a Rusia y China en el reparto de heroísmos), pero bien poco estimulantes e incisivos para la experiencia dramática, menos aún para la trágica.
La dimensión sonora de la película es mala, o, más que mala, efectiva y maquinal hasta el desdibujamiento del oído del espectador. Mala es la musicalización, monótona como las de todas estas mastodónticas ‘batallas en el cielo’ (para citar al otro mexicano famoso que estrena película –Post Tenebras Lux– esta semana, también con monstruo, si no diablo, incluido), que trae a la memoria el tino y la emoción con que supo usarla del Toro en El espinazo del diablo, cuando el fantasma de Luppi defendía el orfanato escuchando vinilos de Gardel. ¿Qué sobrevive en Titanes del Pacífico de ese magma cultural latino del que proviene el director? Quizás cierto lavado –y larvado- catolicismo de la demonología en la que se inspira el arte de una de las últimas bestias, no por marítimas menos infernales, que por un segundo –y gracias a Santiago Segura- permite  pensar más en el Alex de la Iglesia de El día de la bestia que en el Peter Jackson de El Hobbit. El mal gusto que solía tener en sus inicios el neocelandés, lamentablemente, tampoco enchastra el paisaje digital. Nada como el protestante industrialismo gringo para sanear el intestino grotesco, o la cadena de montaje taylorista para neutralizar su liberadora irregularidad (ni el casi cameo de Ron Perlman es capaz de invocar aunque más no sea la sombra falible y querendona de Hellboy). 

Párrafo para (espectadores) críticos. El mainstream es un monstruo grande y pisa fuerte. Puro acontecimiento multimediático y extremada, por no decir exclusivamente sensorial, se lleva todo puesto a su paso, incluso la posibilidad de que el espectador interprete y signifique la estructura dramática, en ocasiones compleja, que lo cobija. De allí la necesidad, por no decir el deber, de los críticos de analizarlo en lugar de simplemente celebrarlo. Porque el mainstreamactual no ocupa, además, un lugar idéntico al de las películas del Hollywood clásico. Su alcance masivo y su poder transnacional son mucho mayores que los de aquellos, así como el potencial significante de unas ficciones cada vez más virtuales. El análisis del crítico de cine, entonces, tiene que venir a parar la pelota a lo Riquelme en vez de hacerla circular cada vez con más velocidad y eficacia a lo Messi. El crítico que ante un mainstreamhace la de Messi en vez de la de Riquelme, no es un crítico, sino un publicista, por brillante y lubricada que pueda ser su escritura. Hace la fácil, en tanto irreflexivamente gratificante, pero eso ya lo hizo, y mucho mejor, la película, que además lo hizo primero y fue concebida para eso. El crítico que no para la pelota ante un mainstream, que no intercepta la reacción refleja del espectador ante el espectáculo, que no erosiona el culto, no es un crítico, sino un cómplice. Esa función, digamos que iconoclasta, es la función del crítico ante cualquier película, pero ante un mainstream contemporáneo esa función es, por añadidura, un deber, no porque haya que luchar contra el imperialismo estadounidense, sino contra el imperialismo perceptivo de artefactos tan prepotentes que ocultan, incluso, la estructura de su propio funcionamiento (así como, en el otro extremo, es preciso estar atento a los cada vez más habituales productos ‘artísticos’ consensuados por el mercado de festivales y la crítica cortesana). No hay que montar la ola del mainstream, sino construir un dique para que se estrelle aún cuando lo más probable sea que nos lleve puestos, incluso si la película en cuestión nos gusta mucho, y no hay heroísmo alguno en esto, sino fidelidad a la naturaleza crítica, que cumple con su razón de ser sólo cuando es capaz de pararse ante un objeto de tamañas proporciones y ponerlo en crisis en vez de inflarlo.

Titanes del Pacífico (Pacific Rim, EUA, 2013), de Guillermo del Toro, c/Charlie Unnam, Idris Elba, Rinko Kikuchi, Ron Perlman, Santiago Segura, ‘131.

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