Cuando un crítico de cine se encuentra frente al estreno de una opera prima, suelen presentársele una serie de planteos que tienen que ver, sobre todo, con el modo en que la película va a ser abordada y con lo que se va a decir de ella. Por un lado existe la posibilidad de que, al tratarse del primer ensayo, del primer intento por decir algo, el crítico tienda a señalar o analizar la película con cierta benevolencia, dejando pasar acaso algunas posibles fallas, algunas decisiones que considere desafortunadas, adjudicando esas falencias, tal vez, a la prisa y a la vehemencia propias de la juventud y la inexperiencia del director debutante, cosa que no sucedería si se tratara de directores con una obra más vasta o más consolidada.
Por otro lado, bien se puede abordar la película como lo que es (o se supone que debe ser), una obra en la que el realizador intenta dar cuenta de su visión del mundo, de cierto estado de las cosas, de cierta trascendencia, buscando en su forma la justificación del lenguaje elegido. El cine argentino abunda en grandes operas primas, y como prueba basta con mencionar el debut de Pablo Trapero, Lucrecia Martel o Fabián Bielinsky, con películas que en su momento fueron muy celebradas pero no por eso menos discutidas. En lo personal, creo que el crítico debe ser, ante todo, sincero consigo mismo, poner en tensión y cuestionar sus propias ideas y dejar de lado el gesto muchas veces canchero y caprichoso de defender o denostar una película sólo por ir contra la corriente, así se trate de una producción local independiente o de un producto extranjero con gran consenso. Así sea la primera o la décima película del director en cuestión. La evaluación es inevitable, y las películas son buenas o malas. Escribir sobre cine es escribir sobre el propio gusto.
Pero también el acto de filmar es una forma de exponerse y de dejar en claro ciertas preferencias. Con Errata sucede algo de esto. La primera película de Iván Vescovo se pierde en la superficialidad del laberinto que en un principio propone y pretende ser, para terminar convirtiéndose en una enumeración de gustos y tradiciones adquiridas. El blanco y negro de la imagen remite a la estética de Invasión; también hay por ahí un teléfono negro similar al que usa Don Porfirio en dicha película; incluso la ciudad que se muestra en Errata bien podría pensarse como una inversión similar a las hechas por Hugo Santiago o Borges, uno en su primera película, el otro en el cuento La muerte y la brújula, haciendo de Buenos Aires un entorno fantástico (Aquilea), un suburbio extraño y desolado que bien puede ser Dublín o París, pero que nunca deja de reconocerse como tal, si no fuera por algunos detalles que vuelven la trama inverosímil, como se ve en la escena dentro del bar Kilkenny, habitualmente transitado por ciudadanos de clase media y cultores del after hour, y convertido aquí en un bar de mala muerte, en un antro denso y oscuro. Vescovo lo filma así y uno se dispone a creerle, pero la etiqueta con el nombre del local que se ve y se lee con claridad, pegada sobre uno de los dispenser de la barra, nos recuerda que ese lugar no es, no puede ya ser, otra cosa que el bar Kilkenny tal como se lo conoce en la actualidad.
Los nombres de Borges y Bioy Casares aparecen a través de cuadernos y libros mostrados en primer plano. El personaje interpretado por Arturo Goetz, un viejo librero de nombre Oribe, vive encerrado custodiando una edición defectuosa de El jardín de senderos que se bifurcan. Por ahí también se menciona el nombre de Lonnrot, protagonista del cuento de JLB citado más arriba. Se muestra un libro con pinturas de Magritte y se habla de Alfonsina Storni. Menciones, todas estas, que se quedan a mitad de camino, que no van más allá del plano de la enunciación, que no adquieren mayor profundidad ni generan otro tipo de sentidos que puedan ayudar a la construcción de una historia más compleja.
El problema del laberinto que propone Vescovo es que carece de centro y, por lo tanto, de salida. Para Borges, la salvación estaba allí donde el universo podía ser concebido como tal, donde éste revelaba su estructura, su centralidad, lo cual permitía aventurar una posible salida. En Errata el sendero se bifurca hacia callejones que no desembocan en ningún lado, que se pierden en la oscuridad intrascendente de la propia textura de la película.
Vescovo prioriza la evidencia del procedimiento formal por sobre la historia que quiere contar: mueve la cámara todo el tiempo, corta, funde a negro, deja que la luz pegue de lleno sobre el lente -buscando la extrañeza del plano-, pero, sobre todo, se encarga de dejar en claro su presencia detrás del aparato, su control del espacio y de cada situación, lo cual atenta, como se dice en el film, contra la idea misma de la errata: una equivocación, involuntaria o no, que al materializarse produce un nuevo sentido.
Tal es la rigurosidad de lo que se filma en Errata, y tal el temor a equivocarse, que los propios protagonistas, y más que nada Alma, el personaje interpretado por Guadalupe Docampo, se encargan a cada rato de explicar el armado de la trama, nos habla de historias no lineales, de idas y vueltas, de comportamientos inestables, de vidas erráticas. Lo que dicen los personajes es lo que vemos. Alma dice todo lo que la película es.
El mayor problema de Errata, entonces, radica en la elección formal por parte del director, de filmar un espacio conocido que nunca termina de subvertirse, un camino seguro que evita todo tipo de riesgos, olvidando, acaso involuntariamente, que el cine suele encontrar su fascinación allí donde las imágenes adquieren un carácter provisorio e inestable, pero fundamentalmente, y por sobre todas las cosas, un sentido de autonomía y libertad.
Aquí puede leerse un texto de Gabriela López Zubiría sobre la misma película.
Errata (Argentina, 2013), de Iván Vescovo, c/Nicolás Woller, Guadalupe Docampo, Claudio Tolcachir, Vanesa González, Martín Piroyansky, Boy Olmi, 78’.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: