Por Nuria Silva.
Decir que se terminó el BAZOFI es una expresión meramente simbólica porque, al contrario de otros festivales, este no es un evento que se realice anualmente. “Cuando tenemos ganas, pinta un BAZOFI”, aclaró Peña en varias oportunidades. La segunda mitad de esta primera entrega del 2013 estuvo repleta de sorpresas. La primera fue que las proyecciones contaron sólo con la presencia de Fernando Martín Peña, y desconozco los motivos de la ausencia de Manes. Esto no fue impedimento alguno para que las presentaciones mantuvieran el humor que las caracteriza. La segunda gran sorpresa fue la convocatoria que tuvo la primera película proyectada, Cabezas cortadas (1970) de Glauber Rocha. Una vez más fue necesario agregar sillas debido a la gran confluencia de público. No es el que director no se lo merezca, todo lo contrario, pero para ser sincera no imaginaba que fuera a tener tanto éxito, asombro que se extendió a los propios organizadores. Mientras hacía la presentación, Peña anunció que, a partir del próximo fin de semana, vuelve Filmoteca en vivo (también en la ENERC y con entrada gratuita), con un ciclo especial dedicado a Boris Karloff. “¿Cuántos de ustedes conocen a Karloff?”, preguntó. Mucho menos de la mitad de la sala levantamos la mano. Imaginen mi sorpresa. Ni les cuento la de Peña. Antes de que empezara la proyección, unos chicos que se estaban sentados a mi lado comentaban que nunca habían visto nada de Rocha. “¿Y cuántos de los presentes ya lo conocíamos?”, pensé. Me asumo como parte de los que no, más allá de su nombre. Cabezas cortadas es increíble, y me resulta muy difícil describirla a grandes rasgos. Si alguien me hubiera dicho tiempo atrás que no me iba a embolar con una película que consiste en el montaje de planos secuencia largos, no le hubiera creído. Con una puesta sumamente simbólica, se delinea la compleja relación entre España y América, la colonización, el delirio del poder, la demagogia y tanto más, y con tanta poesía. Francisco Rabal en su papel de dictador, de rey loco, es fascinante desde el comienzo, cuando se nos presenta sentado atrás de un escritorio, hablando por dos teléfonos, uno en cada oreja, exhibiendo la bipolaridad del personaje.
Para la segunda jornada no cesaron las sorpresas. ¡Qué deslumbrante es ver un western de Jacques Tourneur! Al menos para mí, tan acostumbrada a su terror en blanco y negro. En Amanecer sangriento (Great Day in the Morning, 1956) rebosan los colores y las texturas. Tal vez la única contra fue que se proyectara doblada al español. Pero esta particularidad, lejos de molestarme, me introdujo en una suerte de viaje en el tiempo hacia mi infancia, cuando mi cinefilia se estaba formando inconscientemente a través de las trasmisiones televisivas de la tarde. Encima un western, ese género que siempre se me hizo tan de niños jugando a buenos y malos, aun cuando el trasfondo político de la trama sea complejo y delicado. La película integró el foco ‘Películas que quiere ver Curubeto’, crítico admirador de Tourneur, y autor de Babilonia gaucha, libro por el que Chris Fujiwara lo consultó mientras escribía su Jacques Tourneur: The Cinema of Nightfall. Pero Curubeto no sólo quiere ver películas. Según dijo mientras acompañaba a Peña en la presentación, también desea formar una banda punk, Curubeto and The Molesters, en honor a la segunda película proyectada. Los que ofenden al sexo (1963) fue el título que recibió en nuestro país cuando se estrenó (el mismo señor que describió a Ilsa, la hiena del harénnos contó que fue a verla por aquel entonces), a.k.a The Molesters. El original es impronunciable e imposible de transcribir. Falso documental mondo de origen suizo, más gracioso que ofensivo, sensacionalista y algo reaccionario, especialmente por la forma en que expone a los homosexuales como corruptores de niños. Dirigido por Franz Schnyder, es un compendio de distintos tipos de crímenes sexuales que nos convirtió a nosotros en peeping toms durante su hora y pico de duración. La única escena fuerte (y hasta ahí nomás) de toda la película es una intervención quirúrgica, específicamente una castración, en primer plano. Con una estructura narrativa antojadiza, la segunda mitad muestra una intención más dramática que la primera, con un relato final que parece una parodia involuntaria de Lolita.
Después siguió El hombre que cayó a la tierra (1976), de Nicolas Roeg. Preciosa elegía interplanetaria en la que David Bowie interpreta a un extraterrestre –igual ¿quién duda de que el tipo es de otro planeta?- que llega a nuestro planeta en busca de agua para salvar a su mujer e hijos, meta a la que nunca logra arribar, lo que deriva en un final (en un último plano) solitario y melancólico. Pese a su alto vuelo experimental, este tipo de cine era el que integraba el mainstream de la época. Una película como esta hoy no estaría respaldada por las grandes productoras y, tal vez, ni siquiera la estrenarían. Para cerrar la jornada, Todos los colores de la oscuridad (1972), de Sergio Martino, con la diosa Edwige Fenech, musa que aparentemente alimentó más de una fantasía de los anfitriones, y que solía protagonizar comedias italianas “que hacen que las de Olmedo y Porcel parezcan guionadas por Luis Buñuel”, según Peña. ¿Giallo? No. ¿Terror? Tampoco. Podría definirla como un thriller psicológico con tintes oníricos que gira en torno a rituales satánicos y magia negra, bebiendo bastante de El bebé de Rosemary(1968) de Roman Polanski, aunque con todas las características del cine italiano clase B de la época, con más cuerpos femeninos voluptuosos y desnudos que los de costumbre. Es la segunda película de Martino que veo en la que Fenech queda atrapada en una cocina cerca del final, aunque corriendo mejor suerte que en El extraño vicio de la señora Wardh (1971).
La última jornada fue una locura de principio a fin. Antes que nada quiero anunciar que tengo un nuevo amor cinematográfico: el Dr. Phibes. No había visto ninguna de las dos películas dirigidas por Robert Fuest y no entiendo cómo, teniendo en cuenta mis preferencias cinéfilas. Proyectaron la segunda, Dr. Phibes vuelve de la tumba(1972), simplemente porque no tienen la primera. ¿Y qué? La diversión estuvo igualmente asegurada. Película de terror con grandes cuotas de humor absurdo, nonsense británico y una puesta en escena camp, que formó parte del foco ‘Vulnavia’, facebookiano seudónimo del crítico y escritor Diego Trerotola. Los personajes de Vincent Price suelen ser inolvidables, pero verlo comunicarse mediante ese artefacto bizarro conectado a su cuello y comiendo ¿por la nuca? ¿por el costado derecho del cuello? hizo que me enamorase inmediatamente de su apasionado y, por qué no, romántico personaje de científico loco. También me enamoré de la eterna, hermosa y servicial Vulnavia (Valli Kemp), siempre a su lado para ayudarlo a volver a la vida a su amada Victoria, que yace dentro de un cajón de cristal como si se tratase de una versión moderna y gótica de Blancanieves esperando un beso resucitador. ¡Y qué final! Con Phibes alejándose a bordo de una barca junto al cuerpo de su esposa cantando Over the Rainbow. Para terminar con este primer BAZOFI del año, Performance (1970), de Donald Cammell y Nicolas Roeg, película con todo el espíritu experimental de la época que no llegó a estrenarse nunca en nuestro país, pero cuya distribución en Estados Unidos, Suecia y Alemania estuvo a cargo de la Warner Bros. James Fox interpreta a Chas, un matón que por razones de fuerza mayor tiene que mudarse a una casa donde viven un grupo de bohemios: Turner (jovencísimo y apetecible Mick Jagger), Pherber (Anita Pallenberg), Lucy (Michele Breton), preciosas e igualmente apetecibles, y Lorraine (Laraine Wickens), pequeña y misteriosa nínfula que aparece y desaparece de la historia como por arte de magia. Con un montaje disruptivo y arriesgado, la película se desarrolla en una atmósfera inicialmente violenta y luego fuertemente psicodélica. Locura, amor libre, sexo, drogas, rock and roll y Borges como una bala directa al cerebro.
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