A inicios de los años 40 emerge con fuerza -no obstante los ataques de los que es objeto por parte de la crítica que se mueve las banderas del realismo- un grupo de obras que son definidas inmediatamente y etiquetadas como ‘caligráficas’. Un juicio restrictivo y negativo, casi una marca de descrédito, que ha pesado por largo tiempo y en modo injusto sobre obras y autores. Un juicio que parece dirigido también hacia los frutos del trabajo y de las capacidades alcanzadas en el Centro Sperimentale y en Cinecittà. Las obras de un grupo de directores en sus inicios -Mario Soldati, Luigi Chiarini, Renato Castellani, Alberto Lattuada, Ferdinando María Poggioli, Lugi Zampa- exhiben su cultura literaria, figurativa y cinematográfica: No tienen, al menos en apariencia, intenciones ideológicas fuertes ni fines pedagógicos. Pero son sostenidas por una fuerte tensión ética, por la voluntad de afirmar a toda costa la autonomía expresiva del cine, el primado de las funciones estéticas y, al mismo tiempo, el vínculo del cine con todas las artes. Si las referencias literarias comunes son las del área de la literatura del siglo XIX, que va de Fogazzaro a De Marchi, de la narrativa rusa a la francesa, lo que interesa a estos autores es lograr un estilo en el que sea posible ver la perfecta fusión y contaminación de los diversos lenguajes artísticos y expresivos y en los que la intención artística subyugue a todas las demás funciones posibles.
Cine que no tiene miedo de exhibir las fuentes cinematográficas y sostener la importancia de la relación umbilical con la literatura y la tradición figurativa. Cine de intelectuales, del que por otro lado no se reconocen actos significativos de adhesión o de subordinación o consenso al régimen y que piensan en una cinematografía capaz de confrontarse de igual a igual con las de los otros países. Este conjunto valoriza el trabajo de taller, los vínculos con la tradición artesanal que Cinecittà ha heredado. (…) Obras que desde el punto de vista moral oscilan entre los olores del incienso y agua bendita y los llamados del infierno y de la carne, desde el punto de vista figurativo toman a manos llenas del cine francés de Renoir, Carné, Feyder, Duvivier, del alemán y del norteamericano, y (…) mezclan la lección de los macchiaioli toscanos, los prerrafaelitas y los simbolistas con la del mejor cine europeo. (…)
Las extraordinarias cualidades formales, la perfecta metabolización del lenguaje cinematográfico, la búsqueda cromática en el blanco y negro en función expresiva y dramática, se vuelven, a los ojos de muchos críticos militantes, elementos negativos que deben ser tachados y condenados por su acción destructiva al interior del tejido neorrealista. Existe una discreta continuidad de juicio entre anteguerra y posguerra y existe sobre todo una prevalencia absoluta de las razones ideológicas sobre aquellas estéticas. Muchos de estos directores, que no tienen una neta colocación ideológica, se convertirán en blancos constantes en los años 40 y en el período de la guerra fría. Si bien la crítica no demostrará que aprecia sus cualidades autorales, así como la capacidad de traducir la cultura literaria en lenguaje cinematográfico y la asimilación creativa de las lecciones del cine alemán, francés, ruso y norteamericano, el público premiará estos filmes en diversas ocasiones precisamente por su capacidad de optimizar todos los elementos cinematográficos.
Entre los directores que debutaron en los primeros años 40, Alberto Lattuada siente la necesidad de mirar con optimismo la realidad de la Italia destruida sin renunciar a hacer sentir su cultura literaria y sus amores por el cine francés (…) y el expresionista. Cuando hace decir al sobreviviente de Il bandito (1947), interpretado por Amedeo Nazzari, «habrá que trabajar hasta el 3000», es evidente que ve abrirse hacia la Italia libre un nuevo cine que se deberá inventar y reconstruir por completo. Después de haber dirigido un film basado en D’Annunzio (Il delitto di Giovanni Episcopo, 1947) Lattuada realiza una de sus obras maestras, Il mulino del Po (1949), basado en la novela de Riccardo Bacchelli, film de gran ímpetu narrativo y épico y de afortunado encuentro entre los usos del neorrealismo y la tentativa de inventar una nueva iconografía que tenga en cuenta los conocimientos y las formas del lenguaje cinematográfico. En los años 50, después de Luci del varietà, dirigido en 1950 con Fellini, debe ajustar cuentas con las leyes del mercado y, al mismo tiempo, hacer emerger la componente de su mirada ávida de imágenes -al límite de la bulimia- capaz de observar cada mínimo elemento de la realidad con un ojo amoroso, de gozar de los dones de la juventud y la belleza, a menudo distribuidos con generosidad por la naturaleza. A este tipo de mirada úna otra para las figuras de ‘humillados y ofendidos’ que lo llevará a realizar Il cappotto (1952), otro punto elevado de su carrera. (…) Gracias a la componente erótica, que los productores alientan notando la rápida evolución de las costumbres, Lattuada realiza La lupa (1953) y La spiaggia (1954), que narran el amor pasión, historias de los prejuicios sociales reacios a morir también en la Italia que está corriendo hacia la modernización de las costumbres y modos de vida, y luego Guendalina (1957) y I dolci inganni (1960), sobre el descubrimiento del amor y de la sexualidad en los adolescentes. Quizás nunca se valoró suficientemente la cualidad de la escritura visual de Lattuada, su rigor compositivo, el dominio de todos los elementos, la capacidad de establecer una relación casi física entre la mirada de la cámara y sus intérpretes.
Fragmento de Guía de la historia del cine italiano.
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