Empezó el ciclo dedicado a Kaneto Shindo y Kozaburo Yoshimura en la Sala Lugones del Teatro San Martín con la proyección de una película de este último director, el desconocido de los dos. Corriente cálida cuenta la historia de un hospital. Hay varios personajes a su alrededor, pero esa institución es la obra que da sentido a la figura paterna de esta película, quien ya esta enfermo cuando empieza y sabe que necesita nombrar a un sucesor. El tiempo de la ficción es el del presente en que fue filmada la película, 1939, y hay una fascinante combinación de elementos tradicionales y modernos, materializada sobre todo en los vestidos tradicionales y los occidentales. Corriente cálida empieza con la cámara siguiendo a un auto y luego a las piernas de la mujer que baja de él. Durante alrededor de un minuto no le vemos la cara, pero notamos los efectos que causa su paso en las enfermeras del lugar y en algún que otro hombre. Las razones pueden ser varias: belleza, atracción, poder. Resulta ser la hija del director del hospital yendo a curarse una herida en la mano. Alrededor de esa herida circularán las idas y vueltas sentimentales de este drama cuyo componente melo esta mucho más atenuado que en el de las películas de Mizoguchi. Cuando el director del hospital se da cuenta que la vejez y la enfermedad ya no le permitirán continuar al frente, nombrará administrador a un hombre joven de clase social más baja, en lugar de a su propio hijo, quien no hace otra cosa que malgastar el capital de la familia sin ejercer la medicina. Hakibi hará su trabajo con astucia política, determinación para desalentar a los adversarios, honestidad financiera y eficacia sin alardes (esta fue la tercera película del director, de 28 años para entonces). Una enfermera a quien le pide que sea su informante se enamora de él, así como él de la hija del director, quien se ha comprometido con un médico que le curó la herida, arribista que niega haber deshonrado a una enfermera, pese al intento de suicidio de esta tras el despecho. Corriente cálida plantea una ética, antes que una erótica, de las relaciones amorosas, supeditando la pasión a principios de realidad social y psicológica. Al espectador no se le ofrece nunca el espectáculo del éxtasis, y solamente al final el del sufrimiento tardío de la protagonista, que no desarrolla. Los sentimientos son conversados y los vínculos, arreglados, ya no por los padres, sino entre las partes. El dolor de los personajes es igualmente inevitable, pero la película no lo celebra ni sublima.
Tampoco lo hace con la muerte. Cuando le acaece al director del hospital, uno se acuerda de esa formula bíblica usada para referirse al fallecimiento de los patriarcas: ‘murió viejo y satisfecho de días’. Sin deudas pendientes, sin quejas, sin angustia. No hay ritos religiosos, ceremonia fúnebre, ni adoración de antepasados. El moribundo apareció poco en cámara, así que no hubo tiempo ni posibilidad de encariñarse con él. Las menciones a su existencia no están cruzadas por el afecto, sino por el reconocimiento, y para ese entonces Hakibi ha tomado su lugar. La escena en la que muere no se demora. El viejo anuncia sonriente que se va a morir una vez que amanezca y pide quedarse solo. No quiere que lo molesten. Está en paz antes del último descanso. La hija se va y nosotros con ella. Corte a la mañana siguiente. La muerte es apenas un pájaro disonante y un llanto contenido. La siguiente elipsis dejará fuera de campo el duelo, semanas o hasta meses después de la muerte. Se acerca la boda de la hija comprometida con el médico arribista, pese al interés evidente de Hakibi y el parcialmente velado de ella. Algunos episodios amorosos subsidiarios precipitarán el encuentro -más o menos pleno, más o menos parcial- de cada uno de ellos con los sentimientos del otro y con los propios.
El plano dominante de la película es el general en interiores de los personajes sentados o parados, casi siempre charlando. Cualquier tipo de impulso o de emoción esta mediado por la palabra. Recortados contra una mayoría de planos largos, de vez en cuando se vuelve significativo el primer plano subjetivo de un objeto: el pie de un hombre entrando en el zapato, la mano de ese mismo hombre recogiendo los cigarrillos de la mesa al irse. La mirada deseante de una mujer le da forma a cada uno de ellos. No hay vergüenza ni exhibicionismo. La obsesiva mirada deseante se distingue del resto, pero luego de ese rapto, de ese breve aislamiento, vuelve a reintegrarse al todo del que es parte. El deseo aparece, fija su atención por un instante en el objeto, y luego la vida sigue. En la fugaz pero concreta concentración del encuadre, la cámara dio cuenta de la mirada de alguien que se detiene sobre algo que ya no es lo que era ni una cosa más sino la única, pero no se entrega a la fijación de esa mirada ni a su devenir en el interior de la conciencia, sino que lo ofrece como dato para la mirada analítica del espectador. Hay algunos gestos más de esa índole imposibles de olvidar, como el corte de plano que prolonga un abrazo entre dos amigas trasladándolo desde el interior al exterior de un edificio. Gesto de unión de los personajes y corte de montaje que lo extiende no irónica sino trágicamente, anunciando el desenlace junto al mar en el que ambas verán envueltas aunque una de ellas no esté allí.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: