León y Félix atraviesan el bosque en el auto de éste. El Mercedes brilla bajo la luz desigual que filtran los árboles. El camino es parejo y el entorno está despejado. El bosque es un lugar amable, lejano de aquel ámbito oscuro y amenazante, poblado de criaturas sobrenaturales que alimentaron leyendas y temores en la Edad Media. Lejano también de aquella fuente de ideas, sentimientos y emociones que el romanticismo encontró en su espesura. Fueron los románticos alemanes, antes y con más fervor que los franceses u otros miembros del movimiento, quienes rompieron las murallas de las ciudades, se lanzaron a los caminos, cruzaron el bosque, lo desmitificaron y crearon a partir de él un panteísmo laico, que uniformó al movimiento en torno al culto a la naturaleza y a una especie de vitalismo primitivo. El tiempo pasó, el romanticismo expiró formalmente durante las revoluciones europeas de 1848 pero, al menos en Alemania, subsistió desmigajado, atomizado y encarnado en artistas, filósofos y pensadores. Como una herencia de aquel romanticismo que lanzó a mujeres y hombres a bosques y caminos, aún hoy, todos marchan en Alemania, recorren sus rutas, suben a las montañas, cruzan el bosque. Con rigor marcial durante el nazismo, más distendidos luego. También los artistas; Leni Riefensthal dio forma a su mirada filonazi (ese romanticismo pervertido) participando del cine alemán de montaña. El primer Wenders filmaba a hombres y mujeres caminando por los campos en viajes sin otro destino que el mismo devenir. Werner Herzog –el más grande- recorrió los caminos, se sumergió en el mar, escaló montañas y, por supuesto, cruzó el bosque, empujado por la pulsión romántica.

Ahora es Christian Petzold quien se interna en la selva. Pero el bosque de Cielo rojo ha sido sometido y parece solo un lugar de tránsito. León y Félix lo cruzan despreocupados. Hasta que el Mercedes se avería. Puede suceder. Ni la implacable tecnología germana es infalible. Desde el momento en que los dos pasajeros bajan del auto, en que Félix va a buscar auxilio y León se queda solo, algo del pretérito carácter ominoso del bosque parece despertar desconfianza en él. Es entonces cuando comienza a manifestarse su temperamento hosco y aprensivo, la suma de actos neuróticos que componen su personalidad. El disimulado temor a toda forma de vitalidad que encubre su mal talante. No obstante cuando Félix regresa sorprende a León, lo abraza por detrás, después del susto inicial, León responde y los dos juegan rodando por el suelo en una lucha cargada de erotismo.

León y Félix se instalan en la casa de descanso de la madre del segundo, en el linde de la arboleda y cerca de la estrecha franja de arena y piedras frente al Mar del Norte que ellos llaman playa.

León es un escritor que quiere terminar su novela.Es huraño, gordo y solemne, vestido siempre de negro para camuflar un físico que carga con vergüenza y desagrado. Su hosquedad es inmune al escenario en el que está. En la ciudad o en el campo, es alguien siempre fuera de lugar. Félix, en cambio, es un mestizo vivaz, ágil y despreocupado que está desarrollando su temperamento artístico. La cabaña que ocupan podría ser la de Hansel y Gretel, sin  paredes de jengibre pero con todos los detalles del confort moderno. Allí también está Nadja, una invitada sorpresa. Invisible como un fantasma al principio, su presencia se manifiesta con carreras y risas primero, con la comida que deja lista sobre la mesa después, con gemidos de sexo paroxístico por la noche. “El infierno son los otros” podría decir León, a quien el disfrute sexual de su articular roommate atormenta, “porque necesita descansar para trabajar al otro día», o porque el deseo se ha despertado en él y no puede ni sabe cómo satisfacerlo.

Cuando Nadja, al fin, se materializa una mañana, integra también al grupo a Devid, su ocasional compañero de sexo. Triángulo de cuatro: Nadja, Devid, Félix y León, el ángulo imposible de esa figura, el que elige quedarse afuera, recelar, molestarse y molestar a los otros, que disfrutan de sus juegos triangulares, que se nutren del trabajo de sus manos, cocinando, reparando la casa, tocándose, mezclando sus cuerpos con un espíritu lúdico cobijado por el bosque. Mientras tanto, León no puede teclear una sola frase en su laptop. Porque León es o aspira a ser un artista. Tal como él lo entiende, un artista es alguien comprometido con su trabajo, desinteresado de todo lo que lo rodea. Tal vez se refleje en la tradición literaria alemana de los Thomas Mann o los Herman Hesse, escritores de ideas, cuyos libros se parecen a teoremas, creaciones de sus intelectos que luego tienen que demostrar en el desarrollo de sus textos. En todo caso a León le falta raciocinio para equipararse a esos modelos y le falta pasión para ser un escritor romántico. Su novela es leída y destrozada por Nadja, lectora inesperada y rigurosa. “Es una mierda” dice para que no quede lugar a dudas. Enseguida lo ratifica Helmut, el editor de León, que llega y transforma al grupo en quinteto.

Integración tardía porque mientras algunos retozan y otros padecen, el bosque arde. En la noche los amigos suben al techo y ven el cielo abrasándose sobre el bosque, con el esplendor rojo de un cuadro de Caspar David Friedrich. Es aquí cuando la engañosa construcción de comedia, inusual en Christian Petzold, comienza a girar en otra dirección y enfrenta a sus protagonistas al destino sacrificial que el director alemán reserva siempre a sus personajes. La fatalidad queda sellada cuando Nadja y Helmut recitan un poema de Heine (el poeta romántico nacional que canonizó la poesía alemana a partir del romanticismo) que habla de un pueblo de Yemen en el que “sus habitantes mueren cuando aman”.

El sacrificio está en el centro de la obra de Petzold. En Yella (2007), la protagonista homónima ha consumado su sacrificio último antes del comienzo de la historia. En Triángulo (2008), su versión de El cartero llama dos veces, el trío protagonista se consume en el sacrificio de uno de sus vértices, que termina arrastrando a todos. Bárbara (2012) elige su cruel destino socialista germano, para salvar a su paciente Stella, enviándola en su lugar a la utopía del Oeste. En Ave Fénix (2014), Nelly Lenz ha sido traicionada y entregada en sacrificio a la bestia nazi por Johnny, su marido. Su martirio es condición y signo del renacimiento colectivo. Algo parecido ocurre con En tránsito (2018), polisémica mirada sobre el pasado y la actualidad de Europa, al mismo tiempo que predicción sobre su futuro. Georg se sacrifica, por amor a Marie, de forma parecida a la de Bárbara. Undine (2020) trae al presente a una figura de la  mitología germana, la sirena, que mata a quien la ama y luego abandona.

Una mujer (Nina Hoss antes, Paula Beer en En tránsito y en Cielo rojo) es casi siempre la musa sacrificial de Petzold. Las inmolaciones de sus protagonistas expían penas colectivas, son metáforas encarnadas de la historia y el presente, son visiones oscuras del porvenir en las que sobreviven antiguos ecos paganos, latentes, como Undine, en lo profundo de la memoria colectiva germana. Nadja está en el centro de Cielo rojo, convocando al deseo, amparando, invitante o despectiva, omnisciente, fría o apasionada. Su presencia invita al juego del amor y propicia el sacrificio. Félix, Devid, León, Helmut giran en torno a ella. Como en el poema de Heine los que amen morirán. Los que subsistan, en cambio, serán capaces de sobreponerse a sus propias falencias y sacar de la tragedia la materia de su arte.

Mientras tanto el bosque arde. Consuma su sacrificio final tributando a una deidad materialista. Aquellos que amen morirán. A menos de que sepan detener el fuego.

Cielo rojo (Roter Himmel, Alemania, 2023). Guion y dirección: Christian Petzold. Fotografía: Hans Fromm. Edición: Bettina Böhler. Elenco: Thomas Schubert, Paula Beer, Langston Uibel, Enno Trebs, Matthias Brandt. Duración: 102 minutos.

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