Hasta hace unos años se podía dudar acerca de si el género fantástico, en general, y el terror, en particular, eran realizables en nuestro país. Hoy, desde hace -ya bastante- más de una década, podemos afirmar que sí, que sin duda se puede hacer, y de hecho se hace. Si se hace bien, o se hace mal, o cómo se hace, son cuestiones para discutir y plantear, pero lo que no se puede negar es el fenómeno como tal, sucediendo ante nuestros ojos. El terror local es un hecho, asentado y preciso, recortable y analizable. Hay un corpus, hay un acontecimiento y un devenir. Hay un movimiento. Sucede.

Lo cierto es que el fantástico en el cine argentino no es algo nuevo. No queremos hacer un repaso histórico per se, porque esto es apenas un acercamiento general, pero ya desde los años 30, con El hombre bestia (Soprani, 1934), que la cuestión está dando vueltas, está presente.  Romero, De Zavalía, Christensen, Soffici, entre otros, hicieron películas con muchos o pocos elementos de la iconografía del terror, la ciencia ficción, el thriller, la fantasía. Películas que, a su modo, se metían de lleno en estos terrenos. ¿Entonces, por qué ahora hablamos de fenómeno, de movimiento? ¿Cuál es la particularidad, más allá de su contemporaneidad? ¿Cuál es el recorte? ¿Dónde trazamos el comienzo de esta nueva ola de producción nacional de cine de terror?

El cambio de paradigma respecto a los modelos anteriores en la forma de abordar la producción de género se puede observar, ya con certeza, desde Visitante de invierno (Sergio Esquenazi, 2007). Esquenazi, como varios de “la movida”, comenzó su carrera filmando películas en el extranjero (otros como Demián Rugna, o Fabián Forte, realizándolas desde su barrio, pero para el exterior), para luego trasladar su producción a la Argentina. Pese a ese disparador, hay que considerar que recién a partir del 2010 la producción de cine de terror nacional se incrementó considerablemente, evidenciándose en las apuestas llevadas a cabo por el INCAA en términos de producción, en el proyecto Blood Window como canal de difusión del cine fantástico nacional (inaugurado en el 2012), y el auge del festival Buenos Aires Rojo Sangre. 

Dentro de ese circuito, la crítica en general ha mostrado su respaldo, y su público en salas se revela cada vez más comprometido  –dejando de lado los inconvenientes de nuestro cine nacional en lo que respecta a las etapas de promoción y difusión-. Sin embargo, como el cine de género depende de la serialidad para definir sus características y detenta apenas un máximo de ocho producciones anuales en el 2016, resulta todavía difícil determinar si hay, efectivamente, una identidad propia en este movimiento. Teniendo en cuenta que la tendencia es la de tomar ideas argumentales, tópicos e incluso vestuario y utilería propias del cine norteamericano (casi siempre de esa era dorada del género de los 70/80), que intentan funcionar en un relato argentino del siglo XXI, la pregunta obligada es: ¿cuáles son los miedos o terrores inconscientes de nuestra sociedad contemporánea que se dejan entrever, que son expresados en el cine de terror del período 2010-2020? ¿Cómo se reconstruye ese cine? ¿Qué recursos son utilizados para poner en marcha esos  discursos que, en principio, se presentan como pastiches? Pero, sobre todo, ¿qué reflexión existe desde nuestro cine nacional contemporáneo sobre aquellas formas extranjeras en muchos casos ya caducas? 

Todo esto vamos a discutir en el corpus que compone este Informe que, aunque ambicioso, no es más que una aproximación a eso que hemos denominado “Terror-Chabón”, dadas sus similitudes con el género musical conocido como «Rock Chabón» o «Rock Barrial», por ser, de alguna forma, nacido desde y para el barrio, cuyas relaciones con el mercado y el circuito formal se encuentra en tensión ya desde su propia genealogía. Con una distancia de separación de dos décadas, ambos movimientos se caracterizan por su instalación en un lugar de marginalidad, tanto desde los temas a representar y sujetos representados, como desde lo financiero: funcionando dentro y fuera de la industria regulada, obteniendo formas dispares de distribución y exhibición. Esas características en la forma de producción delimitan una estética que va desde el pastiche hasta el trash. Es importante aclarar que esta categorización se diferencia de las producciones llamadas «clase B», desligadas totalmente del circuito formal con intenciones industriales/semánticas típicas del mainstream, que se instalan directamente dentro de lo bizarro, y lo que consideramos una categoría independiente y separada, aunque cercana.

Esta cuestión presupuestaria pone al movimiento en sintonía –y en tensión- con otro fenómeno autóctono surgido de las entrañas de los noventa menemistas: el llamado «Nuevo Cine Argentino». La crisis y la falta de presupuesto estallan en una nueva forma de pensar el cine y su relación con la realidad. El contexto de fondo, la crisis, los políticos corruptos, están muy presente en ambos; sin embargo, se contraponen en una intención estético-industrial: desde el NCA piensan en producir desde las limitaciones de presupuesto, mientras que desde el Terror-Chabón se piensa en producir a pesar de esa limitación, relegando el cine de autor para buscar un cine comercial aparte del industrial, con firmes intenciones de masividad.

El Terror-Chabón propone una mi(s)tificación del devenir de un espacio (la tierra donde se habita), relacionado con tradición, pero también con consumos de la infancia que funcionan como inspiración e influencia directa -de ahí el tono muchas veces lúdico, de fanzine-, logrando en los mejores casos entender lo propio para generar, desde ahí, una mitología compartida, colectiva. Cuando lo no-propio abandona la referencia y se vuelve influencia para generar una nueva gramática, ahí es donde funciona. 

La crisis del 2001 nos trajo una oleada de terrores nuevos, miedos colectivos que se hacían presentes, fantasmas de pasados terribles y el horror vacui de un futuro incierto que se tradujo, también, en contraposición al intimismo intelectual del NCA, en una salida por un mainstream ajeno, de bateas de Blockbusters que desaparecían, como ruinas de un modelo colapsado y fallido. El cadáver de un cine industrial que no fue, retomado por sus fanáticos, reconvertido, apropiado, “argentinizado”. No resulta difícil ver cómo se repiten nombres en los créditos, incluso verlos en diferentes áreas de la producción: el director de una puede ser el editor de otra, el guionista de una, el iluminador de otra. El barrio salió a bancar los trapos, el colectivo comenzó a ayudarse en comunidad, a trabajar juntos. Eso las vuelve movimiento, un suceso común, con un devenir propio de un tiempo y un lugar, que es aquí y ahora.

Los avances tecnológicos del nuevo milenio agilizaron el acceso a medios más económicos al momento de filmar, generando recursos para una mayor cantidad de realizadores, mientras que el estallido de las plataformas de streaming, ávidas de contenido y afines a la clasificación por género, ha brindado un salto en la capacidad de distribución para producciones a las que les cuesta llegar a las grandes pantallas, logrando acercarlas también a la comodidad del hogar de los espectadores de forma directa, lo que abre un panorama por demás alentador a este género relegado hasta hace algunos años al circuito de festivales, tanto para realizadores como para espectadores. 

Esto inaugura una nueva etapa impensada hace más de diez años, la de llegar a otros hogares, en otros espacios, en cualquier parte del mundo. Lo que comenzó casi como un fenómeno barrial, se expande por el mundo. El fomento público en tándem con la iniciativa privada dan los frutos: por poner un ejemplo reciente, Cuando acecha la maldad, de Demián Rugna, producida en argentina, hablada en “argentino”, tiene en este momento 800 salas de exhibición en Estados Unidos -la meca del género- y ha ganado el premio a Mejor Película en el Festival de Sitges 2023, el más prestigioso del terror internacional.  El sueño del pibe. Exportar y generar cada vez más ingresos en una de nuestras industrias más importantes es -ante todo- la manifestación de nuestra propia cultura traspasando las fronteras, siendo reconocidos, vistos, de nuestros miedos haciéndonos más fuertes como sociedad.  

Es por todo esto que mencionamos que, desde hace tiempo, queremos abordar el tema, como fenómeno en expansión, con una historia propia, con una identidad aún en formación. Porque nos resulta fascinante verlo suceder ante nuestros ojos, como una aparición. Los que vemos -fagocitamos- estas películas, a las que pensamos aisladas, juntas, en sistemas, categorizadas, nos preguntamos qué son, qué las aglutina, qué las pone en tensión y qué las convierte en parte de un aparato mayor. Lo que sí podemos afirmar es que hoy, más de una década después, con productoras especializadas, circuitos exclusivos, financiación y festivales propios, con obras notables como Aterrados (Demián Rugna, 2017) o Historia de lo oculto (Cristian Ponce, 2020), por nombrar apenas un par, es que el Terror-Chabón es un monstruo grande y pisa fuerte.

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