Nadie llega virgen a Zama. Nadie puede verla sin alguna sospecha previa. Es imposible librarse de los dieciséis años de Lucrecia Martel en nuestra vida cinematográfica, de sus largometrajes, de la revisión de sus cortos, de la expectativa por El eternauta fallido, de los diez años de espera -y dale con la espera-, de ese otro arte que domina: las entrevistas, de quererla.

Leí el libro para ver la película, la vi y me costó, me costó mucho. Buscaba el argumento y no lo encontraba, buscaba La ciénaga y tampoco. Me molestó la exuberancia visual -la juzgué excesiva como la intervención en los sonidos-, la coreografía, ese sopor o letargo. Me aburrí bastante. Rescaté a Daniel Gimenez Cacho, a Matheus Nachtergaele y, más que nada, la materialidad de las cosas y las personas. Como un Aguirre neurótico, Diego de Zama es -en esa naturaleza todavía dueña del ambiente como la selva en Aguirre, la ira de Dios– un remedo de la civilización. En cada pisada está el peso del cuerpo, en cada arruga de las botas el trabajo sobre el cuero, en el saco rojo que se va deteriorando la tensión de las costuras. La época no es solo recreada en una pantalla gigante suspendida unos metros arriba de la línea de nuestros ojos; sentimos lo que es dar un paso en esa tierra, acomodarse la peluca dudosa, disputar el espacio con el agua. Vi también la actuación de la llama haciendo de llama, al caballo de caballo, los peces. Había algo en todo eso mientras mi mente buscaba las imágenes del libro, o la historia en el libro o mi idea de lo que una película de Martel debía ser.

Estaba claro que hacía falta menos cabeza y más sensorialidad así que volví a verla con la colaboración de un porro. La marihuana produce -además de la sensación de que una persona que estaba acá se fue pero ya vuelve- alguna cosa con el tiempo. Alarga la duración de los planos permitiendo que uno se detenga en detalles. O hace que uno se detenga en detalles lo que altera la percepción del tiempo. Da igual. La cuestión es que Zama no es una película para ver a grandes rasgos, sino minuciosamente. Por un lado está el mundo que configura. El desprevenido puede ver una gran recreación de época, incluso cuando es una época y un lugar del que no sabemos nada. Zama miente el realismo mientras juega juegos extraordinarios y manieristas. Está llena de recovecos, de chistes, de distracciones estéticas, de animales; todos elementos que no tienen una participación en la línea argumental principal pero piden la mirada del espectador de una manera hipnótica.

Don Zama espía a las mujeres bañándose en el río, el suspenso del plano se carga sobre una de ellas que mira de frente amenazando con descubrirlo, pero la que lo descubre es una de las que estaba de espaldas, dándose vuelta inesperadamente. Un caballo levanta la cabeza entre Zama y el Oriental, esa cabeza y esos ojos son más grandes de lo esperado. Otro caballo se da vuelta sobre el final y se queda mirando casi a cámara. Zama entra en una fiesta, en una mesa hay varias mujeres con grandes pelucas blancas, ¿una de esas mujeres es un hombre? Unas mujeres acompañan a un colono que está pidiendo esclavos indios ante Zama, las mujeres están de perfil, entre ellas aparece un perro, también de perfil, que parece repetir la expresión de ellas. El primero de los gobernadores tiene las uñas pintadas de rojo, suponemos que en esa época era habitual, pero en realidad no tenemos idea. Los tonos de voz y las formas de hablar de los distintos personajes varían notoriamente, el primer gobernador es muy amanerado, el segundo cambia totalmente su voz cuando cuenta una historia. El negro mensajero de chaqueta turquesa es interpretado por al menos dos actores distintos, ¿son dos personajes distintos? Al capitán Parrilla le pica la mano algún bicho, la primera vez que la vemos afectada está negra, ¿es la mano de él maquillada o es la de otra persona que la pasa detrás de su cuerpo? Zama habla con el gobernador, aparece una llama que ocupa el espacio vacío del plano, hace un recorrido ondulante que completa perfecto el encuadre, mira adelante, vuelve para atrás. Un hombre le dispara a un caballo retobado, el caballo muerto levanta la cabeza y un personaje, un actor, se la baja al suelo delicadamente. Estamos en la colonia, es esperable que haya esclavos negros, ¿es realista que todos tengan cuerpos esculturales?

Zama se puede ver como falsamente realista o como un mundo de ensueño, una realidad distorsionada. Esto no quiere decir que no haya una progresividad dramática, aunque es más tenue que en sus películas anteriores. En la mitad de la película el relato se estanca con Zama enfermo y una sucesión de escenas entre místicas y ensoñadas, se teme el embole. Es posible que el desconcierto que sentí la primera vez que la vi tenga que ver con esperar algo más parecido a las primeras películas de Martel donde, si bien la visión subjetiva de los personajes está intensamente representada, el ambiente era actual y reconocible. Ya no está Salta y sin la aridez de Salta no hay piletas ocupadas por la elite social y económica. En Zama el agua es para todos hasta hartarse.

Ese filo entre realidad y ensueño es paralelo al encuentro entre las instituciones y la naturaleza. Todo recuerda que las instituciones son una ficción. Los blancos, los colonos, se rigen bajo un orden legal que apenas tiene algún sostén concreto. Las pelucas, la ropa, las órdenes del rey a miles de kilómetros, el cargo de asesor letrado, todo lo institucional convive con su precariedad. En una de las escenas finales, Zama y Parrilla son cautivos del bandido Vicuña Porto y sus hombres; están atados por el cuello como animales, adentro del agua, las armas son de los otros, el brazo de Parrilla está hinchado por una picadura que le recuerda que es solo sangre y tejidos, la vida comiendo sin autorización del Estado. Entonces Parrilla dice que tiene un plan y que si Zama lo sigue el rey lo recompensará. El rey, la recompensa, los cargos; todo eso es menos real que dios en esa situación. Dos paquetes de células con una arbitraria conciencia de sí mismas siguen confiando en la protección de la ley, aun con la soga al cuello. Eso es dios, aunque lo llamemos ley, y todos vivimos bajo esa falaz protección.

Esta dicotomía entre instituciones y naturaleza no es la vieja civilización o barbarie, no es esta la historia de la civilización que llega a darle progreso y armonía, aún contra su voluntad, a los que están sueltos. Los indios no son el estado natural, tienen sus instituciones y su orden al que el relato no accede, ocupan un lugar místico que aparece por momentos y del que Zama (la película) no sabe nada, lo mira como se mira un sueño o un eclipse. No hay ahí ni barbarie ni verdad, hay otra historia con sus crueldades y su propio encuentro con la naturaleza.

Vicuña Porto y Ventura Prieto, dos nombres mellizos, son los representantes de ambos lados de aquel juego. Ventura Prieto, que enfurece a Zama por su vanidosa rectitud, vive en la ley, en la idea de justicia. Es español y a España vuelve, incluso cuando es degradado la ley le da más que a Zama. Vicuña Porto en cambio, es su propia institución, no hay palabra sobre la suya, ni ley. Es el colono que soltó cabos con Europa, no sabemos donde nació, solo que habla en esa mezcla de portugués y español, una consecuencia del lenguaje puesto a andar lejos de los centros. Puede ser soldado persiguiéndose a sí mismo, puede estar pintado del rojo sagrado de los indios sin la carga simbólica que tenía para ellos, como un diablo profano. En el final le dice a Zama que él, Vicuña Porto, no es un santo pero no es todo lo que dicen de Vicuña Porto, es otra cosa, es el soldado Gaspar Toledo, que es una forma de decir que puede ser cualquiera, que lo importante es otra cosa. Que son todos meros disfraces porque si la ley es lo que nos da seguridad, su ley -su dios- es la leyenda del temible Vicuña Porto. Tanto Ventura Prieto como él han encontrado la unión de su cuerpo y su espíritu.

¿Y Zama? Ahí anda Zama, el argentino, queriendo ser pez de ese río institucional que todo el tiempo lo rechaza aunque no lo suficiente como para sacarlo a tierra. Queriendo cogerse a Luciana como el español Ventura Prieto, y haciendo todo lo que la ley de la seducción le exige. Comportándose aplicadamente como cualquier otro pez y sin embargo… Luciana le daría el beso que se merece, pero nunca ahora. Y cumpliendo los pasos formales para que llegue su traslado legal, sin sacar nunca los pies del plato de la ley que le dice que va a llegar… pero no ahora. La ley que no para de darle señales de que no pertenece aunque tampoco lo expulsa. ¿Por qué no mandarla a cagar a Luciana? ¿Por qué no irse de ahí sin la puta orden? Porque el asesor letrado, el hombre de derecho, el pacificador de indios, se había ganado el lugar español y sabe que ese lugar solo se conserva dentro del río; mientras los órganos, la carne, la sangre, el animal que llaman Zama tiene que postergar su deseo hasta morirse de hambre como esos peces, “cuando su empeño les exige demasiado y no pueden procurarse alimento”.

En la página pueden encontrar textos sobre Zama de Eduardo RojasJosé Miccio y Juan Pablo Susel

Zama (Argentina, 2017), de Lucrecia Martel, c/Daniel Giménez Cacho, Matheus Nachtergaele, Juan Minujín, Lola Dueñas, Rafael Spregelburd, 115′.

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