A veces creo que los 90 fueron un sueño o, mejor dicho, una pesadilla. La última década del siglo XX nació al calor de la hiperinflación alfonsinista y la traición pragmática que Menem ejecutó apenas asumió su mandato, cambiando sin escalas promesas de salariazo y revolución productiva por un modélico programa neoliberal. La vida cotidiana para los jóvenes argentinos se transformó en un lento y tortuoso calvario al no poder construir ningún proyecto vital a mediano o largo plazo. Ser adolescente a fines de los 90, cuando el país entraba de lleno en una recesión atroz producto de las políticas económicas llevadas a cabo por Menem y su ministro de economía estrella Domingo Cavallo, significaba estar condenado a pasar un tiempo largo buscando un trabajo. El mundo se dividía entonces entre los afortunados que conseguían algo, aunque sea una changa, y los muchos que deambulábamos con el Clarín bajo el brazo haciendo largas colas que habitualmente no servían para nada. En 1997, yo estaba terminando el colegio secundario en el Comercial número 4 en San Telmo y vivía en Dock Sud, mis viejos -ambos profesionales- se encontraban desocupados o con trabajos informales por lo cual la cotidianeidad en casa era áspera y compleja. En ese momento cualquier tema del disco Valentín Alsina de dos minutos resumía cabalmente mi estado de ánimo y el de nuestra generación. En el mismo año en el que terminaba mis estudios surgía a su vez una novedosa y poderosa forma de narrar y de contar en el cine nacional. Años después ese movimiento pasó a llamarse Nuevo Cine Argentino para de algún modo diferenciarse de lo que era “el viejo cine argentino”.
A la distancia, y ya sin duda alguna, la película fundacional de ese movimiento fue Pizza, Birra, Faso, de Caetano y Stagnaro. En esa película una cámara aséptica y alejada filma los días de un grupo de chicos marginales que sobreviven como pueden, entre robo y robo, en una Buenos aires fantasmagórica hasta que el trágico final se cierne sobre ellos. Okupas puede y debe pensarse entonces como una continuidad temática de esta película fundacional en donde la marginalidad y el devenir errático de la juventud no tiene salida por fuera del inevitable círculo de violencia y muerte.
Okupas narra la historia de Ricardo (un brillante Rodrigo De la Serna), un joven que básicamente no sabe qué hacer de su vida. En el primer episodio de la serie, Ricardo vive con su abuela. Su actitud es apática y desinteresada, a diferencia de lo que sucederá cuando conozca a sus nuevos amigos e inicie un período de autoconocimiento y descubrimiento del mundo. La serie de Stagnaro se encuentra inscripta en el marco de ese cine argentino que, sin moralejas conservadoras ni sermones de ningún tipo, se preocupó más que nada por contar una historia sin invocar a la reflexión discursiva. Ese primer Ricardo parece en sí mismo un personaje salido de Los inútiles de Fellini o de cualquier gran film del neorrealismo italiano. Cuando nuestro protagonista finalmente se encuentre en esa casa que debe cuidar de posibles okupas y conozca a Walter y al Chiqui, además de sumar a su amigo el Pollo, la sensación de vacío existencial dará paso a un lento despertar individual y grupal.
Una de las claves narrativas de la serie es la cantidad de cosas que suceden todo el tiempo. En primer plano se encuentra ese relato generacional de cuatro “perdedores hermosos” unidos por la lógica indeclinable de la amistad, a pesar de las esporádicas traiciones y abandonos, a pesar del mundo hostil y despiadado al que se enfrentan. Stagnaro, que ya había dado muestras de saber narrar los vínculos de esa generación marcada por la penuria en Pizza, Birra, Faso, llega en Okupas a una cumbre narrativa nunca antes vista en la televisión argentina. En general, cuando se analiza la serie, la crítica se centra mucho en los lazos afectivos relacionados con la amistad, pero los vínculos amorosos también son importantes para entender el corazón de esta historia repleta de relaciones efímeras pero no por eso menos perdurables. La historia entre Ricardo y Sofía (la hija de Peralta, el vecino de los protagonistas) está desde el inicio mismo atravesada por la imposibilidad. “Para vos éstas son unas vacaciones”, le dice Sofía -enojada- a Ricardo luego de que éste jugara con sus apuntes y se riera de la utilidad de terminar los estudios. Ella debe unas materias para terminar el secundario. Ricardo, en cambio, dejó la carrera de medicina y no sabe cómo seguir con su vida. La otra historia amorosa es la que protagonizan el Pollo y Clara, la prima de Ricardo interpretada por Ana Celentano. Ambas historias fracasan por lo mismo. Las clases sociales son impiadosas y separan a los enamorados a pesar del deseo de estar juntos. Son importantes los roles de esas mujeres, y el final trunco de ambas historias de amor no debería restarle el significado poderoso que ambas relaciones tienen para los protagonistas masculinos del relato, ya que Ricardo y el Pollo se sostienen y construyen sentido desde esos vínculos amorosos e inestables que, en su fragilidad, son la representación cabal de una época plagada de pasiones tristes. Stagnaro narra el deseo de Clara y el Pollo como si se tratara de una fábula clasista digna del mas lúcido Pasolini. En las miradas que ambos se prodigan, y a medida que la serie progresa, también aumenta la tensión amorosa y sexual entre ellos. La escena en la que Clara revuelve el guiso que el Chiqui está preparando es notable en su sugerencia y en el manejo de un humor picaresco que pareciera ser herencia del mejor cine italiano. Ni Buñuel podría haber narrado mejor desde la puesta en escena el deseo sexual que ambos protagonistas tienen sin decir una sola palabra al respecto.
A pesar de que las historias de amor no terminen consolidándose, progresan y perduran a lo largo de toda la trama. De algún modo, para Stagnaro el amor también es una forma de la amistad, con sus códigos de fidelidad y respeto hacia el otro. El otro protagonista central de la serie es la deriva, que permite que la acción progrese, como ocurre en el segundo episodio con la excursión de los amigos a Quilmes para comprar merca. Pero allí, y más allá de la idea del reviente y la marginalidad, lo que le interesa a Stagnaro es narrar una experiencia surrealista más cercana a una canción de Spinetta o a un cuento de Fabián Casas que a la representación de una estética que en los últimos años exprimieron series de raigambre más conservadora en sus prejuicios y estigmatizaciones como lo fueron El puntero o, más recientemente, El marginal.
Otro rasgo central de Okupas es el lenguaje. Alguna patrulla de la corrección política puede sentirse afectada por cierta jerga machista que circula sobre todo en el capítulo de la mencionada excursión a Quilmes, pero evidentemente esa jerga tiene que ver con la captura del lenguaje cotidiano con el que Stagnaro trabaja desde el inicio hasta el fin de la serie. Ricardo quiere tener sexo con un prostituta pero no tiene dinero, discuten y éste termina insultándola. La mujer responde el insulto y finalmente todo termina en una gresca meramente verbal. No podemos (ni tiene ningún sentido hacerlo) desde el presente juzgar moralmente a personajes de ficción que hablan el lenguaje de su tiempo histórico. Lo mágico de Okupas es el trabajo en relación a la oralidad. El guion pareciera estar escrito hoy. Todo fluye de un modo vertiginoso, alucinado y jamás solemne. Hay algo de farsa ensoñada, como en la escena cumbre en la que Ricardo va a buscar al Pollo a la casa del Negro Pablo y es sometido y humillado de una forma que más tarde propiciará la inevitable tragedia: mientras el Negro Pablo lo gasta a Ricardo, una señora sentada mira la escena mientras toma un trago (ni Leonardo Favio podría haber imaginado una representación más terrenal del infierno que esa escena genial, construida a partir del lenguaje zumbón que el actor que encarna al Negro Pablo, Dante Mastropierro, maneja con un grado de realismo insuperable). En ese acto de violencia sexual y sometimiento también se filtra una fragmentación de clases que remite a El matadero de Esteban Echeverría. Se trata de un tipo de realismo, que es la marca de fuego de Okupas y que se sostiene y se potencia hasta el clímax final, logrando capítulos memorables como aquel en donde el Pollo y el Negro Pablo llevan adelante un robo -filmado con pulso de cine policial- al que en los últimos tiempos en el país solo se acercó el Caetano de Un oso rojo.
Okupas no trata sobre la marginalidad, la serie de Stagnaro trata sobre la deriva menemista y esa sensación de orfandad de una juventud atrapada en la pesadilla de la desocupación y el “No Future”, un año antes de la caída del gobierno de De la Rúa. Esa sensación de caos se observa cada vez que Stagnaro filma esa ciudad en ebullición que era Buenos aires en el nacimiento del siglo XXI. Cada vez que se muestra a esa ciudad de día y estallada en medio de las manifestaciones; cada vez que se muestra a esa ciudad de noche y picante como en la escena del teatro San Martín, en la que Ricardo obliga a un grupo de músicos a tocar “la quinta de Mahler”; cada vez que aparecen las torres del “Docke”, en donde se desencadena un tiroteo digno de Heat de Michael Mann; cada vez que la ciudad es mirada desde el camión en el que Ricardo y sus amigos, acompañados por el enorme Peralta, van a trabajar a una obra en construcción. Cada vez que la ciudad es narrada por los créditos y la música palpitante de Axel Krygier.
En Okupas no hay regodeo en la marginalidad. Stagnaro no goza estigmatizando a ningún personaje. Dock Sud es el lugar donde sucede la tragedia, pero no hay una asociación explícita entre ese lugar y el peligro. El Pollo también viene de Dock Sud y es un personaje repleto de códigos y bondad que no duda en dejar todo para proteger a los suyos. El notable personaje interpretado por Claudio Rissi, repleto de ambigüedad, también habita las calles del “Docke”. No hay un lugar geográfico en Okupas que esté habitado por el bien o por el mal. Son los protagonistas con sus acciones y omisiones, como dirían Sartre o Woody Allen, los que hacen que el lugar en el que viven se parezca más al cielo o, en su defecto, al infierno.
La música de Santiago Motorizado era de antemano, para algunos talibanes del conservadurismo estético, una apuesta riesgosa, pero la banda de sonido compuesta por el líder de El mató a un policía motorizado embelleció aún más el material original. Por momentos parece que su música hubiera nacido para ponerle sonido a esas imágenes. La música agregada en esta edición se suma al repertorio original que se pudo conservar de la primera versión de la serie, en donde brillan de modo ostensible las hermosas canciones del Spinetta setentista junto a perlas de Vox Dei, Billy Bond y la pesada y Polifemo, favoreciendo el imaginario poético de la serie a partir de un tratamiento prodigioso del montaje.
Okupas también trata sobre el descubrimiento de uno mismo en relación a los otros. Así, Ricardo descubre lo que quiere y con quién quiere estar después de sentirse defraudado por Miguel, interpretado por Jorge Sesán -protagonista de Pizza, Birra, Faso-, que compone a al personaje marginal que inicia a Ricardo en el robo y le agrega un grado de realismo y brutalidad ominoso a la serie. En los primeros capítulos, Ricardo parece un personaje salido de una comedia italiana, pero después, como señaló el mencionado Casas, termina la serie rapado como Ewan McGregor en Trainspotting, otra película que narra con singular pericia el calvario de ser joven en los 90 en ese mundo globalizado que iguala a los marginales cualquiera sea el continente en el que estos se encuentren.
En el último episodio, con ese tiroteo alucinado y con el posterior entierro de uno de los miembros la pandilla mientras suena la hermosa My Girl de los Stones y nuestros héroes se separan para siempre bajo la lluvia, la historia se transforma en un policial metafísico en donde se mezclan Kubrick y el Cassavettes de Maridos. Hoy, a dos décadas de su estreno, ese final triste y desgarrador no impide ver la deriva de estos jóvenes como un sueño de liberación, mientras comprobamos que los lazos humanos son lo único que le permiten a los protagonistas sobrevivir en esa ciudad que arde en penumbras.
Okupas es el policial urbano argentino que nunca nadie se animó a filmar en nuestra televisión. La serie de Stagnaro es el documento audiovisual de un momento determinado del país, registrado por la mirada de un artista que procesó esa lenta implosión y la transformó en una historia atemporal sobre los vínculos en un momento abismal de resquebrajamiento del tejido social. Sin dar lecciones de moral barata, y priorizando la puesta en escena, Okupas se transforma en un himno generacional en donde el amor y la amistad triunfan de modo efímero (pero triunfan) sobre la muerte y la anomia. Así, a pesar de que no hay posibilidad de final feliz, Okupas está tan llena de vida como Ricardo corriendo por la ciudad de Buenos Aires o como ese plano de los cuatro amigos pateando las calles de Quilmes en busca de nuevas aventuras.
Lo más importante de todo el asunto, finalmente, es el pulso. Stagnaro filmó la respiración de una ciudad quebrada al borde del estallido sin caer nunca en la condescendencia hacia sus criaturas. No hay zonas estigmatizadas sino una geografía vasta en donde estos cuatro “héroes anónimos” transitan sus días sin expectativas mayores que las de sobrevivir. En esa pulsión vital y amorosa de cuidar al otro, Okupas se ubica nítidamente como la ficción que mejor representó al ejército de nadies que, al igual que Ricardo y sus amigos, vagaban por las calles como espectros, tejiendo alianzas fraternas en medio de la tormenta.
Nunca más una ficción narró la vida de nuestra generación como lo hizo Okupas. Milagros así no suceden dos veces en la vida.
Puntaje: 10/10
Okupas (Argentina, 2000). Dirección: Bruno Stagnaro. Guion: Bruno Stagnaro, Esther Feldman, Alberto Muñoz. Música: Axel Krygier, Santiago Motorizado. Reparto: Rodrigo de la Serna, Ariel Staltari, Franco Tirri, Diego Alonso, Ana Celentano, Rosina Soto, Dante Mastropierro, Jorge Sesán, Claudio Rissi. Disponible en Netflix.
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