Una historia no es el reflejo de un hecho, sino la mirada que alguien tiene sobre ese hecho. Es, al cabo, una construcción en la que van comprometidos una selección de hechos y un entorno de conocimientos previos. Esa evidencia, que habitualmente suspendemos ante la necesidad de credibilidad que nos pide una ficción o un documental, se transforma en un elemento central en Vuelo nocturno. Porque, a diferencia de muchos documentales que trabajan sobre hechos del pasado, aquí se prescinde de la mirada desde afuera como mecanismo explícito: si el documental argentino ha aprendido con los años a despegarse de esa condición de transmisor verticalista de conocimientos, el film de Nicolás Herzog lleva esa premisa hasta los límites.

Herzog no cuenta la historia de Saint-Exupery en tierras entrerrianas desde ese lugar, sino desde el recurso de tomar los fragmentos de construcciones que le son ajenas, para generar una nueva. Aún a sabiendas de que cada uno de esos fragmentos tiene zonas de vacío, a sabiendas de esa oscuridad que sus protagonistas o narradores han ocultado con premeditación.

Una primera construcción a la que acude es la que el pueblo, la ciudad de Concordia, ha realizado sobre esa historia. De allí que no resulta caprichoso que parte de su representación simbólica se asiente en la figura de El Principito (la escuela que lleva su nombre, la comparsa del carnaval, la representación teatral en el castillo): el pueblo ha entendido que “las princesitas”, esas hermanas Fuchs que conoció Antoine de Saint-Exupery, son el germen de su personaje más conocido. Para ellos, El Principito como personaje nació en Concordia y el castillo de los Fuchs tiene menos valor como pieza arquitectónica de un pasado glorioso y perdido en los tiempos, que como espacio donde ubicar las huellas del paso del creador.

Pero se necesita algo más sólido. Y lo interesante de la película de Herzog es que logra correr del centro de su relato al Principito-personaje (que particularmente aparece como si fuera una molestia, y que apenas sirve como punto de referencia) para centrarse en «Oasis». Es que ese texto, incluído en Tierra de hombres, es el que retrata ya no solamente a las princesitas argentinas, sino los meses en los que el autor, trabajando para la Aeroposta Argentina, visitaba la casa de los Fuchs. Que ese relato sea el punto de partida de otro más conocido, aquí poco importa: en ese texto aparece el núcleo de lo sugerido y del tono de la historia vivida por el autor. “Había aterrizado en un campo y no sabía que iba a vivir un cuento de hadas”, escribe. Transforma a las hermanas de esa familia en las princesas del cuento e introduce su mirada como la del príncipe cuyo amor no puede ser explicitado: construye una ficción que se apoya en un hecho en el que los elementos reales le permiten conducirlo a otros territorios. Pero un hallazgo más de la película es la utilización de fragmentos de un cortometraje basado en la historia de «Oasis»(realizado por Danilo Lavigne): esas imágenes no funcionan de manera ilustrativa ni como una forma sencilla de despegarse del texto escrito, sino como si estuviera rizando el rizo de la historia. Una construcción sobre otra, que a su vez es una construcción de una historia del pasado.

Un tercer nivel de esa construcción desde los fragmentos reside en la banda sonora. Si bien es cierto que no hay una voz que explique lo que ocurre, sí hay una voz off que va entrelazando fragmentos y significados posibles. Lo notable es que esa voz que aparece casi en el mismo comienzo del film y que va recorriendo la historia es la del propio Saint-Exupery. Lo que escuchamos son las grabaciones que le enviaba a Jean Renoir, articulando de alguna forma un esbozo de guión posible para hacer una película basada en “Oasis” (la forma en que ese relato oral de hace unas siete décadas atrás va estableciendo el hilo del relato actual, es casi milagrosa). Lo que hace esa voz es una construcción del pasado nuevamente diferente, como si se tratara de una variación, con detalles que no son nada desdeñables: en el guión, el piloto regresa a Entre Ríos, a vivir en ese oasis con el amor de una de las princesas argentinas.

Más que un edificio de certezas, Herzog construye su película desde la imposibilidad de la reconstrucción total y definitiva. De alguna forma, Vuelo nocturno es como el castillo de los Fuchs en Concordia (o como la mansión Saint-Exupery en las afueras de Lyon, con la que funciona como espejo): una construcción que el tiempo ha vuelto incompleta, después del abandono, y a la que uno se puede asomar, sabiendo de la ausencia del techo, de los muebles, de los objetos que pueden completar ese pasado. Esa decisión redunda en una película abierta y generosa en los espacios que deja librados a la intervención del espectador. La aparición de los familiares supervivientes de ambas partes (los sobrinos de Saint-Exupery y los de las hermanas Fuchs, en otro de los juegos de espejos que plantea la historia), la profusión de fotos familiares que ponen en circulación, incluso la filmación de la década del 60 que rescata a las hermanas Fuchs en su adultez, no alcanzan para cerrar las incógnitas que persisten alrededor de los personajes y las relaciones que establecieron entre sí. Ni siquiera escuchar a la propia Edda Fuchs diciendo que Antoine de Saint-Exupery “nos marcó el destino”, no logra cerrar el sentido, sino que agiganta los interrogantes y las respuestas que cada uno de los protagonistas se llevó consigo.

El rasgo más llamativo de la película de Herzog, sin embargo, no reside en la multiplicidad de fuentes visuales y sonoras a las que recurre, sino a su puesta en relación. La decisión de no revelar antes de tiempo una serie de detalles –de quién es la voz en off y de dónde proviene; que estamos viendo fragmentos de un cortometraje; quién es la mujer que aparece en esas filmaciones iniciales- le permite establecer una relación de fluidez entre materiales que se ven sumamente heterogéneos, pero que parecen ser nuevas construcciones antes que retazos de otras que vienen del pasado. Cuando su verdadera pertenencia se revela, el sentido que adquiere lo visto se modifica y se renueva. De esas operaciones se puede entender que la sencillez que exhibe la película es solo aparente. La puesta en escena -que involucra esos archivos con filmaciones actuales en Concordia y en Lyon, y con una ficcionalización muda de la niñez de las hermanas que por momentos cae en ciertas repeticiones- es un trabajo de una rigurosidad no muy frecuente y que consigue el objetivo planteado: constituirse como una nueva construcción sobre los retazos –las ruinas, quizás- de las otras.

Vuelo nocturno (Argentina, 2016), de Nicolás Herzog, 71′.

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