Por Eduardo Rojas
Del whisky como una de las bellas artes. Ken Loach debe ser uno de los artistas más consecuentes con su ideología en las últimas décadas. Setenta y siete años de puro trotskismo reivindicando la justicia y la igualdad, denunciando los atropellos de los poderosos del mundo, poniendo su cámara junto a los pobres, desposeídos y abandonados; y esto de poner la cámara “junto a” no es una figura retórica. A menudo la ubica dentro de los grupos humanos en plena acción, cámara en mano, contagiada de urgencia, con un ritmo que establece la tensión por sí solo. Este enclave documental dentro de sus historias de ficción desdibuja los límites genéricos sin ninguna premeditación. Loach filma así porque es necesario, porque es un “real visceralista”, como diría Roberto Bolaño, porque la injusticia social y la necesidad de cambios copernicanos que la eliminen para siempre así lo exigen. Loach filma en presente, ya lo haga en medio de la guerra civil española de Tierra y libertad (la inolvidable escena de la asamblea anarquista, con la cámara como un participante más con el puño en alto), la revolución sandinista en La canción de Carla, con la cámara ubicada en la caja de un camión compartiendo el viaje de aborígenes y guerrilleros. O en la menos lograda Pan y rosas, participando de la marcha de los ilegales hispanos por el down town de Los Angeles. Podría decirse que la marca de estilo de Loach, su cámara en extraña subjetiva que nos obliga a participar del compromiso político de sus protagonistas, es al mismo tiempo el signo del compromiso ético que nos transmite; la revolución social es más necesaria que nunca, todo tiempo es presente, el mensaje de Marx, Lenin y Trotsky está tan vigente como el primer día, el socialismo real no ha sufrido ninguna crisis. No hay metafísica ni pasado (pero en la mal comprendida Lady bird Lady bird, su protagonista Maggie, a quien el estado le arrebata cada hijo que pare, cruza las piernas para evitar que el niño salga al mundo mientras los agentes del estado totalitario de Gran Bretaña esperan a su lado para robárselo; y la escena tiene una resonancia mítica a Urano y Gea luchando por empujar o impedir la vida, resonancia que seguramente Loach no suscribiría).
Hay que reconocer también que el vigor loachiano parecía un poco atenuado en los últimos, espaciados films que vimos en Argentina; Pan y Rosas y El viento que sacude el prado eran películas dignas, pero menores, en las cuales su constante fervor y su capacidad narrativa parecían atenuadas. La vejez, sospechamos… como los hermanos Taviani.
Resaltada esa perspectiva hay que decir que La parte de los ángeles es una película desconcertante que, tal vez, merezca una segunda visión para despejar las dudas, pero también para prolongar el regocijo, porque antes que nada es una película esencialmente disfrutable.
En la Escocia postatcherista, uno de los escenarios inevitablemente de Loach, el joven Robbie, adicto en dolorosa recuperación, ladronzuelo y violento, trata de reordenar su vida a partir del nacimiento de su primer hijo, que nació de su joven pareja, hija de un rico empresario de los bajos de Glasgow. Robbie no tiene casa, ni trabajo, ni posibilidad de conseguirlo, es perseguido por su suegro y por los miembros de una familia rival de la suya que quieren matarlo para cobrarse viejas cuentas de otras generaciones. Con su característica ecuanimidad, Loach filma una audiencia en la que una de las víctimas de la violencia de Robbie en su época de adicto, reseña su brutalidad y el daño irreversible que le ha dejado. Por ese y otros hechos debe cumplir una probation que comparte con otros desgraciados como él bajo el cuidado de Harry, un gigante bonachón, solitario y delicado bebedor de whisky. Mientras limpia baldíos o pinta paredes Robbie aprende junto a Harry a catar el whisky. Tiene un don natural para ello que lo hace sobresalir tanto de sus compañeros de probation como de los exquisitos bebedores de maltas destiladas.
Hasta aquí estamos en el mundo de Loach, tal vez le falte desarrollo a la personalidad de Harry o a la conversión de Robbie, también es cierto que Loach quiere ir directo a lo que le interesa. Y aquí está la novedad: cuando esperamos que algunas de las amenazas sobre la vida de Robbie se concreten, la historia da un viraje brusco y se transforma en una comedia casi sofisticada de robos de alto nivel. Whisky para robar, diríamos: un tonel único valuado en fortunas. La inteligencia natural de Robbie improvisa un plan para quedarse con el barril y su contenido. Las alternativas del robo merecen verse y no contarse. La moraleja está a la mano: “El que roba a un ladrón…” No parece una conclusión propia del Loach que conocimos. El leve cinismo de la comedia de ladrones sofisticados no parece ser lo suyo; la conclusión posible tampoco: “ya que no podemos hacer la revolución, salvémonos como Robins Hoods no violentos”. No dejaremos de notar, sin embargo, el ingenio proletario de los ladrones. La vieja alianza de Los desconocidos de siempre esta vez funciona aunando la torpeza de algunos con la habilidad de otros. La cámara presente en las reuniones del grupo también está como una marca de origen, tan noble como la que certifica la bondad del whisky. Extraño, y divertido, y desconcertante al mismo tiempo. Tal vez la conclusión relativa se impone, tal vez la atenuada reivindicación proletaria de Loach sea el signo de su tardío ingreso a la madurez vital. El viejo trosko escocés nos dice: “Esperemos épocas mejores, por ahora hay poco que hacer, tomémonos un tiempo, mientras tanto disfrutemos de lo bueno. Tomémonos un whisky.”
La parte de los ángeles (The Angel´s Share, Inglaterra / Francia / Bélgica / Italia, 2012), de Ken Loach, c/ Paul Brannigan, Siobhan Reilly, John Henshaw, 101′.
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