Conocí a Dovlatov por esa particular fascinación que tiene Juan Forn por los escritores rusos. Dos de las contratapas que escribió para Página/12 a lo largo de los años le están dedicadas. En la primera, “Confieso que he bebido”, del año 2009, parte de su encuentro con Kurt Vonnegut –el texto es acompañado por una foto de ambos, en la que Dovlatov parece el doble de Tom Selleck, y en la segunda, “El coronel dice que te quiero”, de 2017, la excusa para volver sobre él, es la edición en Argentina de un par de los libros que escribió en el exilio americano, y que lo hicieron popular tras su muerte, cuando la Perestroika lo sacó del congelador y se volvió un escritor popular.

Esos textos notables de Forn, absolutamente recomendables, pueden funcionar como una especie de marco para la película de Alexei German Jr. sobre el escritor, en tanto allí está lo que en el film se elige no contar. Y es que a pesar de su título, Dovlatov es la consagración de una idea: eludir todo rastro de convencionalismo del biopic. El pasado del escritor se resume en unas pocas frases en los primeros minutos a partir de su voz en off, señalando apenas un par de elementos (la idea de ser escritor desde los ocho años, el período como guardia en un campo de prisioneros en Siberia). Es que la ficción que construye German se sitúa en un año -1971- que no es particularmente significativo para el autor, comprimiendo la acción, además, en los seis primeros días de noviembre de ese año. No hay trascendencia posible en ese período. No hay apego a la escritura y la obra. Se desentiende incluso de la mención de los textos que escribe para el periódico de un sindicato –sabemos de ellos por los comentarios de amigos y editores-. Como la novela que Dovlatov dice estar escribiendo, la sensación de la película es que no quiere ir a ningún lugar.

De allí que Dovlatov, aún cuando ocupa la mayor parte del tiempo en la pantalla, deja de ser excluyente para convertirse en una suerte de vector para recorrer un momento en la vida de la Unión Soviética. La sensación palpable con la película y su relación con los sucesos, con la acción, es como si hubiera llegado tarde –o demasiado pronto- para contar lo significativo de la vida del personaje. Pero lo que podría ser apenas el relato de un tiempo muerto en la vida del personaje, adquiere relevancia en tanto su funcionamiento no apunta a la convención biográfica. No importa conocer la vida del personaje a partir de una serie de hitos fundamentales, sino que, por el contrario, el concepto de la película parece estar más cerca de revelar escasos elementos que puedan definirlo (no sabemos mucho más que el hecho de que vive con su madre, que se ha separado de Lena, su mujer, con la que tienen una niña, Katya, y que escribe para un periódico sindical).

Lo que parece interesarle más es funcionar como una pequeña cronología de un fracaso previsible. Despegado de cualquier intento de épica, se concentra en el deambular impreciso de ese grupo de artistas que no acceden a la difusión y a la publicación de sus obras, que circulan por encuentros semi-clandestinos, en una lucha continua e irresuelta entre el arte y la supervivencia cotidiana. Deambulan, no se establecen, no pueden quedarse quietos, pero fracasan en su tentativa de encontrar su lugar. Ese circular de los personajes –de hecho, Dovlatov está la mayor parte del tiempo caminando, salvo cuando está en su casa, con su madre, o cuando está con Lena- deriva en una sensación de incomodidad: por un lado, la que se intuye, se percibe, en los personajes descentrados, desencajados del entorno; por el otro, la del espectador que observa y absorbe la inestabilidad que brinda el entramado de la película.

Una incomodidad mayor, sin embargo, subyace como una capa oculta del relato, que deriva de ese fracaso inevitable que se plantea entre lo que se quiere y lo que se puede. En ese puñado de días, Dovlatov busca apenas un par de cosas: ser sindicalizado como escritor para poder publicar sus textos y comprar una muñeca gigante para su hija. Pero lo que hay es otra cosa, en tanto ambos elementos de la búsqueda aparecen siempre fuera del campo de acción del personaje. Hay una frustrada entrevista con un poeta y trabajador del subte; una nota sobre una película que está filmando el sindicato de los trabajadores del astillero; una propuesta para escribir una novela histórica situada en la Grecia antigua. Todo lo contrario a una realidad que se insiste en negar en su existencia. Tampoco hay muñeca, ni dinero para comprarla. Lo que hay son otras muñecas grandes, esas que en algún momento fueron sus amantes, que aparecen como si se tratara de fantasmas en su recorrido –la secretaria de la revista literaria, la actriz de la filmación- o las que potencialmente podrían serlas –la mujer armenia de la fiesta, la amiga de Semyon, la actriz del astillero- sobre las cuales parece ejercer una inmediata atracción.

En Dovlatov tampoco está la lucha entre el escritor maldito y la burocracia. No hay escritores malditos en ese 1971 soviético: hay congelados, hay prohibidos, hay borrados. La burocracia no está nunca en primer plano, aunque permanece continuamente. Se hace explícita solamente en un par de ocasiones –la detención de David, los preparativos del aniversario de la revolución-, para después desplegarse como una capa que, como la nieve que cae sobre la ciudad, todo lo cubre. El sistema está representado en esos eventuales jefes, editores que le piden trabajos que resalten la heroicidad y los valores (“Puro y positivo, sin significados ocultos” le dice uno de ellos sobre las características que debe tener el texto). Pero más fuerte y sutil en el planteo permanente de quienes lo rodean, en esa indicación constante de lo que debe hacer –la madre que le dice que debe volver con Lena; la ex amante que le dice que lo correcto sería que “escribas esos poemas horribles y le pidas disculpas al editor”-. El impulso hacia lo correcto como meta. “Aprieta los dientes y sobrevivirás” le dice otra de sus ex amantes, como si todo se sometiera a eso, a sobrevivir. Solo el círculo de amigos escapa de ese sino: Brodsky tiene sus propios problemas que resolver –“Si me voy, no me dejarán volver”, dice- antes que señalarle a Sergei un posible camino; David es más crudo cuando le señala que escribir lo que escribe es degradarse y sugiere que “deberíamos robar un auto, eso sería más honesto”. A esa oposición tajante se le opone otra, más paradójica, entre el propio Sergei y su sarcasmo que disimula las imposibilidades, con los sueños que tiene y que cuenta, y que lo llevarían a un territorio de afirmación. Soñar con Fidel Castro y con Brezhnev proponiéndole escribir un libro juntos; soñar con el regreso al campo donde fue guardia como una salida a su fracaso como escritor, son momentos poderosos que van en contra de ese entorno sucio y gris.

Ese gris, la limitación sonora de los diálogos, esa zona que funciona como espacio por recorrer, son el sistema en el que se apoya la película. En ese clima que alterna entre subsuelos artísticos y espacios abiertos vacíos –que recuerdan los amplios planos de Theo Angelopoulos- es que Dovlatov encuentra el camino de su formulación, sustrayéndose al equívoco de la apariencia de no contar nada importante, para, en ese mismo camino, construir una idea de la sociedad y de la forma en que uno de sus engranajes, el escritor, el artista, no puede encastrar.

Dovlatov (Rusia/Polonia/Serbia, 2018). Director: Aleksei German Jr. Guion: Aleksei German Jr. y Yulia Tupikina. Fotografía: Lukasz Zal. Montaje: Daria Gladysheva y Sergey Ivanov. Elenco: Milan Maric, Danila Koslovsky, Helena Sujecka, Artur Beschastny. Duración: 126 minutos.

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