Ad Astra en latín significa “hasta las estrellas” o “a las estrellas”; sin embargo, la frase es el complemento de una frase mayor de Séneca que decía: “Ad Astra per aspera”. Los yanquis, en una placa conmemorativa -según figura en Wikipedia- del Apollo I, la tradujeron: “A rough road leads to the stars” (Un duro camino guía a las estrellas). De un modo u otro, la palabra “estrellas” es, en cualquier idioma y en cualquier traducción dentro de este contexto, simplemente una metáfora. ¿De qué? En la gran película de James Gray, de la telemaquia -íntima, psicológica y existencial- de un hijo cosmonauta buscando en el final del sistema solar a su padre cosmonauta.
Ad Astra es una telemaquia. Es el viaje de un hijo buscando a su padre. Es Telémaco buscando a Ulises. Es Dedalus buscando a Bloom. En la vida, algunos somos padres, otros hermanos, otros primos, pero todos (absolutamente todos) somos hijos. Hijos de alguien. Un alguien que conocemos, conocimos, o no. Buscar a ese alguien, a ese progenitor, suele ser un círculo de vida donde lo que realmente se quiere alcanzar -si es que se puede- es el sentido del origen. El por qué de dicho nacimiento. En la gran película de James Gray, Roy McBride (Brad Pitt) viaja hacia las estrellas en una misión secreta para encontrar a su padre, Cliff McBride (Tommy Lee Jones), por orden del gobierno de EEUU en una suerte de futuro cercano semidistópico y amenazante.
Ad Astra está llena de guiños. De intertextualidades de otras películas célebres dentro del género de ciencia ficción. De citas, mejor dicho[1]. Aparecen referencias a 2001, Odisea en el espacio (1968) de Kubrick, a Space Cowboy (2000) de Eastwood, a Interstellar (2014) de Nolan, a Gravity (2013) de Cuarón, a First Man (2018) de Chazelle, a Solaris (2002) de Soderbergh, es decir, a todas las películas que, dentro de sus temáticas y estéticas, tienen algo en común: el tratamiento realista del tiempo y del espacio. Son las anti Star Wars y Star Trek; pues en estas últimas, “el salto hiperespacial” o la “velocidad Warp” hacen que las distancias de millones de años luz del cosmos se achiquen y acorten en segundos, por lo tanto el hiperespacio, el universo en sí, se vuelve un lugar cercano y dinámico. En la gran película de James Gray, como en las que cita, el tiempo y el espacio son reales (realistas), por lo tanto el tránsito interestelar es lento, inmenso, plano, salvajemente monótono, absolutamente desesperante.
Ad Astra entiende que un hijo debe buscar a su padre. Entiende que la humanidad debe buscar a su padre. Entiende que ese padre no necesariamente es lo que las religiones configuran como “Dios”. Entiende que quizás fueron “extraterrestres” los que nos hicieron terrestres. Entiende que hay un vacío exasperante en esta incertidumbre. En la gran película de James Gray, Cliff McBride parte hasta el final del sistema solar para, de una vez por todas, con su tripulación y nave laboratorio, minar esta incertidumbre, encontrar certezas que llenen ese vacío. Eso lo vuelve demente y obsesivo. Un huérfano obstinado donde la soledad (de ser) retroalimenta su única pasión en la vida -pues ni su hijo ni su esposa le importaron-: encontrar vida en otro planeta que, en cierta medida, justifique la propia.
Ad Astra tiene escenas maravillosas, plagadas de un simbolismo moderado pero absolutamente poético. En la gran película de James Gray, se vuelven inolvidables las escenas de far west en la luna y lo que se encuentra dentro de la nave noruega que pide ayuda.
Ad Astra revive las pulsiones freudianas (acá no importan los espejos lacanianos) de una manera particularmente memorable. Recorrer todo el sistema solar a modo de terapia. De introspección profunda, donde se conjugan todos los miedos que no nos dejan, simplemente, sentir. El bloqueo existencial que el cordón umbilical de nuestra familia nos impone al no poder cortarlo. Al atarnos una y otra vez al margen de lo social, de la sociedad en sí. En la gran película de James Gray, ese cordón se debe cortar a toda costa, y Roy McBride, en su proceso de búsqueda, lo va interiorizando hasta materializarlo en un sentimiento prácticamente innegociable (de artista): el del parricidio.
Ad Astra tiene referencias a Apocalipsis now (1979) de Coppola. Por lo tanto, tiene referencias a El corazón de las tinieblas (1902) de Conrad. Tiene referencias a la búsqueda del “bien” y del “mal” no desde un punto de vista ético-moral si no, más bien, litúrgico (de allí la importancia del viaje casi como si fuera una peregrinación). En la gran película de James Gray, mientras un McBride viaja por el sistema solar para encontrar al otro McBride, construye una liturgia (íntima y personal) de lo que el bien y el mal ponen en disputa y lo que uno; como hijo, en su justificación del parricidio debe atender con la mayor de las responsabilidades a pesar del profundo dolor y decepción que esto cause.
Ad Astra tiene música de Max Ritcher y esto potencia todo. Ambienta todo. Implota todo. En la gran película de James Gray, las atmósferas lo son todo: las espaciales y las personales; las planetarias y las íntimas (las cerebrales). Entremedio, los sentimientos: siempre contradichos por la lógica, por la razón, por el instinto que socaba al intelecto y los devuelve a flor de piel para que la locura brote como una suerte de redención más que de maldición. De catarsis, más que de enfermedad.
Ad Astra es un viaje.
Incierto. Maravilloso. Aparentemente, de ida. Grandioso. En la gran película de
James Gray, uno no viaja entre el cosmos con Roy: su viaje es único e íntimo.
Uno advierte este viaje con la cuarta pared firme y vigente del espectador y su
observación (por ello, es indispensable ver esta película en el cine). El viaje
es de uno. El encuentro es de uno. La humanidad puede estar en peligro por los
delirios de Cliff, pero nadie puede hacer nada salvo Roy. Por eso su viaje es
egoísta, secreto, sin vuelta atrás, con la Tierra a sus
espaldas, con las magnitudes (sociales, religiosas, políticas, culturales,
artísticas, naturales…) de la Tierra a sus espaldas, sin que importen nada,
poco, poquísimo en comparación con el encuentro: con el hijo que quiere ver a
su padre después de casi treinta años. Con el padre que abandonó a su hijo
durante más de treinta años por sus propias ambiciones (obsesiones) personales.
El principio del círculo es su final. En este juego casi de paradoja, el
universo, el sistema solar, la Luna y su lado oscuro, Marte, Júpiter, Saturno,
Neptuno, son apenas casillas de un tablero de ajedrez universal; coordenadas
para un encuentro memorable, familiar, intenso. Un encuentro donde sentirse humano
lejos de ser una obviedad será, quizás, el combustible para que la máquina
antimateria de Cliff destruya todo lo humano de la Tierra, todo lo humano que
padre e hijo en las inmensidades de la galaxia, en órbita de Neptuno, todavía,
tienen deseo -al costo que sea- de (re)encontrar.
[1] Lejos, lejísimos, es esa autocelebración narcisista a lo Tarantino (especialmente en Érase una vez en Hollywood) que usa la referencia externa sólo para el ensalzamiento propio.
Calificación: 9/10
Ad Astra: Hacia las estrellas (Ad Astra, Estados Unidos/Brasil/China, 2019). Dirección: James Gray. Guion: James Gray, Ethan Gross. Fotografía: Hoyte Van Hoytema. Montaje: John Axelrad, Lee Haugen. Elenco: Brad Pitt, Tommy Lee Jones, Ruth Negga, Donald Sutherland, Liv Tyler, Kimberly Elise, Loren Dean. Duración: 123 minutos.
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Podemos discutir sobre la trama, y probablemente sea una de esas películas que envejecen en apenas una década.
Pero estéticamente es una película hermosa.