El abuelo Victorio era hijo de italianos provenientes de Génova; nació en Argentina por casualidad. Después de un breve paso por Avellaneda y las fábricas, su familia se mudó al Buenos Aires profundo, a General Rivas. Niño, muchacho, hombre de campo, hasta que la década del 30 lo expulsó de sus tierras en un derrotero circular de migraciones varias, terminando por aquerenciarse en Lujan. Su vida se repartía entre los caballos, el trabajo, la familia, mirar el box, la huerta, su Rivas (del que nunca se fue del todo) y el cine, o, mejor dicho, El Padrino. Para él, el cine sucedía. Supongo que entendía esa especie de contrato que hacemos con la ficción, pero no sé hasta dónde. El cine sucedía, quiero decir, El Padrino sucedía. Allí no había ficción. Una tarde, despotricando sobre un conocido italiano (del sur) me decía:-“nena, con esta gente no te podés descuidar”, si estás mal con ellos, una noche salís y te incendian la casa, sino mirá lo que hizo este chico, Maico (Maico era Michael Corleone), que mandó a matar al hermano, (porque para él, Freddo aún dormía con los peces, una muerte más digna quizás que la de John Cazale en la vida real). Borges solía contar que cuando estaba escribiendo La Intrusa, no sabía de qué manera darle cierre, cuál sería la frase final, toda la suerte del cuento dependía de las palabras finales, y se lo comentaba a Doña Leonor, su madre, que le dijo en su criollo acostumbrado: “dejáme pensar”. Una mañana, se encontraban desayunando y ella sentenció: “ya sé lo que dijo Nilsen!”, como si hubiera ocurrido: “a trabajar hermano, mañana nos ayudarán los caranchos”; lo que maravilló a su hijo fue que Leonor vio a los dos hermanos; eso que le dijo, sucedió; en ese momento epifánico, “ella creyó en los orilleros imaginarios, los conocía mejor que yo, extraordinario  ese momento”, recordaba Borges. Así como Doña Leonor vio a los hermanos Nilsen, así como Cervantes no acierta las palabras finales de su Quijote porque está conmovido y movilizado por la muerte de Don Alonso, así, Victorio Enrique Muzio -el abuelo- vivió cada escena de El Padrino. Como una especie  en Chance Gardener (Peter Sellers en Desde el jardín) con “Los Corleone” (porque así rebautizó a la película). El Padrino es más que una película de culto que muchos ritualizamos viéndola más de una vez por año como si fuera la primera, y encontrándole atributos gardelianos porque mejora con los días, rejuveneciendo como Dorian Gray sin el final. Brando actúa, Pacino actúa, Coppola dirige, pero en El Padrino ninguno de ellos se dedica a lo que saben hacer. En El Padrino hacen otra cosa. En un juego de gestualidades logran la existencia. El Padrino es una película que sucede, porque todo allí es cierto.

-Cierto es Clemenza y sus tiradores, cierto es el tuco que le enseña a preparar a Michael -ajo, salchichas, tomate, un chorro de vino y un poco de azúcar- … Cierta es la frase “leave the gun, take the cannoli” (dejá el revólver, agarrá los cannoli), porque tan sagrada era la omertá al Padrino como los pedidos de su mujer.

-Ciertos son los hombros de Sonny, las patadas y sus zapatos, los 850 disparos que siempre nos sorprenden y que siempre, esperanzados, rogamos que tome por otro camino o esperamos que no lo llame Connie desesperada vestida de satén.

-Cierto es Don Altobello, cierto es que es italianísimo y no judío como el enorme Eli Wallach que salva la 3. Ciertos son los canolli que saborea en el teatro, ciertos son sus dedos chupados al probar el “pane e óleo de oliva” en ese maravilloso recoveco en Bagheria, donde todo se ritualiza con miradas, silencios, complicidad, voces quebradas, milenarias, guturales, donde uno lo entiende todo, aunque no hubiere traducción.

-Cierta es la mirada entre desesperada y resignada de Sal Tessio, sabiéndose ya muerto.

-Ciertas son todas las miradas de Tom Hagen, su estoica afabilidad, conjurando terribles destinos de manera suave, como si pareciera que lo que pide es lo más justo del mundo.

-Cierto es Michael y todos sus silencios.

-Cierto es el zoom a la ventana, la sangre ajena, espesa, enmarañada entre sabanas de seda, de Khartoum, y los 600.000 dólares sobre cuatro patas al pie de la cama.

-Cierto es Pentangeli escuchando la sentencia de Hagen, entendiendo el sentido de suicidio ultraísta y maratiano… Cierta es la cara, solo la cara y los pompones, de su hermano traído desde Italia al juicio para que sea eso… una cara.

-Ciertos son los trémulos dedos de Enzo, el pastelero, intentando maniobrar un cigarrillo a la salida del hospital.

-Cierto es Calo (un Franco Citti pasolineano) diciendo “¡América! ¡Llévame a América! ¡Clark Gable!  ¡Rita Hayworth!”

-Ciertos son todos los ojos de Kay.

-Cierto es el desgarrado “figlio di puttana” de Don Ciccio.

-Ciertos son los nombres Paulie Gatto, Rocco Lampone, Al Neri.

-Ciertas son las camisas ajustadas de Jonnhy Ola que seguirá usando cuando se vuelva Junior Soprano.

-Cierta es la patita apoyada en el respaldo del sillón de Hyman Roth y el ritual de hombres poderosos rendidos ante una torta de cumpleaños.

-Cierta es la “bella pera” que el joven Vito le regala a su esposa, tan cierta como su caminada vista desde atrás a través de Little Italy.

-Cierta es Connie en evolución, aunque siempre niña de cobre, frágil, y sus huesitos inundando el espacio.

-Cierta es la fuerza de la palabra “bachicha” en las traducciones al español.

-Ciertas son las continuidades de naranjas -rodando por el piso, en sobres de papel madera, chupada por Michael o en los dientes de Don Vito…

El abuelo y nosotros, correligionarios corleoneanos, elegimos, como dijo François Truffaut alguna vez, el reflejo de la vida a la vida misma. Entendemos y celebramos el sentido de la existencia como Woody Allen en el final de Hannah y sus hermanas, metido en una sala de cine, entendiendo (para salvarse) que no hay más que eso, eso que trasciende, como trascenderá El Padrino “en las presuntivas aguas del Tiempo; sospechándose poseedor del sentido reticente o ausente de la in­concebible palabra eternidad”. Entonces, choquemos las copas y gritemos «cent’ anni» (cincuenta en este caso)… Por cien años más de realidades.

El padrino (The Godfather; Estados Unidos, 1972). Dirección: Francis Ford Coppola. Guion: Francis Ford Coppola y Mario Puzo (basado en la novela homónima del escritor). Fotografía: Gordon Willis. Música: Nino Rota. Reparto: Marlon Brando, Al Pacino, James Caan, Robert Duvall, Diane Keaton, John Cazale, Talia Shire, Richard S. Castellano, Sterling Hayden, Gianni Russo, Rudy Bond, John Marley, Richard Conte, entre otros. Duración: 175 minutos.

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