Es curioso que le digan Don Corleone y no Don Vito, ¿no?

Siquiera es su apellido: Vito Corleone, en realidad, se llama Vito Andolini. De Corleone, Sicilia, es de donde vino, de donde huye. Corleone es el pueblo donde nació, donde mataron a su padre, primero, y a su madre después. Y, si no se escapaba, a él también lo iban a matar. Donde, un día, ya grande, volvería a matar a Don Ciccio, a hacer justicia por mano propia, porque la justicia es venganza en este mundo. Don Ciccio espera, sentado en el mismo asiento, como si el tiempo no hubiera pasado, como si fuera un destino ineludible: matar, ser matado. Un legado de violencia, de vendettas. Por eso el pueblo es también apellido y nombre. No es solo Vito Corleone, es Don Corleone: la consumación de la idea, una idealización en sí misma.

La sangre, la mafia, el honor, la tierra, el apellido. Todo entremezclado, como un barro primigenio de venganza y justicia aplicada con las armas que sean, de orden y moral e hijos que se matan, como Dios que mató al suyo para restablecer el orden, como le pidió a Abraham que lo hiciera con el suyo.

Pero Michael, Michele, Miguel, que tiene el nombre del más importante de los arcángeles (quien desterró al Demonio, nada menos) quiere salirse. El hijo predilecto es el hijo pródigo, que lucha, como buen soldado, por la patria nueva. Nacido en América, oriundo de Nueva York, héroe de guerra por los Estados Unidos, no sabe, o no quiso ver, que la nueva tierra no es tan distinta a la vieja. Que la Estatua de la Libertad, donde el nombre Corleone reemplazó a Andolini, es apenas un monumento en una isla de inmigrantes, apenas burocracia, apenas personas que huyen de sus tierras soñando con un futuro mejor. Que la Cosa Nostra no es un asunto geográfico, sino de sangre, que también vino en el barco con el pequeño Vito, solo, abandonado, triste. Michael no quiere ser Corleone. Como Vito, huye. Pero la sangre pesa más, el honor también. Y la familia.

Porque El Padrino, ante todo, es una épica familiar, la historia de un pueblo y un poder mínimo que llega a escalas impensadas, una ópera en clave de ficción de folletín, filmada. El cine y la ópera, que se parecen más de lo que pueden admitir, como un padre y un hijo, configuran un melodrama del crimen, pura representación trágica.

Es el Genaro de “En la sangre”, la novela de Eugenio Cambaceres, que mientras más rechaza la violencia del padre inmigrante, más se convierte en él. Una historia de fantasmas y posesiones, de hijos que se vuelven su padre, de padres que matan a sus hijos. De nuevas generaciones que se llevan puestas a las anteriores. Una lucha de poder. Genaro termina de convertirse en su padre cuando la faja a su mujer por primera vez. Y la novela termina ahí.

Vito, a diferencia del tachero padre de Genaro, esperaba para Michael una vida legítima, pura, una especie de redención a través del hijo. Y sin embargo, él mismo lo puso en el camino inevitable. Cuando a él, a Vito, le disparan, y Michael con la boca desfigurada, herido en el orgullo, hablando muy parecido a su padre, se va convirtiendo en él. Como Genaro, de a poco, va tomando su lugar. Y tras matar al policía corrupto, símbolo de todo lo que está podrido, debe huir, huye a la idealización, a la ensoñación de su padre, a su tierra de la infancia, Corleone. Corleone, que es tierra y pasado, es también su propio padre. Michael, que quería una vida con el sueño americano, es embelesado por un ensueño pastoral. Un amor ideal, una vida paralela, de otro, propia. Pero el sueño se hace pesadilla, y la violencia lo alcanza. Apollonia, que pertenece -como indica su nombre- al dios romano del sol, es asesinada en un auto que debía matarlo a él. El dilema de huir está siempre presente en Don Miguel, que tampoco es Don Miguel, que también se convierte en Don Corleone tras la muerte de su padre. Tras matar a su hermano. Tras abofetear a Kay, que no es Apollonia. Tras cerrarse esa puerta que lo separa de ella, de todos, que lo deja solo, apenas con el poder, que nunca es suficiente, que nunca termina. 

Es la búsqueda de liberarse del legado, paradójicamente, la que causa el círculo de violencia y muerte. La idea de una moral superior, la tragedia misma del pasado que se repite en su intención de romperse. Una espiral de muerte, de poder, donde llegar más alto es, en realidad, ahondar en el Infierno. Donde vengar la muerte del padre se convierte en la muerte de la hija. Y nada menos que en las escalinatas de la Ópera. Donde proteger a los hijos se vuelve matar al hermano, desde lejos, atrás de un vidrio, solo. Solo con la sangre, con la tragedia.

El padrino (The Godfather; Estados Unidos, 1972). Dirección: Francis Ford Coppola. Guion: Francis Ford Coppola y Mario Puzo (basado en la novela homónima del escritor). Fotografía: Gordon Willis. Música: Nino Rota. Reparto: Marlon Brando, Al Pacino, James Caan, Robert Duvall, Diane Keaton, John Cazale, Talia Shire, Richard S. Castellano, Sterling Hayden, Gianni Russo, Rudy Bond, John Marley, Richard Conte, entre otros. Duración: 175 minutos.

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