El cuarto largometraje (y regreso a la dirección tras una década) de la actriz y realizadora canadiense Sarah Polley, titulado Ellas hablan (Women talking, 2022), está basado en la novela homónima (2020) de la escritora canadiense y de ascendencia menonita Miriam Toews. Esta obra literaria se presenta como “un acto de imaginación femenina”, como una reacción frente a hechos reales acontecidos entre 2005 y 2008 en la colonia Manitoba situada en Bolivia. La novela se estructura a partir de las actas de reunión de un grupo de mujeres respecto a cómo responder a lo acontecido, narradas por August, el cronista en cuestión. En su adaptación, Polley se desprende de la referencia al hecho real en sí, pero mantiene el tono de ficción imaginativa que sigue en lo sustancial a la novela original. La ficción alegórica le permite entonces pasar de la historia particular a una posible respuesta que puede ser universalizada en el contexto de la lucha de los movimientos de mujeres, respecto de las violencias de todo tipo que han sufrido y continúan padeciendo en diversos contextos. Siguiendo esta línea, el cambio más significativo que realiza Polley en la transposición al cine (y por cierto acertado con relación a la temática que aborda), es el pasaje del narrador testigo a una narradora protagonista en primera persona, encarnada por la voz en off de Ona.

La película abre con un plano cenital de Ona (Rooney Mara), recostada en su cama, cuando al despertar se encuentra con moretones en la zona de la ingle mientras clama por el consuelo de su madre. Ona relata que estos episodios ocurrían con frecuencia a las mujeres de la aldea menonita y ante la evidencia se les decía que correspondían a fantasmas, a un castigo de Satanás o que eran producto de sus mentiras e imaginaciones. Pero resulta que un día el velo se cae y se descubre la verdad. Atrapan a uno de los agresores y nombra a sus cómplices. Se trataba de violaciones perpetradas de manera sistemática, bajo suministro de drogas anestésicas, por hombres de la propia colonia religiosa. Para que los agresores no sufran la iracunda venganza de las víctimas, se dispone su arresto y traslado a la ciudad. Los hombres determinan que pagarán la fianza de los detenidos y ordenan a las mujeres a perdonar a los agresores, so pena de ser excomulgadas de la comunidad.

La ausencia temporal de los hombres permite que mujeres de distintas generaciones se reúnan valientemente en el granero para decidir qué hacer antes de su regreso. Privadas del acceso a la educación, se la ingenian mediante dibujos para someter a votación tres opciones: “no hacer nada”, “quedarse y luchar” o “irse”. Luego toman al joven August como cronista de las actas de sus debates. Así, cada una de las mujeres expone sus anhelos (seguridad y libertad), sus temores (dejar a los hombres y a sus queridos hijos, lo desconocido del más allá de la colonia), sus crisis de fe y sus reflexiones sobre un sistema patriarcal construido sobre la expoliación y la desigualdad de poder y que hace tanto a mujeres como a los propios hombres, victimas de él. Las mujeres apuntan a llegar a un consenso y en este proceso salen a la luz las diferentes posiciones de cada una de ellas.

El uso de plano cenital en el comienzo marca la distancia de Ona como narradora en su exterioridad y su inserción en la historia que narra como una de las protagonistas de esta ficción coral. Al mismo tiempo, el uso del plano cenital sobre los carruajes en que se llevan detenidos a los agresores sitúa uno de los tópicos de los que se trata: el juicio de Dios sobre los hombres. Pero a la vez Dios mismo es puesto en tela de juicio y la fe en su doctrina en cuestión ante la indolencia y el silencio del Creador respecto de la violencia hacia las mujeres y su sufrimiento. Vemos planos generales de un entorno rural de vasta extensión, que transmite el aislamiento de los personajes y una paleta de colores apagados en la gama del verde musgo que transmite lo ominoso al interior de la propia colonia. Si los planos generales de exteriores acentúan la dimensión de aislamiento y desolación de las mujeres respecto del mundo exterior, la penumbra al interior del granero da cuenta del secreto de las reuniones, como de la clandestinidad del plan que urden, aunque también de la íntima compañía de cuerpos que se acompañan solidariamente desde su padecimiento y su soledad.

Junto a la fotografía, también se encuentra lograda la dirección de arte que, a partir de la vestimenta de antaño de las mujeres (siempre recatadas, con cabello recogido que constriñe su expresión femenina) y de la presencia de faroles y carruajes, plasma el aura de una comunidad detenida en el tiempo. Esto contrasta fuertemente con la temporalidad narrativa situada en el año 2010, según nos hace saber el megáfono del censista que se acerca a los bordes de la aldea. El contexto espacial es entonces el de una colonia religiosa de férreos valores ascéticos y cerrada respecto del mundo exterior. Este aislamiento se funda en la lógica de proyectar el mal hacia el exterior, desconociendo lo ajeno del mal en el interior mismo de la colonia. El terror se infunde como estrategia de poder que apunta a controlar el cuerpo de las mujeres. En este sentido la película se emparienta, aunque abordados desde el género del terror más que del drama, con La aldea (2004) o La bruja (2015). En esta última en particular, la mujer como monstruo es representante -en el oscuro bosque prohibido- de la metamorfosis de la pubertad que atraviesa la protagonista en lo íntimo de su cuerpo.

Al tiempo que se desarrolla la reunión, la directora recurre a pequeñas escenas de flasbacks para dar cuenta de la historia pasada de abusos y vejaciones padecida por las mujeres, y en los recesos se va desplegando también la historia del cronista de las actas. Este arco temporal más amplio, que aquel en que transcurren las conversaciones (que la narradora sitúa en los meses previos al nacimiento de su hijo), así como las canciones religiosas que entona el grupo para brindarse sosiego, coraje o esperanza, aportan a la película un tono melodramático, en consonancia con un sacrificio y un pathos que se exige a las mujeres, ya sea para quedarse y ser aceptadas por el entorno o por elegir su libertad. Las marcas en el cuerpo de las mujeres, sean cicatrices, moretones, dentaduras postizas o embarazos, permanecen como testimonio de la producción de una masculinidad, físicamente fuerte pero simbólicamente impotente, que al no poder marcar el cuerpo de una mujer mediante la palabra de amor pretende domeñarlo con el miedo y los estigmas en lo real de sus cuerpos.

August (Ben Whishaw) es un joven sensible y torturado por tendencias suicidas, que fue expulsado de la colonia a los 12 años junto a su madre por cuestionar ella el poder de los hombres. Por haber asistido a la universidad fue aceptado de regreso en la aldea para ser profesor de los niños. La memoria de su madre permite que pueda ser tomado como testigo y escribiente de las reuniones por las mujeres.

Las mujeres reunidas pertenecen a tres familias: los Janz, los Reimer y los Friesen. La familia Janz votó por “no hacer nada”. Ferviente creyente a ultranza, Scarface Janz (Frances McDormand) expone que teme al juicio de Dios y a perder su lugar en el Reino de los Cielos si no perdonan a los hombres, por lo que prontamente se retira de la sesión. Entre las Friesen y las Reimer queda entonces definir entre “permanecer y luchar” o “irse”. Salomé Friesen (Claire Foy), como su nombre bíblico lo indica, es de carácter belicoso y encarna a la mujer sin límites y dispuesta a todo en su odio hacia los hombres. Viendo en el irse una huida cobarde, aboga por permanecer y luchar sin dejar títere con cabeza. Su hermana Ona, de carácter dulce, tranquilo y mesurado, es el interés romántico de August desde la infancia y lleva adelante un embarazo, producto de una de las violaciones que sufrió. Retomando el espíritu de la madre de August, es la representante de un feminismo moderado que propone irse pero no al modo de una huida que reproduzca la misma estructura patriarcal basada en la centralidad y el verticalismo del poder, sino para fundar una nueva sociedad que tenga como pilares la igualdad y la ternura. Sin rechazar al varón, plantea que tras un tiempo podrían ser aceptados, bajo las condiciones de equidad y respeto que proponen. Greta Reimer (Sheila McCarthy) es la anciana sabia que ordena y modera las disputas, proponiendo como referencia alegórica ejemplos de la reacción de sus yeguas ante quien detenta el poder (representado en el agresivo rottweiller que obstruye su paso). Su hija Mariche (Jessie Buckley) es la representante del rol tradicional de la mujer. Está fuertemente tomada por su lugar como esposa y madre (no obstante padecer a un esposo que la maltrata), por lo que en principio prefiere permanecer para no tener que abandonar a sus queridos hijos. Es Nettie/Melvin (August Winter), en cambio, quien tras padecer el violento ataque deja de hablar y adquiere el impulso para transformarse en varón. Adoptar los semblantes del agresor puede ser un manera de sobrevivir a la brutalidad de la colonia.

A lo largo de la conversación y la reflexión que en conjunto van realizando estas mujeres, un tema va a quedar puesto en cuestión: la idea del perdón. No es lo mismo un perdón hacia el agresor que se impone como mandato desde el discurso religioso o desde la construcción social de la mujer como abnegada y sumisa, que aquel que puede brindarse a partir de una distancia temporal y de una elección libre de toda sujeción exterior.

En resumen, como bien lo expresa el título, se trata de mujeres que hablan y que además lo hacen por primera vez y que deciden en libertad cómo quieren vivir. Es, en este punto, donde reside la potencia de Ellas hablan, pues de esta manera Sarah Polley consigue dar voz y voto a aquellas mujeres silenciadas y excluidas de la sociedad de hoy en día, ya sea por su condición de pobreza, de marginalidad, de minoría o por condicionamientos sociales. Que el protagonismo sea el de la palabra de las mujeres está muy bien puntuado mediante el recurso del fuera de campo de los hombres, bien se trate de los perpetradores de las atrocidades o de sus congéneres de la colonia que los avalan. Las excepciones son August, porque es el testigo, y el censista y el esposo de Mariche, a los que vemos como siluetas colaterales, lejanas o difusas, sin que sea posible individualizarlos.

En el juego temporal de un pasado en el presente y de un presente en el pasado Sarah Polley da cuenta de los enquistados resabios del patriarcado que todavía persisten (tanto en hombres como en las propias mujeres) pese al avance de los derechos de la mujer en la actualidad. Al mismo tiempo, expresa que las mujeres pueden ser la promesa de un futuro mejor. En este sentido la reunión de estas mujeres ancladas en el tiempo en el viejo granero bien resuena con cualquiera de las reuniones de mujeres que se realizan en el seno del movimiento de mujeres en la época contemporánea.

Pese a la fuerte impronta teatral y sus diálogos extensos en una única locación, Polley logra sortear el didactismo expositivo del ideario feminista porque encuentra su potencia en la fábula social contemporánea, donde muchas mujeres continúan silenciadas aunque no lo parezca. De esta manera, en vísperas de un nuevo 8M, Ellas hablan da cuenta de la potencia transformadora de las mujeres cuando pueden organizarse colectivamente, tomar la voz, llegar a consensos, asumir riesgos y hacer de la dulzura un nuevo valor. Como dice la psicoanalista francesa Anne Dufourmantelle en su Potencia de la dulzura, la dulzura, en consonancia con una posición femenina, no es el opuesto binario a la fuerza o al poder patriarcal. La dulzura se sostiene en la ambigüedad de un camino otro que es aquel de un decir “no” que es también un decir “sí”, en el sentido de una aprobación de la vida. Y es un sendero que bien vale la pena transitar.

Calificación: 9/10

Ellas hablan (Women Talking, Estados Unidos, 2022). Dirección: Sarah Polley. Guion: Sarah Polley, Miriam Toews. Fotografía: Luc Montpellier. Montaje: Christopher Donaldson, Roslyn Kalloo. Elenco: Rooney Mara, Claire Foy, Jessie Buckley, Sheila McCarthy, Frances McDormand, Ben Wishaw, Judith Ivey, Emily Mitchell, Liv McNeil, Michelle McLeod. Duración: 104 minutos.

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