
Cómo se reconstruye lo que no existe. Cómo se hace para encontrar las piezas de una demolición dispersa en diferentes lugares del mundo. Cómo se hace para ir detrás de un sueño –conocer un lugar- sabiendo que ese sueño es imposible de concretar. Hacer un documental sobre algo que ya no existe es casi como crear una película imaginaria. Se trata, en todo caso de encontrar un punto de apoyo a partir del cual desplegar ese universo que fluctúa entre la realidad de lo que fue y el olvido que es lo que queda.
Lo curioso de Un sueño en París es que el personaje que va en busca de su sueño –Jean Pierre Noher- empieza por un costado, como si en esa exploración algo tímida por los contornos pudiera encontrar la puerta de acceso a algo que todavía está más allá de su visión. Empezar por Cortázar, por recorrer las calles del barrio en que vivió en Buenos Aires, por sentarse en un café que lleva el nombre de Rayuela en el barrio Agronomía es como el primer pasaje, el primer boleto de entrada en el sueño. Del otro lado de la mesa está Tomás Barna, uno de los conjurados de París, uno más entre los argentinos que habían escapado por razones diversas y que tenían la necesidad de crear un espacio en Francia que los hiciera sentir argentinos. Cortázar es entonces un puente: el punto de apoyo que Edgardo Cantón y otro grupo de argentinos encontraron para desplegar su propio sueño. Cortázar como impulso. La paradoja de ese hombre que nació en Bruselas, fue niño en Buenos Aires y se convirtió en Cortázar en París, y que necesitaba también tender para sí mismo esos puentes con el espacio que había dejado atrás a comienzos de la década del 50. Cortázar como la quintaesencia del argentino en París: la imagen prototípica y también mítica.
¿Podía haber otro padrino para ese emprendimiento?¿Podía haber otro nombre que no fuera “Trottoirs de Buenos Aires”?¿Podía no ser el tango el refugio para esos hombres y mujeres que estaban en otra tierra, como si estuvieran en otro mundo?

La imagen nos devuelve a Cortázar de pie, aplaudiendo entre el público el día de la inauguración del local. El día que tocaba el Sexteto Mayor. El día que a pesar de todas las presunciones, el local se llenó gracias al boca a boca y que trajo entre otros a Pierre Richard (en ese momento, el actor más popular de Francia). Pero todas esas fotos no son más que una parte del mito poblado de nombres propios que estaban detrás del proyecto, que estaban sobre el escenario y que estaban también ocupando las mesas y sillas del lugar. Noher busca el sueño en París, o lo que es lo mismo, encontrar lo que pueda quedar de lo que fue. Recorre las calles, como demorando el encuentro directo con el lugar específico. Busca primero a Edgardo Cantón para recibir siempre las mismas respuestas sonando en los porteros eléctricos de los edificios en los que vivió: ya no vive más aquí, vive en Argentina.
Cantón, el que fue el centro alrededor del cual giró el proyecto –porque fue él quien reunió a los 23 socios para comenzar, porque era él quien presentaba los shows, quien contaba a los franceses desde el escenario qué historia narraba el tango que iban a escuchar-, se ha vuelto invisible, escurridizo. Esa figuración central cede ahora el espacio al retiro: lo único que queda de él es un viejo archivo en el que habla del proyecto y las fotos que se acumularon durante el tiempo que el sueño duró.

Pero quizás esa misma ausencia actual del centro es lo que impulsa al documental a seguir buscando, a tantear en los márgenes una posible reconstrucción de la historia. La ausencia de Cantón le da espacio a las fotos de cuando estaban refaccionando el local, a las de algunos de los shows, a algunas filmaciones de esa época de fines de los 70 y posteriores. Su espacio es ocupado por Barna, por Harguinteguy, por Jairo, por Susana Rinaldi, por Guillermo Galvé. El mito ahora involucra al propio Cantón, que es narrado desde afuera y reconstruido como eje alrededor del cual giraba todo.
Por debajo de lo anecdótico, de lo risueño, del recuerdo cariñoso de lo que fue un emprendimiento delirante, lo que subsiste es la construcción de un espacio de contención que se articulaba con otros. Como si París se hubiera establecido como una suerte de defensa para los argentinos que debían exiliarse, el “Trottoirs de Buenos Aires” era el vértice de un triángulo que le escapaba a las formalidades y burocracias de la Embajada. Embajadas paralelas, de alguna manera, en tanto funcionaban como representaciones, como espacios simbólicos en los que lo argentino subsistía en el exterior. La Casa Argentina, ese espacio en el que incluso vivió el propio Cortázar, como el espacio más cercano a lo oficial. La casa de los Pons, como el lugar en el que todo argentino –sobre todo si estaba relacionado con la cultura- recalaba, mezcla de restaurant clandestino, laboratorio fotográfico y club musical, que es el eje de la notable serie “Calle Descartes, número 16”. Y el “Trottoirs…” como una expresión pública, más para afuera, como un doblez de la casa de los Pons, por donde pasaba especialmente el tango. Lo interesante es que el sueño inicial, cumplido, alimentado por los músicos y por los habitués, funcionó de una manera extraña. Porque por un lado, fue la punta de lanza para el éxito que el tango tuvo unos años después, desperdigándose especialmente por toda Europa, Japón y los Estados Unidos. Pero, por otro, no pudo usufructuar ese éxito. La idea del sueño parece entonces, despojada de las necesidades económicas que fueron sobreviniendo en un lugar en el que siempre los números quedaban en rojo. Lo lúdico, el gusto, el porque sí, sobreponiéndose a los números.

Los sueños, como suele ocurrir, son efímeros. Tienen un momento de fulgor y de intensidad que pueden llevar al arrebato, y sin duda conducen a la felicidad. El mérito de Un sueño en París es retratar ese fulgor sin dejarse llevar por el desencanto del final. El recuerdo de los involucrados es así: como si hubieran quedado fijados en ese comienzo en el que todo era entusiasmo, generosidad y disfrute. El momento en el que el lugar se convirtió en un hueco en el que la argentinidad se colaba recobrando la historia y el presente del tango como música nacional. Pero como ocurre con los sueños, se duda. Se duda si fue un sueño o si se hizo realidad. “¿Yo lo viví o lo soñé?” dice Barna en el final, como si no pudiera creer que eso fue parte de su vida. No importa su duda. Ni que el lugar que fue el “Trottoirs…” hoy no exista y lo haya reemplazado un bar gay (en un punto, podría pensarse que ese espacio está predestinado a marcar ciertos signos de los tiempos). Importa el recuerdo, lo que subsiste en la memoria de los sobrevivientes para que el mito no sea solo eso. Y que en algún punto, vuelva a ser algo real.
Calificación: 6/10
Un sueño en París (Argentina, 2020). Dirección: Sergio Constantino. Guion: Gustavo Alonso, Sergio Constantino. Fotografía: Carla Stella. Montaje: : Manuel García Tornadú. Elenco: Jean Pierre Noher. Duración: 76 minutos. Disponible en Cine Ar Play.
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