1.Todo empieza con una camisa negra. Con un deseo, una última voluntad que se impone como una orden. El Nono, el abuelo de Toia Bonino pidió que, a su muerte, lo velen con una camisa negra. El gesto construye una representación, se incluye como imposición del vestir, como el interés de fijar la última mirada sobre un cuerpo, con un elemento determinado. En el comienzo de L’addio (Bonino, 2025) las imágenes muestran un cuerpo que está siendo preparado para ser velado: se lo viste, se lo maquilla, se acomoda su postura, se lo coloca en un espacio que se volverá central a la mirada. Esa sucesión de detalles que pueden parecer escabrosos, en verdad se muestran como parte de un ritual que refuerza la percepción de lo que está siendo representado: hay algo de escena preparada, de guion, de teatralidad en toda la ceremonia, que llegará a su punto exacerbado en la escena final (que a la vez funciona como un conducto aliviador de lo que se termina de ver).

2. Tal vez por esa misma razón, hay que recurrir a lo representado para narrar la historia que se pretende contar. “Necesito robar otras voces para hablar desde adentro mío” se escribe en la pantalla. Y entonces el imaginario para contar la relación que Toia Bonino estableció con su abuelo Antonio y su padre Paolo son las imágenes de una vieja versión de Heidi y las de la serie La familia Ingalls. En el primero encuentra la amorosa relación entre una nieta y su abuelo, con el mismo fondo de los Alpes en los que durante un tiempo vivió Antonio. En el segundo, porque entiende a Paolo como reflejo de ese padre de familia observado por una de sus hijas, más que como modelo, como “soldado obediente” de una tarea que le desagradaba. Pero es la misma Toia quien lo advierte: que toda idealización que parte de un imaginario está contaminada. Benito Mussolini poniendo el cemento en la piedra fundacional de Cinecittá la lleva a pensar que hasta una fábrica de sueños puede haber sido puesta en marcha por el fascismo.

3. ”Mi padre filmaba todo: los viajes, las cenas con los nonos, el arribo de parientes, los abrazos de despedida” dice Toia. Poco antes, cuando ve algunas imágenes de Italia, de uno de los viajes de su padre, se pregunta qué miraba con esa cámara. Ese registro -que lleva a que uno de los títulos tentativos del proyecto sea “Album familiar”- es aparentemente inocuo, hasta objetivo en cierto punto en su decisión de relevar eventos familiares. Pero aun así los detalles asoman, dejan huellas de otras cosas. El único momento de enojo de una mujer –su madre-, rompiendo la inercia de su amoldamiento habitual. El recorrido por Italia que revela el mismo trayecto del abuelo hacia Saló, donde estaba la residencia de Mussolini (y que le hace preguntarse si su padre estaría buscando lo mismo que ella). Pero lo más importante está antes, en una dimensión que puede escaparse porque se naturaliza como parte de la técnica. Las películas que el padre filmaba son en super 8 y no tienen sonido. Para Toia, esa idea dispara el recuerdo de que en la familia no se hablaba de política, y de allí a pensar que “con sus películas mudas, mi papá registraba ese silencio”.  

4.L’addio es incluso desde esa enunciación, la posibilidad de traicionar el silencio custodiado por su padre. Ese silencio que se desarma cuando aquella camisa negra del velatorio adquiere un significado. La puesta en escena imaginada por el Nono podía ser anacrónica, pero cumplía el objetivo de representar su vida previa (¿cómo no lo iba a ser para alguien que decidió irse de Italia cuando perdió las esperanzas de que regresara el fascismo?). La traición es doble: al silencio del Nono y a la custodia del padre. Pero sobre todo el primero. Porque desde el momento en que se tira del hilo de la camisa negra y del cuadrito de los Alpes del que todos se burlaban en los veranos en Pinamar, comienzan a aparecer los rastros de esa historia de la que no se hablaba. El padre Eusebio que casó a toda la familia y que fue capellán de las Camisas Negras y confesor del Duce (“¿Qué amor puede bendecir el confesor de Mussolini?” se pregunta). Y el propio Antonio, que aparece en el negativo de una foto abrazando al Duce. Y en otras imágenes posteriores, arengando a una multitud desde su rol de secretario –o asistente- personal de Mussolini. El libro que Augusto escribió años después y que nadie en la familia leyó, en italiano, se llama “Mussolini ha detto”, ocupando el lugar de testigo e interlocutor pasado del Duce.

5.La lectura del libro revela, más que la historia de Mussolini, una mirada. Más incluso que la asunción que hace de constituir una “crónica personal”. Dos elementos se recogen como constitutivos de esa mirada. Uno, que, en el libro, Mussolini resigna su identificación, su apellido, para convertirse en “El”. Ese uso es revelador de lo innecesario del nombre, pero, sobre todo, de su constitución suprahumana, que si se nominara perdería su verdadera grandeza. El otro, el relato del desencuentro final, antes que Mussolini termine colgado en la plaza pública. Allí descubre Toia otra relación: en ese preguntarse si Mussolini habrá preguntado por él, late, cree, una historia de amor que resume el espíritu del libro. La de dos hombres unidos por una causa, una idea y una historia, cuya separación lleva a un silencio que solo el rescate de los recuerdos –una vez y para siempre- parece interrumpir.

6.La intuición previa se hace carne: no se trata del fascismo sino de los hombres de la familia. De ese mandato escrito de ser “marido, padre y soldado”. “Hicimos todo lo posible por ignorar su historia, pero algo de su legado siniestro marcó a su descendencia” dice, y esa dicción alcanza a su padre y su tío, ingenieros sin vocación, condenados a fracasar en el cuidado de unos campos que no les interesaban. A su primo nacido con hidrocefalia y a su hermano –encarnación del ideal familiar- que muere joven de cáncer, padeciendo y sufriendo durante diez años. La descendencia del apellido se ha cortado en ellos, pero el gesto de Toia de poner en la escena a su hijo Juan, filmado a escondidas primero, y luego maquillado en una Marcha del Orgullo, implica un efecto liberador (tanto como que no recuerde mucho del nono ni que sepa muy bien qué es un dictador), a la vez que le da otra dirección y otro significado a ese juego de la representación que atraviesa a toda la familia (y que la incluye a ella misma en ese desdoblamiento que practica entre los textos en pantalla y la voz en off). De la misma manera que su intervención narrando la historia restaura un lugar: un pasaje de la condición de testigos (esos que solo pueden mirar, como la abuela que se intuye como una víctima de ese sistema o la madre condenada a ser pura imagen en las películas mientras se amoldaba a la familia) a narradores (esos que pueden contar la historia después de recuperar sus fragmentos silenciados). “De las mujeres de mi familia no se esperaba nada”, dice cerca del final. Y es tal vez eso, justamente, lo que les permitió salir del mandato, del legado siniestro, para desde allí, poder contar la historia y las marcas que dejó en la familia.

L’Addio (Argentina, 2025). Dirección: Toia Bonino. Guion: Nicolás Testoni, Gustavo Galuppo, Toia Bonino. Fotografía: Toia Bonino, Armin Marchesini Weihmuller. Edición: Gustavo Galuppo. Elenco: Marvi Bonino, Chiara Bonino, Toia Bonino, Juan Valle. Duración: 71 minutos.

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