Al son de una armonía en tonos fantásticos, los títulos se presentan con los mismos ribetes de los viejos volúmenes de cuentos de hadas que aparecían en las películas clásicas, anunciando un relato fuera del tiempo y el espacio. Bruscamente esa atmósfera es cortada por el sonido de una llamada telefónica y el ruido de autos al pasar. La ciudad y la modernidad se apersonan. El cuento de hadas es interrumpido por la contaminación sonora del drama contextualizado en el Sao Pablo actual. Esa dicotomía entre lo fantástico y el verismo se mantendrá pujante de principio a fin en Los buenos modales (Dutra, Rojas; 2017), donde la mixtura de géneros y referencias confeccionan un entramado cuyas aristas tocan temas étnicos, clasistas y maternales, pero que no termina de definirse por un estamento plenamente contestatario.
El teléfono que irrumpe apenas finalizados los créditos de inicio pertenece a Clara (Isabél Zuaa), una mujer afrodescendiente, de clase baja, al borde del desahucio, que busca el puesto de niñera para una mujer blanca de clase alta. En esa primera vez que se le presenta al espectador, lo hace detrás de varios vidrios. Entre ese otro y el espectador existen barreras que se romperán en los primeros planos de la protagonista, que la buscan constantemente, porque la idea de acortar esa distancia, de proponer un acercamiento, se instala en la primera parte de la película.
La aventura de una noche con un extraño es el elemento que desencadena las vicisitudes en la vida de las mujeres protagonistas. Negada a realizarse el aborto exigido por su padre, Ana (Marjorie Estiano), sufre el desdén familiar y el despojo crediticio. El único recuerdo de sus épocas de bonanza se resume a una cajita musical regalada por el padre, a la que constantemente vuelve como símbolo de esa añoranza y del escarnio patriarcal. Ese apego a la familia tradicional se contrapone a la libertad sexual que pareciera presentar Los buenos modales en su presentación de la breve relación homosexual. Sin embargo, detrás de ese supuesto progresismo, se esconden ideales reaccionarios: el embarazo le significa a Ana la maldición de ser no solamente descastada, sino también de tener la irrefrenable necesidad de comer carne (fagocitación que es llevada, también, al nivel sexual). La carnalidad, la carne, mostrada en planos detalles sanguinolentos, se exterioriza como el pecado, como una prohibición impuesta desde el más férreo cristianismo. Asimismo, el nombre elegido para el hijo será el de un profeta de esa religión: Joel, nombre bíblico cristiano, y esa cristiandad significa aculturación por parte de los colonos. Ahí también se juega la cuestión étnica. Diferencias raciales que son causa de las diferencias de clase en un Brasil donde una mayoría negra se encuentra en una situación de terrible desventaja en relación al grupo étnico dominante desde lo político y económico. La conexión histórica entre el colonialismo, la esclavitud y el racismo forma parte intrínseca del capitalismo. Esa brecha es puesta de manifiesto en el espacio mismo, que se configura como símbolo de esas diferencias: el río separa el barrio de la clase alta, determinado por un centro comercial, del barrio bajo, determinado por las casas menesterosas, en pasillos desnivelados.
Desde el título, la película se plantea retratar lo socialmente aceptado. Esa relación de poder está institucionalizada. Tanto es así que lo que comienza como una denuncia político cultural termina licuándose en un pastiche visual y genérico que deviene en simple mostramiento y aceptación. En una primera instancia, la trama amaga adentrarse en las cuestiones clasistas y en el drama familiar de Ana, pero, repentinamente, la ciencia ficción violenta ese entramado realista en un nacimiento que bien podría ser el mostrado en It’s alive (Larry Cohen; 1974), en un breve instante de body-horror. En esa segunda parte, la fotografía pinta paisajes fantásticos, haciendo uso del contraluz, e incluso, por momentos, de gamas que remiten al expresionismo colorista de Bava. También se insertan momentos musicales que, sin dejar de aportar a la significación interior de los personajes, se desligan del registro naturalista que otrora se venía manejando. Sin embargo, este viraje hacia la ciencia ficción se acerca más al Nazareno Cruz y el lobo (1975) de Favio que a las películas del hombre lobo de Lon Chaney Jr., las producciones de la Hammer, o a la más reciente saga Underworld, porque se inscribe -o pretende hacerlo- en la clave del drama social. El lobo acá no es otra cosa que la simbolización del descastado social, en un universo donde los hijos son arrojados al mundo y donde los padres no llegan a completar el rol de protectores y vigías. En este contexto, Clara cumplirá, finalmente, con ese rol de nodriza que le había sido asignado. Y, a partir de ese giro genérico, todo lo que se gestaba en esa primera parte se metamorfosea en la abnegación de las madres: de la que, a costa del sufrimiento y el exilio familiar –lo que le supone el renunciamiento a las acaudaladas arcas de las que es heredera-, decide aceptar a ese hijo; y de la que, pagando el precio de una vida en las sombras, decide proteger el secreto de ese ser diferente. Según diálogos de la protagonista, no se sabe si al niño lo trae la cigüeña o el Cuco, pero de una manera u otra, es un “regalo”.
El diferente, no obstante, es mostrado peligroso, porque posee una debilidad que no controla, que no asume. Y, asimismo, el personaje no es trabajado desde la empatía para conseguir que el espectador se ponga de su lado. Por el contrario, es mostrado de forma distante, como un personaje díscolo, incluso ingrato, llevando adelante una mini odisea para encontrar a su padre, un padre ausente, de quien poco o nada se sabe. “Sigue las migajas”, le cantará Clara, haciendo referencia al cuento de Hansel y Gretel. Pero la cita está desligada de su significación, para quedar en el vacío: el viaje que los niños emprenden al bosque como zona de peligro (en realidad, un centro comercial al que, sin inocencia, se nombra “Bosque Cristal”), ubicado en la zona acaudalada de la dicotomía territorial, no es un viaje iniciático hacia la adultez, como se esperaría en el cuento de hadas, sino una simple excusa para que el lobo ataque. Entonces, el peligro ya no reside en el espacio, sino en el monstruo –en la otredad-, que encarna el protagonista.
La monstruosidad completa su retrato con una cita a la versión cinematográfica de Frankenstein (James Whale; 1931): una multitud colérica que sube por los pasillos empinados en busca del monstruo, agitando objetos luminosos en las manos. Se reafirma, de esta forma, la idea del hombre-lobo como símbolo de la persecución al diferente, como aquello socialmente no aceptado.
Sin embargo, esa mezcla de géneros y denuncias no toma la fuerza necesaria para hacer, de esas pinturas, un todo contestatario, y desde el nivel narrativo-dramático, la progresión termina cayendo en una meseta, precisamente porque el recorrido se bifurca sin tomar en envión necesario. Al problema de la construcción se le suma el hecho de que la subalternidad étnica no pasa de ser un simple dato, y si bien la película goza del halago de no ser moralizante decepciona porque el comienzo había sido brutal: la relación de dominación étnica y de clase se percibía con fortaleza porque Clara era mostrada literalmente como una esclava: la mujer blanca siempre sentada era atendida por Clara arrodillada, cumpliendo demandas nimias. Esto no es menor en el contexto del Bolsonarismo. Pero, de repente, toda esa carga se licúa junto con el género y pasa a ser otra cosa; pinceladas en medio de un pastiche simpático pero terriblemente acrítico: lo que era una denuncia de clase se pierde al ampliarse en la denuncia a cualquier tipo de otredad – el Frankenstein de Whale trabaja eso desde el lado sexual, por ejemplo-. Finalmente, el empoderamiento de las subjetividades y la construcción de identidades negras queda trunco, y el final abierto se repite semánticamente en muchos sentidos. El sometimiento racial que supone sometimiento económico queda sin tocarse, mientras que la otredad a la que se busca rescatar es una otredad con la que no se logra empatizar nunca y que no ocupa un lugar determinado en ese mundo real. De ese modo se desliga del contexto para pasar a ser un ideal vacuo. Eso que en un principio se presentaba como rebelde cae -aun sin pretenderlo- en los cánones del nuevo racismo posmoderno, con el peligro que acarrea al no dar una discusión abierta, sino que niega, oculta y manipula.
Calificación: 6.5/10
Los buenos modales (As boas maneiras; Brasil, 2017). Guion y dirección: Marco Dutra; Juliana Rojas. Fotografía: Rui Poças. Edición: Caetano Gotardo. Elenco: Isabél Zuaa, Marjorie Estiano, Miguel Lobo. Duración: 135 minutos. Disponible en Mubi.
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