La observación pensativa de un rostro que mira a la nada en el plano de apertura presupone una película de pura contemplación, como las que son propias del estilo de Marco Berger, donde el culto al cuerpo y la mirada son agentes fundamentales dentro del universo homoerótico, que pugnan por discurrir en ambientes cerrados, puramente masculinos. Un rubio, sin resultar una excepción a ese estilo, ostenta modificaciones que la llevan a dar un paso más dentro de ese lugar que ocupan.
Las anteriores películas de Berger se destacaban por climas tan íntimos como herméticos, donde el afuera, lo social, el mundo circundante todo estaba suprimido para centrarse en el universo de hombres solos enclaustrados, donde el voyerismo y la tensión sexual eran imperantes. De corte contemplativo más que narrativo, el devaneo se situaba en el deseo entre dos personas y la concreción del mismo, el blanqueo de esa tensión, ponía fin al relato. En esta oportunidad se va más allá, hacia la superación de esa tensión. Donde lo importante no tiene que ver con el amor, o en todo caso el desamor, sino con el deseo y el poder liberarlo de las ataduras impuestas socialmente.
En Un rubio, ese hermetismo endogámico se abre a los prejuicios sociales, al tema de la aceptación propia y de pares, algo que ya se vislumbraba en la codirigida por Berger y Farina, Taekwondo (2016), donde el universo del “macho”, pintado por la forma de hablar insultante propia de amigos, los juegos de manos, la expresión sin tapujos de necesidades fisiológicas, la mostración del cuerpo desnudo y las regulares “cargadas” a los “putos”, es condicionante del desarrollo y efectivización del deseo.
En la sexta película del director, esa opresión ocupa un lugar central, relegando el recogimiento voyeur a un peldaño por debajo de la narración. En esta oportunidad, el culto al cuerpo se deja de lado. Los usuales planos de las entrepiernas masculinas se mantienen, pero se confinan los planos detalles, esos que cosificaban los cuerpos proponiendo, en su fragmentación, a la piel como protagonista, para hacer gala de primeros planos donde las miradas de los personajes y sus rostros desasosegados cobran protagonismo; y donde los espacios cerrados, que anteriormente no se reducían a la asfixia sino a la libertad del aislamiento, en este caso, dejan de ser protección para ser escondite. Espacios que se tornan oscuros, entre sombras y sobreencuadres, y donde prácticamente no existen lugares exteriores que signifiquen liberación. Tampoco es casual que uno de los protagonistas esté buscando un lugar donde vivir, un lugar para asentarse, porque no puede hacerlo en la casa de sus padres ni junto a su hija. No tiene ese lugar de aceptación y el espacio, en ese sentido, funciona como prohibitivo.
Enlazando las miradas, que se supeditan a la palabra, el relato se estructura en torno a los diálogos, que se manifiestan cotidianos y en su mayoría no son más que el reflejo de esa cotidianidad laxa y que, sin embargo, en ocasiones expresan los prejuicios ante la homosexualidad por parte de quienes comparten lugar y vida con los protagonistas (sobre todo aquellos que condenan aun más la homosexualidad femenina que la masculina). Asimismo, son los diálogos los que aflojan esta condena al poner en boca de un personaje declaraciones a favor de las diferentes formas de pensar. Personaje que, además, resalta las virtudes del futbol femenino. Es decir, la opresión nunca es total ni definitiva, no se incurre en maniqueísmos ni en caricaturizaciones que resulten panfletarias. Tampoco las grandes instituciones opresoras como la religión o la familia burguesa aparecen demonizadas: la religión ocupa el lugar de adoctrinamiento, de prohibición internalizada, pero es la superación de ese dogma por parte del rubio del título la que salva la fe de los falsos profetas. La culpa y la creencia de castigo ante el quebrantamiento de las “leyes divinas” ejerce una presión que se puede desmentir, un misticismo del que se puede escapar. En el mismo tono, la familia, la paternidad, mientras para uno de los personajes significa máscara, aprisionamiento y falsa seguridad, para otro es liberación, es reafirmación de identidad y sostén.
El camino que Berger recorre no es el de simple denuncia nihilista, sino de superación victoriosa. De ahí que abra la película con el rostro de un personaje pensando(se) en la opresión y cierre la misma con aquel que ya no sufre en ese claustro. Se trata de salir del discurso dogmático de la Iglesia y sus cófrades, porque las problemáticas están, pero también las posibilidades para neutralizarlas en camino a la felicidad.
Calificación: 8/10
Un rubio (Argentina; 2019). Guion y dirección: Marco Berger. Fotografía: Nahuel Berger. Edición: Marco Berger. Elenco: Gastón Ré, Alfonso Barón, Malena Irusta, Ailín Salas, Charly Velasco. Duración: 108 minutos.
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