
Cuando Artur Santana se sienta en un espacio que parece en proceso de reconstrucción y comienza a hablar sobre su historia, no solamente termina el recorrido de una cámara que lo ha seguido (a él y a quien luego sabremos es el arquitecto López Coda) en la cotidianeidad (y que permite registrar ese departamento en el que conviven un cuadro del Che Guevara, otro de Marylin Monroe y en el que se escuchan fados), sino que en las primeras frases que pronuncia (“Cada vez se me hace más difícil hablar del tema”) establece la referencia al pasado en el que fue secuestrado y torturado por la dictadura militar. Pero ya en ese relato hay una serie de detalles que resultan imperceptibles y que establecen diferencias claras con otros documentales sobre el mismo tema. No solo porque Artur dice recordar muy vagamente las circunstancias del secuestro, sino porque el documental elige no contar la vida del personaje. De hecho, ni siquiera sabemos su nombre en ese momento. Artur cuenta esa historia como si estuviera recortada de otra, y el documental no solo acepta ese recorte sino que restringe su propia mirada al relato: no hay, en ese momento, ningún elemento propiamente documental desde la imagen, dispuesto a opacar o reforzar lo que constituye el relato oral. No es que esa decisión implique trabajar a partir de sobreentendidos que el espectador debe compartir, a riesgo de quedarse fuera de lo narrado. Lo que se coloca en primer plano es, en todo caso, una construcción que recurre a varias líneas –que coinciden mayormente con los entrevistados- que terminan convergiendo en una situación que los involucra: Artur es una pata de esa construcción que se completa con el arquitecto López Coda, con el abogado Pablo Llonto y con el juez Daniel Rafecas.
La decisión que toma el documental no es inocua, en tanto implica un planteo que se desmarca de las formas narrativas habituales de los documentales sobre las violaciones a los derechos humanos en la Argentina de la dictadura del año 76. En la mayor parte de esos trabajos, el planteo de fondo –ya se trate de una causa particular, de un hecho que se rescata del pasado, de la historia de un desaparecido o de un centro clandestino- está formulado desde el comienzo para luego narrarlo como un todo. Segundo subsuelo prescinde de la necesidad de plantear el objeto de fondo del relato desde las primeras escenas, prefiriendo una construcción en la cual esas cuatro líneas mencionadas anteriormente se desarrollen en paralelo hasta el momento en que se encuentran con las demás. De esa manera, lo que logra es correr a la historia de Artur del centro: no le quita importancia, pero la pone en relación con las otras, narrando más que los hechos del pasado –y dejando ese peso en la voz de Artur- el proceso por el cual el pasado vuelve sobre el presente y abre nuevos caminos para conocer la verdad de los hechos.

Por otro lado, de esa misma decisión se desprende otro corrimiento: porque tampoco es el centro clandestino ubicado en el subsuelo de las Galerías Pacífico el eje de todo lo narrado. Es el punto de convergencia de esas cuatro personas, lo que les permite determinar su existencia. Es interesante la distinción que en un momento hace Llonto, entre los centros clandestinos de los que se tienen pruebas de su existencia y de aquellos de los que se presume que lo fueron: la diferencia está en que exista alguien que haya pasado por esos lugares y que haya podido identificarlo como el lugar al que fue llevado por las fuerzas militares. Con las Galerías Pacífico, durante años se tuvo una certeza –que allí funcionó una dependencia de la policía ferroviaria durante la dictadura- y una duda –si además funcionaba un centro clandestino de detención y tortura-. La duda provenía de lo que encontraron los arquitectos que trabajaron en la remodelación de las Galerías en los comienzos de la década del 90 y de los testimonios que daban cuenta de la existencia de disparos provenientes de alguno de los subsuelos. Lo que encontraron fue una construcción que podía asimilarse a la de un centro de detención ilegal –celdas aisladas, rejas, polígono de tiro-, y allí están las fotos del recorrido que realizó el por entonces fiscal Luis Moreno Ocampo.
Artur es la pieza que faltaba para pasar de la duda a la certeza respecto de ese centro. Lo interesante es que para poder llegar a serlo, debió entrar en contacto con las otras partes del relato: encontrar a López Coda para verificar que sus recuerdos coincidieran con el catálogo visual de las Galerías en los 90; de allí, contactarse con Pablo Llonto para que lo represente y haga la denuncia dentro de la causa del I Cuerpo de Ejército que lleva adelante Daniel Rafecas. Es entre Artur y López Coda, sin embargo, que se establece un paralelismo que va más allá de esas imágenes del comienzo (cuya significación se nos escapaba, aún cuando ambos finalizaban esa secuencia de la misma manera: observando desde las alturas). Hay un sentido que el propio arquitecto explicita cerca del final: tanto él como Artur buscan en ese espacio algo que ha desaparecido. Lo que en Artur es la reconstrucción de su historia, en el arquitecto es la recuperación de esos objetos hallados con criterio arqueológico antes de la refacción, y que luego de estar expuestos alguien se los llevó sin saber dónde terminaron. El otro elemento está expuesto de manera más sutil: es la manera en que se enlaza la forma en que Artur intuye que ese es el lugar de su detención, con el trabajo realizado por López Coda. En su relato –ubicado en la filmación de Ciudad de pobres corazones de Fernando Spiner en las mismas galerías-, Artur con su pie va limpiando la tierra acumulada en ese lugar abandonado, para descubrir por azar una figura formada por los mosaicos que es la única imagen que tiene del lugar de su detención. Uno y otro, en ese movimiento de remover la tierra, de hallar lo que está oculto, de seguir bajando para constatar que hay algo más allá de lo que está en los planos y de lo que se ve, recorrieron caminos similares que solo después de muchos años se encontrarían.

El documental omite preguntar –y preguntarse- cuáles fueron las razones por las cuales el protagonista dejó pasar tanto tiempo en tanto su descubrimiento fue en el año 1987 y la denuncia la presentó en 2012. Se sostiene en una premisa que subyace no solo al trabajo, sino a la actividad de los organismos de derechos humanos: cada historia tiene su tiempo para salir a la superficie, para ser contada y para formar parte de una historia mayor en la que está inserta, pero como una pieza dada vuelta, vacía. La historia de Artur Santana pone en afirmación aquello que se suponía: él fue testigo de la existencia de ese espacio de detención, tortura y asesinato. Y aún cuando lo importante es el centro de detención, su relato individual, acotado, asume una potencia inesperada, no solo cuando narra el momento en que cae en la escalera y le quitan brevemente la capucha y alcanza a ver los mosaicos, sino cuando revela que en la segunda declaración que hizo sobre su detención, le pidieron si podía hacerlo con los ojos cerrados o vendados. La sorpresa de Artur es descubrir que allí no solo aparecía esa imagen breve, sino y por sobre todo, sensaciones (“Había olor a animal, como cuando vas a una caballeriza o un matadero”, dice). Y que ese dibujo de mosaico y esas sensaciones descubiertas en la evocación, en conjunto, son las que le permiten reconocer el lugar en el que estuvo detenido. El tiempo, como dice la canción, está después.
Calificación: 6.5/10
Segundo subsuelo (Argentina, 2019). Dirección: Oriana Castro y Nicolás Martínez Zemborain. Guion: Oriana Castro. Fotografía: Gastón García Guevara. Montaje: Emiliano Serra. Duración: 62 minutos.
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