Esta vez no. De ninguna manera. De arranque ya estamos mal. Porque el título del documental anuncia algo que después no sólo no cumple sino que anula: la promesa de un tsunami, con toda la carga simbólica que la palabra encierra, que nunca llega a ser tal, al que apenas se lo intuye, al que apenas se lo ve, pero al que nunca se lo oye. Ni se lo siente. Y si vamos más atrás, hasta el trailer, que anunciaba a Tsunami: un océano de gente como la secuela de Piedra que late, la cosa empeora. Porque ese documental modesto, pequeño, que se puede ver en Youtube todos los días, evidenciaba una razón de ser genuina, que no era otra que la de registrar la experiencia del cuerpo y el movimiento, que la de ensayar una explicación posible para el fenómeno: desde el señor que paraba en el camping con toda su familia y para quien ir a ver al Indio significaba un espacio de libertad, hasta César González, que contaba cómo las canciones de Los redondos lo ayudaron durante mucho tiempo a soportar la mierda de estar preso. Así, entre testimonio y testimonio, las letras y la música del Indio eran el telón de fondo sobre el que se escenificaba el acontecimiento, sobre el que se trataba de entender esos modos de existencia, de estar ahí.

Aún con sus imperfecciones (cierta demagogia, cierta arenga facilista sobre el final), Piedra que late tenía la virtud de ser una película honesta, sincera; era una película que se exponía con transparencia, que corría el riesgo de «perder la forma humana».

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Con esta nueva producción de Vorterix, dirigida, al igual que Piedra que late, por Julio Leiva y Maximiliano Díaz, pero ahora con la presencia casi exclusiva de Mario Pergolini delante de la cámara, los problemas son graves.

Para empezar, ¿no era mejor, acaso, ponerle al documental un título más directo y simple, como por ejemplo «Conversaciones con el Indio Solari», en vez de remitir a un océano de gente al que nunca se le da lugar? ¿Dónde está lo positivo de jactarse de la convocatoria o de hacer gala de los números (que los hoteles y los campings llenos, que los bares y restaurantes desbordados, que la sala está preparada para doscientas mil personas, etc.) si el sostén de todo eso, que no es otro que la gente, es usado para alardear sobre la desmesura del evento para luego tomarla a la distancia suficiente como para que no embarren ni ensucien la inmejorable definición de la imágenes, el impecable sonido de la película? ¿A quién le puede importar sin van mil o doscientas mil personas? ¿A quién le puede importar el pogo más grande del mundo, la misa y el ritual si nada de eso resulta palpable en esta película? Etiquetas, rótulos, superficialidad y distancia. Eso es todo lo que hay.

Todos los que alguna vez han/hemos presenciado un recital del Indio (o de Los redondos) sabemos bien que la cosa tiene que ver con algo más concreto, más vivo. Que la gente va a conmoverse con su música, a abrazarse con amigos, a cantar y a llorar con ellos. A sentirse libre, a que algo pase. Todo lo demás son vacas sagradas que no interesan, que no existen.

Y si bien está claro que mucho de todo esto puede resultar intransferible y difícil de ser captado por una cámara, el problema del documental de Leiva/Díaz/Pergolini es que nunca se propone intentarlo. Allí radica la mayor diferencia con Piedra que late.

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Entonces, vamos de vuelta. Tsunami: un océano de gente. El Indio y Pergolini sentados en el lobby de un hotel de Tandil, conversando. Más problemas. ¿Por qué? Porque lejos de aprovechar la oportunidad de tener enfrente a una persona que desde siempre se ha mostrado reacia a los reportajes y sobre todo a las cámaras para preguntarle cosas que arrojen algo de luz sobre esa personalidad esquiva, Pergolini apunta a los hits, a lo que todos esperan escuchar aun cuando ya lo han escuchado (que el documental termine con el registro en vivo de Ji Ji Ji, canción con la que el Indio suele cerrar sus shows, es una muestra clara de esta lógica. Sobre todo cuando dicha canción ya fue mostrada en la película del concierto de La Plata 2008, editada hace poco): que no se va a volver a juntar con Los redondos, que el escenario es el lugar más cómodo que tiene sobre la tierra, que está enfermo, que es el primero en no entender todo esto que sucede, que está, desde hace un tiempo, dictando sus memorias, que está terminando esa novela gráfica –El delito americano– que ya lleva unos cuantos años escribiéndola; todas cosas que ya ha dicho en otras ocasiones. Y lo peor es que cuando creemos estar frente a la novedad, frente a la revelación, surge el error. Porque el Indio le adjudica el famoso arreglo de Ji Ji Ji a Sergio Dawi (saxofonista de Los redondos), pero si tenemos en cuenta que esa canción pertenece al disco Oktubre, editado en 1986, por aquel entonces el saxo estaba a cargo de Willy Crook y no de Dawi, quien ingresó a la banda un año después. Un error producto de una memoria que empieza a escaparse, de un cuerpo que empieza a cobrarse la factura por lo vivido. En fin, un error de la vejez.

Sin embargo, y más allá de esto, suena creíble el Indio cuando habla. Suena creíble cuando reconoce sus miserias y su egoísmo, cuando dice que no sabe qué hacer con las cartas “dementes” que le envían los fanáticos, donde le adjudican virtudes sobrehumanas, casi divinas -otra vez las vacas sagradas-. Suena creíble cuando la voz se le quiebra al hablar de la muerte y de su enfermedad, o al recordar la etapa junto a Skay y compañía. En esos momentos su figura parece bajar a la tierra, humanizarse, volverse cercana dentro de un documental que está hecho deliberada e inexplicablemente desde las alturas. El “hacete de abajo, Mick”, que a mucha gente le molestó por considerarlo una muestra de ego enorme, es lo más intrascendente del asunto. En algún show de los Stones, Jagger jodió con la cantidad de público y el pogo, el Indio recogió el guante (que probablemente no haya sido para él) y le hizo saber que no es lo mismo juntar 160.000 personas en tres noches seguidas que en una sola. Una chicana. Una pavada. Pero en este punto es preciso detenerse -me es preciso detenerme- para ensayar una suerte de defensa, no de Tsunami…, sino del artista como tal, lo que a su vez dejará en evidencia lo indefendible que resulta esta película.piedra_que_late-582392449-large

El ataque más común al Indio suele venir por el lado de que se hace el antisistema, el anticapitalista, el intelectual de izquierda -otra vez las etiquetas, los rótulos. Otra vez la superficie-, pero que en realidad es un cheto millonario que lleva adelante la más burguesa de las vidas posibles. Efectivamente, esto último es verdad, pero hasta donde se sabe, todos esos millones han sido ganados haciendo lo que siempre hizo, es decir, música. Hasta donde se sabe, desde 1985 en adelante siempre ha editado discos y los ha vendido, siempre ha hecho recitales y ha cobrado una entrada por ellos, como cualquier otro artista. Es decir que no hay -y nunca hubo- tal postura antisistema, antimercado. Lo que sí hay -y siempre hubo- es la renuncia a replicar ciertas lógicas de ese sistema, de ese mercado: no vamos a encontrar, ni en Los redondos ni en la carrera solista del Indio, “Grandes éxitos” ni discos en vivo cada tres o cuatro años para cumplir con un contrato discográfico (esa placa llamada En directo fue la edición oficial de un cassette pirata que por aquella época -1992- era casi imposible de conseguir) . No vamos a encontrar Quilmes Rock ni Pepsi Music; tampoco Personal Fest ni Lollapalooza; no vamos a encontrar, salvo por aquella vez que prohibieron a Los redondos en Olavarría y la banda se vio obligada a brindar una conferencia de prensa para aclarar el tema, apariciones televisivas en programas que nada tengan que ver con la música: no hay living de Susana (Charly, Fito) ni mesa de Mirtha (Juanse, recientemente); no hay Sábado Bus con Repetto jugando a acertar corchitos dentro de una copa (Pappo); no hay programas deportivos en canales de cable ni interpretaciones del himno cuando juega la selección (Andrés Ciro en ambos casos); no hay sábados a la noche en el sillón de TVR (Mollo. También Charly y Fito), y mucho menos hay conferencias en universidades (Cordera, también recientemente); no hay aplausos exigentes en Viña del mar (Soda Stereo) ni tardes de Feliz domingo (Sumo). Hay música, hay discos y hay conciertos. Y esa decisión tiene un precio, que es la de crearse involuntariamente un aura mítica alrededor que le impide moverse con la tranquilidad de cualquier mortal. Ver para creer, en las últimas elecciones presidenciales un grupo de fanáticos averiguó en qué escuela votaba y se fue hasta allí, ¿para qué? Para verlo votar y decirle, una vez más, que es lo más grande que hay, que si toca en la luna, «la luna la vamo’ a copar». Una muestra de la “demencia” citada anteriormente (el video se puede ver en Youtube).

Cabe preguntarse, entonces, si no es acaso eso lo que debe hacer un artista: dedicarse a lo suyo, la música en este caso, y mantenerse alejado de todo lo que no tenga que ver con ella.

Porque eso de que “la vida es decidir y pretender”, más que a postura y decisión personal suena a sentencia y bajada de línea, algo que en aquella conferencia del 97 en Olavarría el Indio desestimaba porque prefería atender a los nervios de esos chicos que, desilusionados y descontentos por la cancelación del concierto, habían tomado las calles, porque en ellos se cifraba la información del futuro.

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Lamentablemente, Tsunami: un océano de gente es un documental hecho a control remoto, desde la distancia, evitando todo contacto con lo real, con lo vivo, con el abajo, que utiliza esas cosas aberrantes de los drones (nada más anti cinematográfico y nada menos físico que eso) para capturar gran parte de las imágenes, y que se arroga el derecho de ser algo nunca visto cuando en realidad todo ya ha sido visto.

No hay traición sino contradicción. Y deberemos aprender a convivir con ella. La presencia y las palabras del Indio antes las cámaras son a la vez lo mejor y lo peor que tiene esta película. Su exposición evidencia sinceridades y falacias, virtudes y miserias, que en todo momento se ven desbordadas por la especulación y el cálculo del proyecto, que le corresponde a Pergolini, pero al que el Indio se presta cómodamente. La forma, esta vez, anula el contenido de la propuesta. La responsabilidad es compartida.

Finalmente, lo cierto es que las tribus de la calle siguen escribiendo las paredes del barrio, que los estados de ánimo siguen corriendo el peligro de ser secuestrados a cada momento, que la información del futuro sigue estando ahí, en esos nervios. Pero la estructura cerrada de este documental, la forma despiadada con que deshecha toda conexión con el afuera, transmite la oscura sensación de que ya nadie corre a ver qué dicen esas paredes.

Una decepción.

Tsunami, un océano de gente (Argentina, 2016), de Julio Leiva y Maximiliano Díaz, c/ el Indio Solari, Mario Pergolini, 90`

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