¿Por dónde empezar a escribir algo sobre la última película de William Friedkin? No está mal hacerlo por el término ‘animalada’, título de una película de Sergio Bizzio en la que un hombre se enamoraba de una oveja. En Killer Joe no hay ovejas, sino lobos que terminan siendo corderos, y algún que otro lobo disfrazado de oveja, y aunque tampoco hay hombres que se enamoren de animales, transcurre en el sur profundo de EE.UU. , espacio que sólo suele ser filmado por cineastas conscientes de que eso (también) es América. Hay, eso sí, un gato negro que pasa por el plano ni bien comienza la película y resulta ser un claro augurio del futuro de unos cuantos personajes (debo esta observación a Nuria Silva). Y hay un pollo que se las trae. Más precisamente, una pata de pollo frito que tiene tanta relevancia simbólica e incluso mayor potencia dramática que el famoso pan de manteca de Ultimo tango en París.
La película de Bertolucci y Teorema de Pasolini me vinieron a la mente cuando miraba Killer Joe. Como en la segunda, aquí también hay un microcosmos alterado por la llegada de un personaje relativamente ajeno al lugar, extemporáneo y de abolengo alegórico, pero la parábola de modificación es inversa a la que se daba en la película italiana. Con la ficción que protagonizaron Brando y María Schneider comparte un claro discurso sexual y cierto aire a película de cámara, a concentración asfixiante. No son raros estos vínculos. Friedkin es un director de la generación de los autores de la década del ’60 y lo recorre el mismo aire subversivo y político de sus compadres europeos, pero a diferencia de aquellos no está muerto o cansado, narra con la potencia de los mejores cineastas estadounidenses, y por más que Killer Joe se base en una obra de teatro de Tracy Letts, el mismo autor de Bug, su película anterior, forma parte de la cultura popular estadounidense que incluye a la Biblia con sus exégesis y a Hollywood con su mitología y su lógica del espectáculo.
Sólo que la naturaleza explosiva y serial del mainstream se invierte aquí de tal modo que todo lo que pase, por muy violento y sorprendente que sea, implota, revienta retina adentro del que mira, detiene siquiera por un buen rato la compulsión consumista. Vale decir que Killer Joe incomoda la concepción cultural de quien la mire, cuestiona ideas, sentimientos y posiciones, a la vez que propone un goce alternativo al bienpensante. Porque la pieza de Friedkin (y la llamo pieza no sólo porque desde los títulos reconoce su raigambre teatral sino porque esa palabra también hace pensar en un recinto acotado de encierro), sin abandonar nunca un cierto realismo -aunque tal vez fuera mejor hablar de la materialidad de su puesta en escena- como punto de partida, trabaja sobre el inconsciente de un modo muy cercano a como lo hacía el surrealismo y sus mejores herederos. De hecho, hay un plano clave que ni siquiera fue rodado por Friedkin, sino que viene de un policial negro clásico que los personajes miran por televisión y cuyo título no importa porque la cinefilia es de lo menos aquí y porque su anonimato lo hace elocuente.
Una mano sostiene un revólver en plano detalle. El encuadre abstracto por excelencia sólo nos muestra las proporciones absolutas del arma. No hay contexto de ningún tipo. Es una película y un plano más de los tantos que han sido filmados en la historia del cine de género. Su efecto nada tiene que ver con el consenso cultural sino con el cortocircuito sináptico. Poco después, uno de los personajes soñará con ese plano en blanco y negro mientras una presencia incestuosa lo perturba. El protagonista de esta ficción es un pibe de unos veintipico llamado significativamente Chris (Emile Hirsch, de Hacia rutas salvajes), con un padre incapaz hasta de dibujar un círculo con el culo de un vaso (Thomas Haden Church, de Entre copas), una hermana entre retrasada y clarividente (Juno Temple), y una madrastra alzada (Gina Gershon, de Showgirls). La aparición de este personaje es tan brutal como el plano detalle al que nos referimos antes. Una noche de lluvia pesada cuyo azul sólo es roto por el fuego en uno de esos tanques de 200 lts. que suelen alumbrar esquinas o piquetes, el pibe llega hasta el trailer en el que vive su padre con su nueva mujer. Llama a los gritos y, cuando la puerta se abre, tiene la concha peluda de su madrastra en la cara. Dos de las primeras líneas de diálogo relevantes las dice durante ese primer acto. ‘Sacame eso de la cara’ a su madrastra y ‘Necesito que te pongas los pantalones’ a su padre. La primera nunca le hará caso y el segundo lo intentará sin éxito.
Es allí donde entra en juego el personaje que da título a la película, hasta cierto punto un enviado de la Ley, figura masculina que se presenta en cortos planos detalle fetichistas y reúne en sí mismo al héroe y al antihéroe. Como Cronenberg con Pattinson en Cosmópolis, Friedkin consigue que el tejano Matthew McConaughey se haga hombre, pero también ángel del mal y ángel caído, que aquí no son lo mismo. Contar más sobre su naturaleza, aparición y desenvolvimiento implicaría develar cuestiones centrales que no tienen que ver con el argumento sino con la metafísica, pero baste con decir que el Mal no es lo que parece y que no es la voluntad de poder de quienes la exhiben la más letal. Cena, jugos, sangre y concepción hacen del último tramo un holocausto doméstico que despide ese fuerte y agrio olor a sexo y carne quemada de los aquelarres.
Killer Joe (EUA, 2011), de William Friedkin, c/Matthew McConaughey, Emile Hirsch, Gina Gershon, Juno Temple, 102′.
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