Cuando se produce una catástrofe, los medios las cubren invariablemente recurriendo a tres elementos: las imágenes del hecho –si se las tiene- o las de las consecuencias producidas; la voz de las víctimas; el registro de la eventual presencia de funcionarios que prometen ayuda a los damnificados. Esa conjunción, cuando se trata de una tragedia evitable, tiende a centrar la tensión en el registro de lo ocurrido mediante la repetición interminable que tiende a generar un efecto de continuidad. Lo hace a costa de diluir otra tensión: la de las víctimas y los representantes del Estado –que son percibidos en muchos casos como parte de los propiciadores de la tragedia por inacción-, en el contraste entre el saber popular o el sentido común y un pensamiento (supuestamente) articulado como política de estado. Disuelven así las responsabilidades públicas para situarlo en el ámbito de la casuística natural. Ese planteo es, en fin, una trampa para el televidente y un desapego por cualquier tipo de empatía con los damnificados.

Tormenta de fuego: Incendios en la Patagonia (Nacci, Emilien, 2024) rompe con esa trampa. Construye el discurso despegándose de la espectacularidad que podría dar una filmación del incendio en las cercanías de El Hoyo en la provincia de Río Negro. A cambio de ello, opta por el registro minucioso de la destrucción provocada: árboles y bosques quemados, esqueletos de autos, casas destruidas o directamente desintegradas, restos de algo que fue y ya no será. Una tierra arrasada por el fuego, un bosque perdido en parte y que necesitará años para recuperarse. En esos planos aéreos se elige el silencio como complemento. Cuando se enfoca en los elementos quemados o destruidos, la voz que se escucha de fondo es la del relato de los entrevistados. La decisión de que las imágenes hablen por sí solas –terrenos vacíos donde hubo una casa; la supervivencia de algunas vigas que emergen del suelo como vestigios- solo se quiebra en el relato de una de las entrevistadas. Esa mujer se encuentra en las ruinas de la casa familiar, donde vivían su madre y su hermana. Una parte de las paredes de lo que parece haber sido un enorme caserón, es la cáscara que logro subsistir. Dentro de ese espacio vacío, abierto, ella describe qué había en cada lugar. Lo que falta en las imágenes –el incendio, lo que estaba antes- plantea en el espectador la necesidad de recurrir a la reconstrucción imaginaria de lo que ya no puede verse para dimensionar la catástrofe.

Lo mismo ocurre con el incendio en sí mismo. Los relatos de los entrevistados lo rememoran desde las experiencias personales, que apenas pueden dar una idea de lo real –el avance de las llamas, los que no estaban y llegaron cuando ya no quedaba nada-. En ese recorrido en el que se pone de relieve el mantenerse con vida antes que las pérdidas materiales, algunas historias tienen peculiaridades que las despegan del resto. Allí está el hombre que se salvó refugiándose con su vecina y los hijos en una pileta que no fue alcanzada por las llamas. O el hombre que algo más arriba en la montaña pudo salvar su casa porque el fuego llegó hasta el borde (aunque admite que el único momento de miedo fue cuando pensó que las llamas se metían por el piso). O el que no puede evitar quebrarse y pensar que “en esos momentos dejás de ser hombre y se te viene todo abajo”. En lo que unos y otros coinciden es en la descripción del escenario: el calor, el viento, la sequía y las llamas avanzando por diferentes lugares hasta dejarlos sin nada en cuestión de minutos.

Donde se manifiesta la voluntad del documental de quebrar la trampa periodística es en la decisión de focalizar en el relato de las víctimas y dejar de lado todo intento de intervención estatal. Esa voz es la que también reconstruye la escena política que rodeó al incendio (hay que notar que solamente se aparta de ese lugar para una breve muestra de los titulares en medios web y para una entrevista radial a Miguel Angel Pichetto). Lo que los relatos van organizando es una escena en la que confluyen la especulación inmobiliaria (son zonas que en el pasado fueron objeto de tomas populares para evitar las construcciones), la desidia del Estado antes y después del incendio (un tendido eléctrico sin mantenimiento y con 50 años de antigüedad; la ausencia de asistencia oficial y el desprecio de los organismos comunales), la ofensiva mediática para sindicar como culpable a la RAM mapuche (con Pichetto y Weretilneck señalados como responsables de la maniobra) y la solidaridad popular.

Lo interesante es que el documental no vuelve al lugar después de un tiempo: su registro es en caliente, menos de un mes después de producidos los hechos. Ello le permite no solo observar la magnitud del desastre antes de que empiecen a manifestarse los primeros cambios, sino la urgencia de los pobladores que resisten y subsisten en sus terrenos con carpas y construcciones precarias. Pero también ese es el momento en el que la pérdida se cuantifica de otras maneras: desplazada la destrucción de la casa, de los objetos que les permitían una vida más o menos confortable, ese es el momento en el que se advierte que lo perdido está en otro lugar, en las imágenes grabadas que ya no están, en los objetos que evocaban a seres queridos, en las mascotas que no pudieron salvarse. “Lo que se pierde es el sueño, el proyecto”, dice una de las parejas, dando cuenta que lo intangible es más fuerte que cualquier pérdida material.

Tormenta de fuego: Incendios en la Patagonia (Argentina, 2024). Guion y Dirección: Luciano Nacci y Axel Emilien. Fotografía y edición: Luciano Nacci. Duración: 63 minutos.

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