“It don’t mean a thing if it ain’t got that swing.”
(Tema interpretado por Duke Ellington)
“¡¡¡Tengo ampollas en los dedos!!!”
(Ringo Starr, después de tres horas de sesión para grabar Helter Skelter –Beatles, Album Blanco, 1968)
Not quite my tempo. Al entrar al Conservatorio Shaffer, donde se va a desarrollar la mayor parte de Whiplash: Música y obsesión uno mira de reojo, esperando encontrarse con una versión aggiornada del típico relato de desafío, superación y ‘I’m-gonna-live-forever‘ de los musicales norteamericanos de los ochenta. La sensación dura poco, apenas segundos de la primera secuencia, hasta que la baqueta acaricia como una llovizna el platillo: el conservatorio se reduce a la sala de ensayo, tan moderna como lúgubre y asfixiante para uno que viene de afuera y el único haz de luz cae sobre el joven baterista Andrew Neiman que le da a los parches hasta que aparece, fantasmal, sorpresivamente, Terence Fletcher, temido director del Shaffer. Acaban de conocerse, y más que un camino de aprendizaje será un terreno de batalla, porque más que con Fama (Alan Parker, 1980), la película del prácticamente debutante Damien Chazelle podría emparentarse con Full Metal Jacket (Stanley Kubrick, 1987): para Fletcher la banda del conservatorio es un pelotón de reclutas imbéciles y su desafío es (flojo el tipo para colocar la vara) convertirlos en los mejores músicos de jazz desde Charlie Parker, o todo será absolutamente inútil para él y para ellos. Y van a tener que marcar el paso y algo más que el ritmo: “para marcar los tempos como un boludo ahí adelante puede estar cualquiera. Yo pretendo mucho más. Si a Parker no le hubieran revoleado un platillazo por la cabeza en aquella prueba, no hubiera habido un Bird” es el credo que expresa obsesivamente Fletcher, que en cada ensayo los agrede verbal y físicamente con la misma fluidez que lo hacía R. Lee Ermey a sus soldados en la película de Kubrick. Y la tensión que logra esta violenta arenga nos hace temer que aparezca alguna “donut” en un estuche pero, de alguna manera, aquí el que infiltra perversamente las roscas es el mismísimo director como estrategia competitiva. Otra que el Sargento Mayor Hartman.
Swing, beat: golpes, latigazos. El título de la película es una pieza que la banda va…¿perfeccionando? ¿perdiendo? ¿mutando? mientras alterna con clásicos inoxidables como Caravan, hit de Duke Ellington, pero además de hacer alusión a la exactitud de los golpes de batería también puede traducirse como “latigazo”, toda una referencia a la amenaza omnipresente del maestro, cuyo delirio de perfección hace que ordene a sus alumnos a tocar medio compás perdido en medio de la partitura, lo corte apenas empezado al detectar una mínima falta de ritmo o desafinación, o condene a tres bateristas –entre ellos Andrew- a una inhumana competencia de horas por milisegundos para conseguir el tempo que su oído perfecto y todopoderoso espera. Y en esos segmentos de la película es donde reside el logro de Chazelle, orquestando esta carrera sin fin con un montaje ágil que sigue fielmente cual partitura los ademanes directrices de Fletcher, encarnado por un soberbio J. K. Simmons que hace olvidar cualquier cosa que haya hecho antes, aún a aquel otro dominante y explosivo J. Jonah Jameson, es decir el Director del Daily Bugle en los Hombre Araña de Sam Raimi. Aún a riesgo de estar “over the top” con semejante personaje, Simmons –de rigurosa remera negra ajustada y con los ojos celestes más inyectados que el cine recuerde- se tira a la pileta poniéndole el alma y cuerpo con la autoridad de quien ya hizo de sheriff varias veces pero siempre puede darle una vuelta de rosca más, y encima en un creciente huis clos donde casi no hay escena sin los dos protagonistas en cuadro. Precisamente, cuando la historia se ajusta a los picos de conflicto entre Fletcher y Neiman el tempo fílmico también se va haciendo jazzero y por ende casi imprevisible. En realidad se espera lo peor, como en un campo de batalla donde primero prueba las armas el sanguíneo y sanguinario maestro pero luego viene la contraofensiva del alumno tocado (y cacheteado) en su orgullo, en un sendero entre sus propias ambiciones de futuro profesional, su contagio suicida del estilo perfeccionista de Fletcher (ensayar en soledad hasta reventarse las manos cual boxeador)….y las ganas de reventarlo.
Nos encontraremos en el infierno. A tal extremo atrae este contrapunto que queda como una serie de momentáneos reliefs o viñetas casi triviales el mundo personal del joven aspirante: un titubeante noviazgo y la relación con su familia se cuentan superficialmente, lo cual acentúa la menguante importancia del contexto, absorbido en su duelo consigo mismo y su mentor. Más allá de ser uno de los actores de la nueva camada hollywoodense, Miles Teller –de algún lado tenía que salir ese nombre- es un experimentado baterista y, al igual que Simmons (que parece haber memorizado cada diabólico cambio de ritmo de los standards ejercitados), aporta doblemente a este encuentro con el diablo. Y el espectador espera cada round.
Whiplash, que Chazelle experimentó primero como cortometraje, aparece como una película solitario que no idealiza/ensalza tribuneramente el lirismo de los músicos, ni tampoco la utilización de la música en un soundtrack que prescinde de la incidental y se apoya en las fragmentadas piezas que se escuchan: nuestro joven protagonista más bien parece sufrir cada vez que desenfunda y pone un CD de Buddy Rich. Y el remember-my-name se limita aquí a un lema de contrincantes donde el odio y la admiración a veces se superponen patológicamente.
Aquí pueden leer la crítica de Santiago Martínez Cartier, un texto de Marcos Vieytes, y otro de Nuria Silva a propósito de Whiplash: Música y obsesión.
Whiplash, música y obsesión (EE.UU,, 2014) de Damien Chazelle, c/ Miles Teller, J.K. Simmons, Paul Reiser, 107′.
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Gran película.
Muy buena crítica Andrés, de lo mas acertada desde me punto de vista. Felicitaciones!
¡Muchas gracias Germán!! Saludos!