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En un hotel alpino varios personajes con debilidad por el comentario trascendental pasan el tiempo entre saunas, piletas y masajes, buscando (todos) calma y (algunos) la claridad mental suficiente como para tomar las decisiones correctas. Son millonarios sensibles que cargan con los años, su propio mito, algún fracaso amoroso o el descontento profesional. Fred Ballinger (Michael Caine disfrazado de Toni Servilio) es compositor y director de orquesta. Mick Boyle (Harvey Keitel) es director de cine. Son las figuras destacadas de lo que se quiere un fresco, y que tiene en segundo plano a un actor (Paul Dano) y a la hija de Ballinger (Rachel Weiz), y todavía más atrás a un émulo de Maradona con tatuaje de Marx en la espalda, una pareja que no se habla, una miss universo, los cinco jóvenes colaboradores del cineasta y un etcétera pequeño. Lo más notable de la película (la séptima de Paolo Sorrentino) es su dimensión filosófica. Youth es La montaña mágica escrita por Paulo Coelho. 8 ½ for dummies. Esto es: una vergüenza. Sorrentino cree que hay algo en su película que se puede llamar sabiduría y convierte a los actores en víctimas de su mediocridad engolada (solo Rachel Weiz sobrevive a la carnicería). Es un megachanta: quiere hacer pasar sus aforismos berretas por legítima autoafirmación de la vida y sus planos de diseñador por grandes obras de arte. En un momento Ballinger visita a su esposa en el hospital y le agradece por haberlo ayudado cuando todos pensaban que era apenas un músico presuntuoso y ordinario. Esas mismas palabras definen al director de Youth.

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Si se recorre la filmografía de Sorrentino es fácil percibir que Youth es una versión aligerada de su cine. (Dicho sea de paso: un cine que solo una vez fue de verdad furioso). Se nota en varios aspectos. El más a la vista es el de sus personajes principales. Mick y Fred son dos viejos simpáticos. Un poco neuróticos, no más que eso. Sus predecesores son bien distintos. En efecto, después de L’uomo in piú (su debut), que contaba en paralelo las historias de dos perdedores queribles, Sorrentino hilvanó una serie de películas con criaturas desagradables en primer plano (dejo de lado This Must Be Place, que no vi). El Titta de Le conseguenze dell’amore es un tipo demacrado, parco, insomne, un solitario absoluto y en apariencia no sufrido, con una vida organizada hasta en sus vicios, como el pico de heroína que se pega los miércoles a la mañana desde hace unos veinte años. El Geremia de L’amico di famiglia es mucho peor: un sesentón medio deforme con un brazo siempre enyesado, avaro, usurero, un garca a escala chica que vive con su madre en una casa con goteras y abusa de las mujeres apenas puede aprovechar la falta de pago de alguna deuda. El Jep Gambardella de La grande bellezza es un intelectual que ya no siente entusiasmo por nada y que participa del mundo frívolo en el que reina con parlamentos cargados de ese desprecio aristocrático (refinado, sereno) en que se regodea la inteligencia exánime. En las tres películas –en las dos últimas sobre todo- Sorrentino trata de conseguir algo de piedad para sus monstruos sin borronear las cualidades que los convierten en eso que son. Titta y Geremia caen en la trampa del amor, Gambardella en la de su propio cinismo. Además, y esto siempre garpa, todos son sensibles a la belleza, que Sorrentino trata de asociar a alguna plenitud cierta y convencional, como la infancia o la juventud ya concluidas y por lo tanto pasibles de añoranza. Una chica que juega al voley filmada en cámara lenta puede representar cierta aspiración de Geremia. Titta y Gambardella tienen una imagen-refugio que les permite pensar en la posibilidad de recuperar algo de lo que perdieron: un cordón umbilical (la idea aparece en un diálogo de Le conseguenze dell’amore) que funciona como última fuente de energía del espíritu derrotado, que al reconocerse como tal se abre de nuevo.

Pero el gran personaje de Sorrentino es sin dudas el Giulio Andreotti de Il divo. Es el más oscuro y el único merecidamente inolvidable. Un monstruo expresionista al que ni siquiera su madre quiere. Jorobado, de andar calmo, transero como nadie, es para Italia una figura política fundamental. Tanto o más que Berlusconi. Sus apodos –el Divo Giulio, la Primera Letra del Alfabeto, el Jorobado, el Zorro, Moloch, la Salamandra, el Papa Negro, la Eternidad, el Hombre de las Tinieblas, Belcebú- lo presentan bien: es aborrecible y fascinante. A diferencia de Gambardella o Geremia, que en cierto modo son pobres tipos, Andreotti es un personaje siniestro, pegado a matufias y asesinatos, por todo eso indisculpable. Y además (y sobre todo) es un tesoro cinematográfico. Así lo trata Sorrentino, que para odiarlo como merece necesita instituirlo como personaje grandísimo, irónico, darle las mejores líneas y un aire de diablo brillante que no deja de ponerlo siempre por sobre el resto. Esta cuestión es fundamental, y está tematizada en la misma película. En una conferencia de prensa un periodista hace un largo comentario a modo de resumen del desprecio que merece Andreotti, como si nos dijera: Acá está todo, por estas razones es que debemos detestarlo. Cuando Andreotti le contesta lo hace con gracia y tranquilidad, casi con encanto, como un monstruo seductor. Es un poco el resumen de Il divo en cuanto al punto de vista: de un lado, las acusaciones en boca de un periodística-fiscal. Del otro, la seducción cinematográfica de un hijo de puta con carisma y con talento.

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Youth es la contracara de Il divo. De hecho, Mick y Fred no solo quedan lejos del fascinante Andreotti sino también de los mucho más convencionales Titta, Jep y Geremia. Son personajes ñoños. Hacen chistes de próstata, hablan de sexo en pasado, se llevan bien con los jóvenes. Son dos viejitos piolas que ponen las artes en las que se supone fueron buenos (la música y el cine) al servicio de una sabiduría que las agendas de autoayuda adolescentes rechazarían por banal. Especialmente triste es la puesta en escena de la sensibilidad artística. Fred hace música con un papel y en un momento dirige una orquesta de mugidos y cencerros. Mick explica con aires de filósofo la relación que existiría entre la edad y el plano lejano o cercano. Uno oye y el otro ve lo que el resto no. Por eso son artistas y dicen cosas como las que sin dudas dicen los artistas: “La libertad es una tentación irresistible”, “No necesitas de palabras o de experiencia para entender la música, simplemente existe”, “Solo somos extras”. Todo es tan light que incluso las formas pretendidamente opulentas del director están atenuadas. Sorrentino es un realizador sobrecargado, encantado con sus movimientos de cámara y sus ángulos múltiples, promotor convencido de planos no necesariamente funcionales. En Il divo esta pirotecnia funciona muy bien porque la película se vuelve nerviosa y excitante, lo que permite reducir el daño de algún montaje paralelo horrible y de otros recursos igual de malhadados. Acá no funciona nunca. Entre otras cosas porque no existe más. En Youth no hay ni chasquibum. Es una película llena de paisajitos de montaña ideales para fabricar postales y rompecabezas. Además, los planos del spa que aspiran a la dignidad de la pintura son lo peor que Sorrentino filmó en su vida. Y eso que en La grande bellezza (no) filmó flamencos digitales.

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Cuando Sorrentino se mete con Fellini le sale muy mal. La grande bellezza va detrás de La dolce vita. Youth va detrás de 8 ½. Como el Guido de Mastroianni, Mick trata de encontrarle la vuelta a una película que no quiere salir. En un momento lo visitan personajes de su filmografía. El hotel de montaña funciona como el balneario. Uno podría ponerse en policía y pedirle a Sorrentino que deje en paz a Fellini. Pero las películas (todas y cada una de ellas, grandes o chicas, magistrales o no) están para ser manoseadas, así que el problema no es ese. El problema es que Sorrentino se queda con uno o dos rasgos superficiales de Fellini y piensa que esos rasgos son los que hicieron grande al genio de Rimini. La grande bellezza trata de una Roma frívola y exánime. La dolce vita también. Pero La dolce vita trata de esa Roma del mismo modo que Gatica trata del peronismo. Hay asuntos que no quedan nunca del todo claros. Una cosa son los temas en primer plano, otra cosa son las películas. Para levantar el dedo o cantar la marcha no necesitamos el cine. Lo necesitamos para sentir más intensamente, y para ello hace falta hacer del desprecio o el amor algo atractivo, algo sensual o algo horrible pero definitivamente inabarcable por las meras consignas. Fellini lo sabía (y también Favio, por supuesto). Sorrentino no sabe nada. Por eso queda como un ganso cuando va detrás de un grande.

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Hablar de Sorrentino es un embole. Mejor hablar un poco de Fellini, de quien no se acuerda nadie (como de casi toda Italia).

12782335_1564336907191716_515464932_nEl Cristo que vuela sobre Roma al comienzo de La dolce vita y el monstruo marino que aparece al final tienen la molesta propiedad de llamar a la interpretación. Lo mismo pasa con varias escenas de 8 ½, tan llenas de Jung. Pero Fellini es un cineasta. No filma una cosa para significar otra sin respetarla tanto como para enturbiar la sustitución. El cine es un arte de las superficies. Puede que el monstruo tenga que ver con la corrupción moral de Roma y de Marcello. Pero es también un cuerpo resistente al sentido. Al verlo en la orilla alguien dice: Qué horrible. Y una mujer se acerca y dice: Qué esplendor. El exceso felliniano protege a las películas de sus propios símbolos (el ejemplo más hermoso es el rinoceronte de Y la nave va). Y también las protege de las objeciones ideológicas más previsibles. Los ajustes de cuentas que realiza Fellini con sus críticos en varias de sus películas son importantes porque hablan también de nuestro tiempo. En 8 ½ reclama su independencia respecto de los dos sistemas de lectura dominantes en la Italia de su época: el catolicismo y el marxismo oficial del PCI, que compartían una misma moral preceptivista. Unos acusaban a Fellini de regodearse en el pecado, otros de no historizar. Es cierto: a veces lo elogiaban por mostrar el tormento de un alma en busca de Dios o el agotamiento cultural de la burguesía. Pero preocupados por cosas importantes (la salvación, nada menos) católicos y marxistas desatendían el cine, que es lo único que realmente le interesaba a Fellini. Se fue haciendo claro con el tiempo: su verdad era una cierta idea del espectáculo. Lo fascinaban el sueño, el irrealismo, el brillo, la majestuosidad, la decadencia. El transatlántico de Amarcord, la Cinecittà de Intervista, el circo de I clowns: todo habla de su propio cine.

En Roma unos estudiantes le piden a Fellini que preste atención a los problemas actuales, al trabajo en las fábricas, que no muestre la ciudad como lo haría un cualunquista. En el juicio final al que es sometido Snaporaz (Mastroianni) en La ciudad de las mujeres hay un cartel que dice Progresismo. No bastaba el genio: era necesario que Fellini tuviera opiniones correctas. Puede que haya algo caricaturesco en estas apariciones (como en la del crítico de 8 ½), pero Fellini tenía razón en negarles legitimidad a quienes le objetaban la representación de la mujer (y de la ciudad) que ofrecían sus películas. No podía hacer como la serie de Harry Callahan, que fue incorporando los cuestionamientos a la figura del macho con humor admirable, como aceptándolos y tomándolos en joda al mismo tiempo. Solo podía rechazarlos con algo de burla y de bronca. Es claro para cualquiera que no pretenda obligar a las películas a tratar sus temas y figuras según la grilla de lo que considera correcto: el (presunto) machismo de La ciudad de las mujeres es su motor, no su fe. Es un poco lo que pasa en “El séptimo cielo” de Cortázar, cuyo narrador es incapaz de elaborar aunque sea un dato de ese mundo extraterrestre que es para él el pueblo. Fellini filma porque no entiende, no porque quiere decir algo. Su incomprensión puede ofrecer imágenes primitivas de la mujer pero lo empuja a alucinaciones cinematográficas inolvidables, imposibles para quienes se la pasan rezándole a la maldita distancia justa. Este control de los contenidos es una de las razones por las cuales hoy Fellini huele mal. Pero existen otras dos. La primera es su pobre herencia. Kusturica nunca estuvo a la altura, y Sorrentino menos que menos. La segunda es mucho más importante porque tiene que ver con sus formas sensuales, tan reacias al rigor entendido como cualidad de lo poco.

Hay un moralismo moderno que se interpone con razones de papi preocupado entre el cine y sus espectadores. Lo avalan algunos nombres respetables que funcionan como contraseña y salvoconducto. Quien dice Daney abre una puerta siempre, y camina seguro. Que el lugar correcto del espectador, que el temor, que el temblor, que esto y que eso otro. Un mundo pobre y monótono, reducido a dos ideas que perdieron su energía en el mismo proceso de volverse obligatorias. Su regla básica (elaborada a espaldas de sus presuntos promotores) es esta: hay que subordinar la belleza a la ética y la emoción al pudor. El cine es mejor cuanto más serio y retraído. En este contexto, el olvido de Fellini es comprensible. No es un cineasta crítico, no toma distancia, no historiza, no se cuida de ofrecer imágenes edficantes de las minorías. Es más bien un nene caprichoso, un irresponsable, un solipsista, un pajero, un director del asombro que se desentendía de la narración no porque quisiera recordarles a los espectadores que estaban frente a una película sino porque creía que podía obtener mejores hechizos en estructuras blandas, de episodios independientes, unidos entre sí por hilos gruesos, es decir, por vínculos cada vez más gratuitos y más libres.

12804251_1564337183858355_1868030943_nFellini hacía lo que se le antojaba. Era una celebridad con un poder que creo que ya no existe en el cine: el poder de reunir mucha plata para filmar libremente sus extravagancias. Le debía algo a Carlo Ponti: hacía Las tentaciones del Dr. Antonio (otra contestación a sus críticos, esta vez a los católicos ultraconservadores). Después de La dolce vita y 8 ½ su cine se fue haciendo cada vez más abierto. Amarcord, Casanova, Satiricón, Intervista, La ciudad de las mujeres, Roma. No son películas perfectas. Algunas tienen momentos horribles, a las seis se les puede presentar objeciones de todo tipo, tal vez una no sea lo suficientemente dura con el fascismo, otra no ofrezca imágenes precisas de las mujeres y una tercera caiga en una representación de la italianidad muy de brocha gorda. Pero todas son apasionantes, y hay más cine en sus desequilibrios que en la segura medianía que nos gobierna, y para la que Fellini es una cosa tan del pasado que ni siquiera merece el esfuerzo de la burla.

En fin.

Fellini estaba en el medio de dos fuerzas contrarias pero después de todo bastante afines. No lo aguantaban bien ni los católicos ni los marxistas porque entendían (correctamente) que subordinaba toda su inquietud a las visiones que lo perseguían. Soñó con un barco enorme y lo filmó con espíritu infantil. Soñó con la Italia fascista y la filmó como extrañándola. Soñó con una ciudad de mujeres, con un mar de celofán, con una Venecia y una Roma decadentes, cuyos signos de época no estaban ahí para respetar la Historia sino para aumentar el poder alucinatorio de sus imágenes. No fue crítico ni pío, aunque dejó en sus películas testimonios de un malestar profundo, social y religioso. Amó el cine más que a nada y se bancó los llamados de atención de todos los que le pedían que fuera otra cosa además de Fellini. El único director vivo del que se puede decir lo mismo es Tarantino.

5

Ojalá Fellini estuviera con nosotros para combatir tanta tristeza a golpes de capricho y desmesura. Pero no, el que está con nosotros es el boludo de Sorrentino, que ni emociones futboleras legítimas nos permite. Maradona anda por ahí con su respiración cansada y su tatuaje ridículo, como anda también la miss universo. Sorrentino muestra en algún momento eso en lo que los dos personajes se destacan: la habilidad deportiva y el cuerpo voluptuoso. De la mujer no hay mucho que decir. Del varón sí. Porque Sorrentino no entiende ni siquiera que un homenaje a la grandeza futbolística de Maradona no acepta bien el digital. Diego es una bestia analógica. Lo que vemos en los videos que abundan en Youtube es lo que hubo. Eso imposible fue. El tipo hizo jueguito con una pelota de fútbol, con una pelota de tenis, con una pelotita de ping pong, con un bollo de papel, si le hubieran tirado una uva hubiera hecho jueguito y vino, si le hubieran tirado un pino hubiera hecho jueguito y muebles baratos, si le hubieran tirado Youth hubiera hecho jueguito y nada más, porque ni Maradona le saca algo a un material como este. Cada vez que la pelotita de tenis sube al cielo dan ganas de quitarle a Sorrentino el derecho a decirse napolitano. Maradona no merecía esa escena horrible, más abyecta que la de Kapo que tanto ofende a los cinéfilos serios. Hay un momento de El sabor de la cereza en el que se ve una foto de Diego colgada en algún lugar del irán profundo. Eso es emocionante, no esta huevada solemne. Sorrentino nunca había caído tan bajo. Youth confirma su arribo al mercado internacional de la publicidad de autor y deja en evidencia su analfabetismo maradoniano.

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