The_Hateful_Eight

Se revelan aspectos importantes del argumento.

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The Hateful Eight (o Los ocho más odiados) es un montón de cosas. Por decir apenas cinco: un western de cámara, una demolición grotesca de algunos de los mitos fundacionales de Estados Unidos, una película-balance de carrera (podría haberse llamado ), una relectura de La cosa de Carpenter, un circo de la misantropía. Pero si yo tuviera que elegir un predicado solamente diría: The Hateful Eight es otro episodio de la aventura tarantinesca por excelencia: la aventura de la secuencia inolvidable.

La división en capítulos que suele usar y la duración creciente de sus películas lo señalan: cada vez más Quentin Tarantino se mueve hacia un cine de pocas unidades, pegadas entre sí por recursos diversos (incluso por un narrador en off que aparece y se las toma) y llenas de giros lentos e inesperados, demoras y desvíos, tan generosas que pasa de todo en ellas, no solo porque nos obligan, si queremos contarlas, a decir un montón de veces “y entonces”, sino porque hay momentos en que parecen agotarse y apenas eso se hace perceptible vuelven a ganar intensidad, una y otra vez, como pequeñas sinfonías de la manipulación, durante veinte minutos o media hora o lo que Tarantino diga, que para eso tiene el talento y el entusiasmo que tiene. Lo sabemos bien: no hay película de Tarantino que no incluya una o varias secuencias prodigiosas. Basta pensar en Pulp Fiction, armada casi con vocación de garrochista. Okey, salté, pero eso ya es pasado, el viento sopla mejor un poco más arriba. A ver qué más puedo hacer, subir la vara, ganar desafíos imaginarios: Tarantino es un competidor. Su ego jode un poco a veces. Es el Cristiano Ronaldo de los cineastas estadounidenses: un crack demasiado seguro de sus condiciones (y sin un Messi que lo ponga en su lugar). Pero qué importa. Sus mohínes y bravatas son el precio (¡bajísimo!) que hay que pagar a cambio de su talento enorme y generoso.

Pero si bien es cierto que Tarantino es un maestro de la secuencia desde su misma llegada al cine (basta revisar la historia del año sin marihuana en Los Ángeles que cuenta Tim Roth en Perros de la calle, o su célebre apertura), también es cierto que a partir de Bastardos sin gloria –¡ah, ese comienzo!, ¡ah, la taberna!- su aventura entró en una etapa nueva. Tal vez su punto culminante (su salto más genial) sea -junto a los dos mencionados- la cena de Django sin cadenas en casa del Monsierur Candy de Di Caprio, una obra maestra en sí misma, cuya rúbrica finísima (el hilo de sangre que corre por la flor que adorna el ojal del esclavista) es además uno de los mejores embragues que Tarantino filmó nunca, ya que prepara con maestría la descarga hemoglobínica que sigue y funciona como contrapunto perfecto de la disputa verbal anterior, también ultraviolenta.

2. Evaluación inicial.

En The Hateful Eight hay que esperar para que Tarantino suelte su imaginación y entregue algunas secuencias brillantes. De hecho, hay que esperar mucho. Más de una hora: hasta el final del tercer capítulo, cuando alguien abre la tapa de un piano, se pone a tocar “Noche de paz” y Samuel L. Jackson arranca con la historia del blanco que lo fue a cazar y terminó chupándole la pija. Toda la primera parte está dedicada a otras cosas. La más obvia es esta: a presentar personajes. Pero también: a lanzar dardos contra la historia y el presente de Estados Unidos. Tarantino está enojado, o eso parece. Desprecia los mitos de su país y no quiere dejar pasar la chance de aludir a los casos recientes de violencia policial racista. En su western del siglo XIX hay noticias de los últimos tres años.

vlcsnap-2016-01-16-22h15m11s144Es todo un tema este. Hace poco Tarantino dijo en una entrevista que la bandera confederada es la esvástica estadounidense, y en otra que el cine de Estados Unidos trata rápidamente los hechos vergonzosos de otros países pero no hace lo mismo con los propios. Una foto que circula por internet atestigua su participación en una marcha contra el gatillo fácil antinegro. Una noticia dice que la cana llamó a boicotear su película. O sea: pasan cosas alrededor de The Hateful Eight que acá se nos escapan. Es un problema, obviamente. Pero tal vez no sea del todo improductivo y nos ayude a ver otros problemas, propiamente cinematográficos, que la discusión sobre los contenidos suele ignorar. En este caso: la notable falta de ritmo de los primeros capítulos, llenos de diálogos que piden ser entendidos también por fuera de la ficción, como comentarios sobre la actualidad. Por ejemplo este, en boca de un blanco: “Cuando los negros tienen miedo es cuando los blancos están seguros”. O este otro, en boca de un negro: “La única vez que un hombre negro está seguro es cuando los blancos están desarmados”.

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En este punto es importante recordar un par de cosas del argumento. Estamos en Wyoming, años después de la Guerra Civil. El cazarrecompensas John Ruth (Kurt Russell) lleva a Daisy Domergue (Jennifer Jason Leigh) a Red Rock para cobrar los diez mil dólares que premian su captura. Un tal O.B. conduce la diligencia. Hay una terrible tormenta de nieve. En el camino aparecen dos hombres: el Mayor Marquis Warren (Samuel L. Jackson), ex soldado del Norte, colega de Ruth, y Chris Mannix (Walton Goggins), un tipo racista, hijo de un renegado sureño, que dice ser el nuevo sheriff de Red Rock.

Es fácil pensar, teniendo en cuenta estos personajes, los diálogos y el contexto: Tarantino dice lo que piensa, hace declaraciones, pone en continuidad su película con su preocupación civil. Pero en realidad hace otra cosa, bien diferente: manipula el punto de vista para que la identificación sea imposible. Es una apuesta brava. Un juego destinado a la polémica. Negro o blanco, mujer o varón: todos ocupan posiciones similares. Tarantino es un demócrata de los instintos bajos. No le interesa tanto el lugar social de sus personajes. Lo que le interesa es que cualquiera se pueda coger a cualquiera, y que todo el mundo tenga derecho a dar y recibir una trompada. Lo que dice Mannix (que los negros deben tener miedo) es basura. Lo que dice Warren (que los blancos deben estar desarmados) es cierto. Pero son diálogos para rechazar o encarecer fuera de la ficción, porque dentro de ella no cuentan con personajes que los puedan hacer valer como ideas políticas. De hecho, Warren no tiene más autoridad que Mannix, a pesar de que uno podría ser identificado como parte de los oprimidos y el otro como parte de los opresores, o por lo menos como un propagandista de sus ideas horribles. Tarantino les niega a todos sus personajes una moral plena, que les permita juzgar al otro o justificar sus propias violencias. O si se quiere: les entrega a todos la capacidad de provocar rechazo. En este aspecto, The Hateful Eight es muy distinta de Django, que divide claramente las aguas entre amos y esclavos y deja un espacio intermedio para que se muevan hacia los lugares que se supone no deberían moverse el cazarrecompensas y el negro chupaculos del patrón. Ningún personaje tiene autoridad acá. Mannix es un asco pero sabe cosas que no dejan bien parado a Warren, por ejemplo que mató Pieles Rojas con la caballería y que incendió una cárcel en la que murieron 47 jóvenes del Sur y 37 presos del Norte (blancos todos). Lo mismo sucede con los otros dos pasajeros de la diligencia. Daisy es maltratada todo el tiempo pero no genera piedad porque es racista y asquerosa (hay que verla comer, escupir, hablar). Ruth recoge a los hombres en el camino cuando bien podría haberlos dejado morir de frío pero es un sádico que no deja de pegarle a su prisionera.

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Esta renuncia al discurso edificante (es decir: esta pelea contra la fuerza censora de las ideas correctas) significa que la ficción es robusta, no que ser negro dé lo mismo. (El tema racial tiene mucho más volumen que el de género, que en realidad no es un tema). Es  muy claro que en el mundo de The Hateful Eight el color de piel hace variar las chances de sobrevivir. Ser blanco es tener ventaja. Por lo menos no son necesarias ciertas tretas. Warren lleva encima una carta de Lincoln, con el que dice haber mantenido correspondencia durante la guerra. El contenido sólo se revela al final pero su función queda clara mucho antes. La carta abre caminos, desarma blancos, acrecienta las posibilidades de permanecer con vida del negro que la lleva en el bolsillo. Incluso es posible pensar que la habilidad de Warren para interpretar los signos –en cierto momento deviene investigador de policial de enigma– nace en parte de la necesidad de prestar atención a todo lo que pasa. Dos reglas (o una): un negro se puede distraer menos que un blanco; el que corre riesgo mira más profundamente.

También el lenguaje señala el lugar especial que ocupa Warren en la red de desprecios de la película. Hay todo un tema con cómo llamar al otro. A Daisy le dicen bitch y tramp. A Ruth –que es conocido como the hangman– le dicen hyena. Los dos responden una vez con la misma frase: “Me han dicho cosas peores”. A Mannix le dicen hillibilly y white boy. Pero el lugar caliente de la designación es Warren, a quien se lo llama de seis maneras distintas: black, african, darky, nigger, negro y nubian. ¡Nubio! Tarantino es un fenomenal dialoguista (alguien debe haber dicho esto alguna vez).

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Termino con las obligadas noticias del argumento. La diligencia llega finalmente a Minnie’s Haberdashery, una posada (la palabra «mercería» no indica para nosotros lo que el lugar efectivamente es) antes de Red Rock en la que el conductor y los pasajeros planean esperar a que la tormenta ceda. Ahí –el escenario fundamental de las acciones- hay otros cuatro personajes. El mexicano Bob (Demian Bichir), que dice estar a cargo del lugar mientras sus dueños viajan. El inglés Oswaldo Mobray (Tim Roth), que dice ser el verdugo. El vaquero Joe Gage (Michael Madsen), en viaje hacia la casa de su madre, con quien quiere pasar la Navidad. Y el general sureño Sandford Smithers (Bruce Dern), un viejo racista que perdió a su hijo unos años atrás, en las montañas de Wyoming.

En fin: a la hora de película están reunidos por primera vez los ocho del título (no hay que contar a O.B.).

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En un principio, la combinación entre nieve, western y Tarantino me hizo pensar en El gran silencio de Corbucci. Pero tal como me advirtió Marcos Vieytes el intertexto fundamental de The Hateful Eight es La cosa de Carpenter. Los ecos son numerosos. El encierro, el paisaje, Morricone, Kurt Russell. La escena en la que Warren especula sobre quién envenenó el café se parece un poco a aquella -magistral- del análisis de sangre para ver quién está infectado por la criatura extraterrestre. Algunas notas de la banda sonora se repiten. Pero, además de que el clasicismo de Carpenter está bien lejos del desatado manierismo tarantinesco, que sigue y sigue adelante inventando espejos, paréntesis, rulos y desvíos, hay una diferencia fundamental entre las dos películas. La clave acá y allá es la imposibilidad de confiar en el prójimo. Pero el sentido de esta desconfianza es muy distinto.

12571315_1549712121987528_1976715757_nEn La cosa hay entre los personajes una división del trabajo, unas rutinas y un conocimiento mutuo que permiten percibirlos como una comunidad. Se los ve aburridos, a MacReady (Kurt Russell) un poco harto. Pero nada más que eso. Están juntos, existen como grupo. La historia trata de cómo un factor externo pone este orden en crisis, y muestra cuán débiles pueden ser los lazos que percibimos como indiscutibles en un contexto de emergencia. Cuando se descubre el funcionamiento imitativo del alienígena y se hace evidente para todos que el perro que lo llevó a la base estuvo dando vueltas libremente todo el día, lo único que queda es desconfianza. Cualquiera puede estar infectado, cualquiera puede no ser quién era hasta hace unas horas, cualquier puede matarme. Los diálogos lo señalan una y otra vez, sin molestar: “No iré con Windows” / “Que cada uno vigile al que está con él, bien de cerca”  / “Solo vos tenías acceso a la sangre” / “¿Dónde estuviste?” / “Eso no nos convencerá”, “Nadie confía en nadie ahora”. En un momento genial el científico que rompió la radio y le pegó un tiro en la pierna a un compañero (esa palabra que se muere) le pide a MacReady que lo deje salir de su encierro, que ya está bien, recuperado. “Te doy mi palabra”, le dice. MacReady escucha, responde con un lacónico “Veremos” y le cierra la puerta en la cara. La disolución de la comunidad queda sellada con el paso a primer plano de la fuerza, cuyo centro lo decide  la posesión de los instrumentos de coacción. Cuando el hombre que encarna la ley abandona su revólver y renuncia así a su autoridad legítima el lugar vacante lo ocupa el que es capaz de obtener sus propias armas, el apoyo de alguien y el consentimiento (aunque sea debilísimo) de los demás.

Lo que sucede en The Hateful Eight es muy diferente. Tarantino construye un escenario ultra-anómico, en el que de la comunidad sólo hay vestigios o anuncios, y del prójimo (esa palabra curiosa) se sabe poco y nada, y no hay amenaza que venga de afuera. Su película es un páramo social: no hay pactos que reclamar y por lo tanto ni siquiera la traición es posible. Todo es extremadamente provisorio. Un acuerdo vale lo que dura el tiempo en que resulta conveniente. Una palabra importante: deal. Una palabra fantasma: law. La desconfianza que corroe a los personajes de Carpenter existe también en los de Tarantino, pero su origen es distinto: nace de un país desarmado por la guerra civil, repleto de prejuicios y cuyos mitos -la Constitución, la Democracia, Lincoln– están más deteriorados que la cara de Daisy, que empieza con un ojo en compota y termina como una réplica de la Linda Blair de El exorcista o la Sissy Spacek de Carrie. Tal como Tarantino los presenta (luego hay sorpresas), sus personajes no piensan más que en sí mismos. Son mónadas del rédito y la supervivencia. La cosa es una historia de disolución. The Hateful Eight es una historia en la que nada puede perderse porque nada existe: o porque ya desapareció o porque todavía no fue construido. El sheriff (si es que es un sheriff) todavía no asumió, Red Rock (la polis) está lejos.

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Como para Tarantino la desconfianza no es consecuencia de una amenaza exterior sino el principio constitutivo de todo vínculo, la pregunta fundamental no es “¿dónde estuviste?” sino “¿quién sos?”, “¿qué hacés acá?”. Por eso –en un mundo sin registros, predominantemente oral– los papeles son tan importantes. Funcionan casi como fetiches, porque quienes los revisan no parecen entenderlos del todo bien. Los personajes se la pasan reclamando acreditaciones. Ruth le pide a Warren la documentación correspondiente a los tres muertos que lleva. Oswaldo le pide a Ruth la orden judicial de Daisy. Mannix le pide a Oswaldo la orden de ejecución que lo lleva a Red Rock. Remate genial: Gage dice que está escribiendo su autobiografía, la única literatura que parece posible en este mundo.

12571414_1549711755320898_495201830_n8. Evaluación de medio término.

Tarantino oscila siempre entre el espectáculo reventado y el cine reflexivo, en general con resultados mayúsculos. Kill Bill y Death Proof son películas festivas, coloridas, brillantes, pura euforia formalista. Con Bastardos sin gloria el doble juego encontró su equilibrio y su momento mayor. Hay pocos planos más alucinantes, más corpulentos y filosóficos que el de la jeta de Hitler deshaciéndose bajo los balazos. Es casi un manifiesto. Que el mundo le pague tributo al cine. La ficción pide eso, y Tarantino es su sacerdote negro, como esos personajes que hacen cualquier cosa por alimentar al monstruo que guardan en el sótano o en la buhardilla. La mina de Hellraiser: invita a la historia a tomar algo, le hace unos arrumacos y la deja para que la ficción se la morfe y se haga fuerte. Durante por lo menos una hora The Hateful Eight parece un Tarantino amodorrado. Su película con menos humor, con menos secuencias de antología, con menos violencia gráfica, con menos diálogos perfectos y con más ideas a la vista. Por ejemplo, que cada personaje que aparece sea reconocido al menos por otro, y que su presentación se haga entonces en segunda persona. Ruth y Warren se comieron un bistec hace ocho meses. Mannix escuchó historias de Warren. Warren escuchó historias del padre de Mannix. Ya en la posada, Mannix y Warren identifican al general Smithers.

Pero cuando todos los personajes están por fin juntos –es un decir: incluso hay una propuesta para dividir el espacio en dos, Sur y Norte (Georgia y Filadelfia), y dejar una mesa como territorio neutral- las cosas mejoran notablemente. O mejor dicho, porque se trata de una película, no de un enfermo o de un alumno medio verde: las cosas cambian de tono, asumen otros ritmos, ganan en poder de sugerencia, amenazan ir en una dirección y siguen otra, se vuelven más libres, más graciosas, más purulentas, hasta que todo lo monótono y lo serio con que la primera parte amenazaba se deshace en un circo gore. El Cristo de la obertura, el discurso de Oswaldo sobre la justicia y el extraordinario plano del final, que remite al Cristo y al discurso… En la llegada reconocemos el viaje: un camino hacia la fiesta sucia y liberadora del grotesco.

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Nunca Tarantino fue más exagerado. Las risotadas, la caracterización de los personajes, el hecho de que Tim Roth actúe de Christopher Waltz actuando de Oswaldo Mobray (su follow-moi es maravilloso), y especialmente las mutilaciones, la sangre, los vómitos, los mocos, los escupitajos, la manera de comer: todo está por fuera de las reglas del decoro, todo fortalece una iconografía no clásica, todo apunta a poner bien en primer plano eso que el cine ignora cada vez más: el cuerpo, los fluidos, lo orgánico asqueroso. Es posible que la única razón para mostrar cómo O.B. y Mannix conectan con estacas y una soga la posada, el establo y el retrete sea indicar que hay un retrete, y que si hay que pasar mucho tiempo recluidos es importante tener asegurado el lugar para cagar tranquilos. Hay tres escenarios en los que toda esta materia se reúne. El primero es el fílmico en el que The Hateful Eight está realizada (y que la proyección digital no permite ni siquiera intuir). El segundo es la posada de Minnie. El tercero es la cara de Daisy Domergue. Hacía mucho que una película no se animaba a jugar con esas cosas con las que no se juega, según dicta el espíritu triste del progresismo puritano. Es tan absurdo lo que sucede, tan caricaturesco, que sólo alguien que ignore que existe una cosa que se llama ficción puede cuestionarle a Tarantino la representación de la violencia contra la mujer.

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Las dos horas en la posada de Minnie dejan bien a la vista un gesto de Tarantino que me parece hermoso.

12571445_1549712001987540_55936064_nNo hay novela de César Aira que no incluya al menos una reflexión sobre el arte y la literatura. Una de mis preferidas es esta de Los fantasmas, que cito siempre que puedo: “Los autitos bajaban por las escaleras, en sus manos pequeñas, y se estacionaban en los cuartos más remotos. Con la exaltación de tener todo el edificio, o al menos los pisos superiores, a su disposición, complicaban el juego, dejaban un autito en un piso y bajaban al otro, después subían a buscarlo, tomaban direcciones imprevistas. La obra en construcción era el lugar más inapropiado para hacer una carrera de autos (era ideal en cambio para jugar a la escondida), pero la inadecuación le daba un sabor especial, de novedad, de imposible, que los hacía olvidar de todo lo demás. Les parecía haber dado en el clavo de la verdad o del arte”. Obviamente, Aira habla del último Tarantino, que decide filmar una película en 70mm (es decir, jugar en una obra en construcción) y nos mete en un lugar cerrado por lo menos durante dos de sus tres horas (es decir, juega a los autitos en lugar de a la escondida). La idea de ir en contra de aquello para lo cual parece haber sido hecho el material o el escenario con el que se trabaja es fascinante. Modificar una guitarra para que suene a otra cosa, escribir un soneto con una rima que la lengua no pueda completar, ser Brian Eno o Mallarmé: en esa línea se puede entender lo que hace Tarantino.

El desafío no es simple. Tarantino y su fotógrafo (Robert Richardson) juegan con la profundidad de campo todo el tiempo. Enfocan y desenfocan, ponen un personaje detrás de otro, o dos detrás de dos, o uno detrás del que está detrás de uno, consiguen líneas infinitas que parecen perderse más allá de las ventanas, filman travellings cenitales, van y vienen por el espacio, y así dos horas, para ver qué se puede hacer adentro con eso que pide estar afuera. Hay un momento en que la misma película parece comentar esta poética. Poco después de llegar a la posada (¡oh casualidad!) el verdugo y John Ruth tienen este diálogo a propósito de Daisy: “- Aquí dice ‘Viva o muerta’ / – Sí, eso dice / – Transportar un prisionero hostil como ella suena como un trabajo duro. ¿No sería más fácil transportarla si estuviera muerta? / – Nadie dijo que el trabajo debe ser fácil”.

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Tarantino es tan autorreferencial –engaños que son puestas en escena, puertas que son pantallas, guisos que son obras de autor- que tengo la sensación de que no debe haber diálogo que no sea también un comentario sobre determinado aspecto de la historia o una cifra de la totalidad. Es posible que el más claro en este sentido sea este: “El nombre del juego es paciencia”, que se puede entender en relación con la duración de la película y con su ritmo (o falta de ritmo) inicial. Pero hay muchas más. En el relato que Warren le hace a Smithers vemos algunas de las cosas que dice y lo escuchamos comentar después de un primerísimo primer plano de los ojos del general: “¿Estás viendo las imágenes, no?”. En la diligencia, luego de un largo intercambio que incluye referencias a la caballería, la guerra civil y varias otras cosas (también al presente, claro) Mannix dice, en uno de esos juegos histéricos que le gustan tanto a Tarantino: “Me hiciste hablar de política, yo no quería”. En el final, cuando Warren y Mannix cuelgan a Daisy, Mannix dice (con nosotros): “Quiero mirar”. Y también está la gran sorpresa. Porque resulta que los hateful no son eight, son nine, y resulta también que el primer diálogo de la película es esta pregunta, que le hace Warren a O.B.: “¿Hay lugar para uno más?”

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Vuelvo al comienzo y termino.

En la memoria cinéfila (en ese brainstorm eufórico que es a la vez todo y nada) el culto de la secuencia pone a Tarantino cerca de un montón de nombres admirables, cuya compañía merece. Anoto los que me apunta mi cabeza en este preciso instante: Hitchcock*, Scorsese, polizziotesco, Leone*, Corbucci*, exploit*, Hong Kong, Argento, spaghetti*, Minnelli, Lubitsch, Carpenter*, Friedkin*, De Palma*, Italia*, 70’s*, To (con asterisco, los que pueden encontrarse en The Hateful Eight).

Junto con el cuento “sobre vergas negras en bocas blancas” (así lo refiere el narrador) la gran secuencia de este nuevo Tarantino es el último capítulo: Black Man, White Hell. Son veinticinco minutos brillantes y dispendiosos, que terminan con Mannix y Warren tirados en una cama, desangrándose, y Daisy colgando del techo, con unas alitas de raquetas de nieve detrás y el brazo amputado de Ruth colgando también, de su muñeca derecha. La secuencia es asquerosa, divertida y felizmente violenta. Warren y Mannix ya no tienen puestos los sobretodos que los identifican con el Norte y el Sur. Se cagan de risa mientras se mueren. No queda nadie con vida. Lo que se dice un final.

Tal vez haya en todo este derroche un discurso sobre la violencia de Estados Unidos, una manera de entender su origen o de fabularlo. Tal vez Tarantino esté diciendo cosas y haya que convertir sus formas en enunciados. Puede ser. Pero lo más importante de The Hateful Eight –lo verdaderamente político, si se quiere usar la palabra– no pasa por recordar que la Historia está llena de muerte sino por la manera de entender la violencia en el cine. Intento explicarme. En Tarantino no hay una crítica de la violencia. Por el contrario, lo que Tarantino hace es permitirle que se exprese, que libere sus formas. Como el western spaghetti, por ejemplo, ese mundo maravilloso. O como Russ Meyer. En los tiempos puritanos que vivimos, en los que cada representación debe comparecer ante tribunales de toda clase (Decencia, Minorías, Justificación, Fuera de Campo) esto es excepcional. El día que alguien habló de violencia gratuita y otro le dio la derecha y un tercero escribió un paper se fue todo al carajo. La merma de sangre y sexo en el cine (y particularmente en Hollywood, donde sólo algunas comedias parecen recordar que existe el cuerpo) es alarmante, a tal punto que hoy resultan sorprendentes algunas escenas de los años 80 (una década no tan lanzada) como esa de Los cazafantasmas en la que Sigourney Weaver aparece poseída y re caliente o esas otras, afines, de Resonator y Las brujas de Eastwick, en las que pasa exactamente lo mismo: una fuerza maligna (digamos) libera el deseo y las mujeres se encienden. Eso, en cuanto al sexo. Con la violencia es peor. Entre el digital, que vino a decir con Godard: “No es sangre, es rojo”, y la corrección política, que vino a declarar: “No es ficción, es síntoma”, el cine se quedó sin uno de sus más hermosos motivos: la violencia catártica, estilizada, espesa. Tarantino –que le escapa al sexo, lamentablemente: basta observar lo recatada que es su filmografía en este aspecto– es el más fervoroso adversario del puritanismo que acecha al cine y cuyos discursos proceden de lugares bien distintos. Por ejemplo: el declamado progresismo educacional de los medios de comunicación de masas y ese modo del higienismo en que terminó por convertirse la crítica académica de izquierda. De un lado y del otro se persigue la violencia, o bien por sus presuntos efectos nocivos o bien por su condición de espectáculo, que sólo se podría combatir al modo moderno: protegiéndola de la catarsis, interviniéndola, arrojándola al altar de la distancia crítica. Un mix temible entre un Brecht mal entendido, el periodismo más berreta y la pedagogía edificante. Contra todo eso existe The Hateful Eight.

13. Evaluación final.

¡Viva Quentin Tarantino!

Aquí pueden leer un texto de Nuria Silva y otro de Santiago Martínez Cartier sobre esta película.

Los 8 más odiados (The Hateful Eight, EUA, 2015), de Quentin Tarantino, c/Samuel L. Jackson, Kurt Russell, Jennifer Jason Leigh, Tim Roth, 187′.

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