Nueva York en tonos de plata y sombra, angulaciones trastocadas, luces contrastantes… toda una extrañeza estética que remite al expresionismo alemán, no sólo en cuanto a las formas sino también en lo referido al contenido, ya que The addiction discurrirá sobre la caída de un alma y su posible redención.
Al caer la noche, el sonido de unos tambores introduce el elemento fantástico. Kathleen (Lily Taylor), es arrastrada por una mujer escaleras abajo –marcando el comienzo del descenso espiritual-, hacia un callejón en el que la cámara la sigue con movimientos vehementes. Ahí, en la oscuridad, mira a la cámara suplicándole; es al espectador a quien interpela, es la cámara la que la sodomiza. No teniendo la voluntad suficiente para alejar al Mal de sí, sucumbe ante la mordida fálica, en una suerte de violación lésbica. De a poco la música fantástica va dando paso al sonido de las ambulancias, y lo sobrenatural da paso a la enfermedad: la herida se hace presente. Es un personaje que queda herido en su sistema de creencias, luego del encuentro vampírico. De ahí en adelante, los diálogos se conforman por debates filosóficos sobre el pecado, la moral, el Bien y el Mal.
De la sensualidad de la música soul se pasa bruscamente a los sonidos de un documental sobre crímenes de guerra (un sonido que remite a lo vil de la condición humana), y del fotomontaje se pasa a la ficción. En el documental no se ven símbolos que identifiquen a los cuerpos victimarios ni tampoco a sus víctimas, por lo que la denuncia es ante El Mal, casi en genérico (Literalmente, un personaje exclama: “Nuestra adicción es el mal, y la propensión a ese mal yace en nuestra debilidad interior”). Son cadáveres. Muchos cadáveres que después se condicen con los que dejan la orgía vampírica. Asimismo, el blanco y negro equipara el registro de fotografía propiamente ficcional al de las fotos documentales. De esto se sigue un paralelismo entre lo sexual y lo criminal. El pecado hermana todo, y la salida hacia la salvación es la aceptación. Un profesor de Kathy da cátedra sobre la importancia de la culpa como condición ineludible para obtener redención; por tanto, los no redimidos no reconocen el pecado en sus vidas, ni admiten el mal que existe. Polidori, en El vampiro (1819), explica que el hecho de que el vampiro no se refleje en un espejo señalaba la negación de la sociedad a ver el mal. No obstante, los vampiros suburbanos de Ferrara sí se reflejan, se reconocen, y de ahí su posibilidad de exoneración.
La mirada y el reconocimiento están manejados de manera tal que los infectados se reconocen a sí mismos como enfermos, pero en ningún momento se ve en subjetiva de los posesos, para apreciar los efectos que les producen sus adicciones. No hay posibilidad de identificación con el pecador, porque la dicotomía esta tan clara como en los tiempos bíblicos: el Bien, de la mano de la religión –basta mencionar que el único con la fuerza de voluntad necesaria para escapar al vicio lleva sotana- vs. Mal, encarnado por intelectuales –casi todas las conversiones se dan dentro del claustro facultativo-.
En la lápida de la protagonista se ve la fecha de su nacimiento y la de su muerte: 31 de octubre y 1 de Noviembre, respectivamente, fechas que coinciden con la festividad de Halloween, en la tradición celta la primera, en la tradición católica, aunque secular, en la segunda. Esta es una celebración que alude en principio, a la Transformación: pasar a un nuevo año, el comienzo de la cosecha en primavera, y la anulación de las barreras que separan el mundo de los muertos del de los vivos. La transformación –sanación y muerte simbólica- se da bajo las manos de un sacerdote que, además, le realiza un bautismo con Luz. Es la luz –la fe-, la que sana una vez reconocida la enfermedad. Por eso en la escena final el personaje de Taylor, resucitado (en la lápida se lee además una cita a Juan 11:25: “Yo soy la resurrección”), dicta, parte orando, parte evangelizando: “La autorrevelación es la aniquilación del ser”. La forma de terminar con el ser –y todas sus depravaciones-, es a través de saberse pecador, actuando a partir de la Culpa.
Nada de lo dicho hasta ahora sorprende, porque Ferrara utiliza símbolos reconocibles, y se ayuda de diálogos para reforzarlos, retomando el ideal artístico renacentista en que el arte debía ser vehículo claro para la memoria y la devoción –católica-. Un elemento más, impulsor de la metanoia.
The Addiction (EUA, 1995), de Abel Ferrara, c/Lili Taylor, Christopher Walken, Annabella Sciorra, Edie Falco, Paul Calderon, 82′.
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