Un viejo pasacasete empieza a funcionar. Una cinta comienza a correr y la voz suena llevándonos a otros tiempos, a otros mundos. El fondo negro sobre el cual la voz y la imagen se imprimen no solamente alude a la desaparición del contexto, sino a su posible reconstrucción en el origen: esa cinta es una voz que avanza en una oscuridad, en un registro al borde de lo clandestino, con el cual se quiere romper. Cuando ese fondo negro desaparece, estamos en otro mundo: las imágenes nos llevan a un esplendor perdido de colores, de hombres y mujeres en la naturaleza, igualados en la desnudez física y en los postulados de una liberación sexual que iba de la mano con la oposición a un sistema de (re)producción capitalista.

El mundo feliz de la utopía liberadora situada en un quinquenio que va desde 1969 hasta 1974, abre la puerta a otros mundos. Hacia el pasado evocado por un puñado de sobrevivientes de la época, se trazan una serie de coordenadas que permiten delinear el perfil que asumía la homosexualidad dentro de la construcción familiar. Niños que juegan con muñecas, madres que azotan a sus hijos para que actúen como “hombrecitos”, amigos que los tratan públicamente de “putos”: la homosexualidad como desviación, como enfermedad, como negación de la sexualidad como parte de la estructura familiar en la que solo contaba la reproducción. El pasado en las imágenes de esos mismos personajes, postales de la rutina familiar e institucional –la mayoría son las fotos prototípicas en las escuelas-, tienden a establecer esa distancia insalvable entre lo que la cámara refleja y lo que pasa en el interior de ellos. Ausencia de gestualidades, de detalles que transparenten en una sociedad de ocultamientos: el contraste no puede ser más evidente cuando a esas fotos se les establece, desde el montaje, la relación con escenas prototípicas del cine clásico –del beso de Marlene Dietrich en Morocco hasta Un chant d’amour-. Es el relato el que recupera lo que en ese momento ya estaba –en ese sentido es crucial el sentido de ocultamiento cuando Daniel Molina cuenta que ya entre segundo y tercer grado empezaban a notarse ciertos rasgos de su orientación- y que el espacio tendía a mantener velado.

El registro de esa temporalidad pasada de los personajes encuentra su frontera en el momento en que Sexo y revolución se sumerge de lleno en los párrafos del Manifiesto que lleva el mismo nombre y que lanzara el Frente de Liberación Homosexual en el año 1973. Esa lectura irrumpe para resolver dos instancias narrativas claves en relación con los personajes. En primer lugar, la evidencia de un pasaje que relata Jorge Giacosa, ese que lo llevó de la atracción física original por los hombres, al enamoramiento no correspondido a los 20 años. “El último paso”, dice, en referencia a la asunción de sus propios deseos, “porque ya no involucraba solo el sexo”. En segundo lugar, porque en la circunstancia histórica implicó para los protagonistas de este relato –y seguramente para la mayor parte de quienes estaban en una situación similar-, una ruptura que tendía a la posibilidad de visibilizarse como sujetos en una sociedad que los negaba. Hay en esos momentos del documental, no solamente una percepción sobre el carácter liberador que implicaba para los personajes, sino de lo que el propio texto emanaba de sí mismo. Más que la evidente valentía que rescatan los entrevistados, el texto se enmarca en su contexto, se vincula como parte de un todo en el que el contenido revolucionario flotaba en el aire, mientras se empeñaba en señalar las grietas que se abrían en el sistema. Lo verdaderamente revolucionario del texto no pasaba por el llamamiento a la lucha armada –prototipo de la época-, sino en la descripción del sistema en el que lo económico y su matriz de dominación, excedía a los factores de poder asentados en los postulados clásicos de la lucha de clases y se situaba explícitamente en la desviación de la energía sexual hacia el trabajo alienado: la supresión del cuerpo, su fragmentación para el aprovechamiento de la fuerza laboral y su explotación, aparecen en el centro de ese manifiesto.

Es a partir de ese momento en que Sexo y revolución consigue sus mejores pasajes. Porque esa irrupción, que es una consecuencia histórica de las primeras resistencias de la comunidad gay en Stonewall en 1969 y de las necesidades de organización para avanzar en el reclamo de sus derechos, empieza a entrar en colisión con otros territorios que se suponían más afines. Y allí solo el relato de los entrevistados puede reponer las contradicciones del momento de manera eficaz. El rechazo –tácito al comienzo en el distanciamiento físico representado en la Marcha a Ezeiza o la Plaza de Mayo de la asunción de Cámpora- que la militancia revolucionaria –Montoneros, la izquierda revolucionaria- estableció con el FLH y sus referentes se observa como el eco de otros ecos que el documental retoma como postas inevitables de ese apartamiento –los campos de “re-educación” en la Cuba revolucionaria, como eco a su vez de la obligación impuesta a los homosexuales de casarse en la Unión Soviética-. Cuestionados y apartados a derecha e izquierda, imposibilitados de establecer un diálogo que incluyera la sexualidad, los miembros del FLH quedaron en una suerte de limbo militante: ese lugar en el que funcionaba hacia el interior de la comunidad homosexual, pero sin poder trascender sus derechos vulnerados al resto de la sociedad. Una revolución incompleta, en la perspectiva del manifiesto. Hay un doble momento que el documental propone con lazos de contigüidad narrativa y que funciona como una manera de comprender la manifestación de esa imposibilidad. Del canto colectivo de la militancia guerrillera –“No somos putos/no somos faloperos/somos soldados/de FAR y Montoneros”- reivindicando el mandato del machismo revolucionario a esa tapa de la revista El Caudillo que propone acabar con los homosexuales, hay un tránsito lógico que deriva en el paso a la clandestinidad –y no deja de ser notable que esas mismas organizaciones guerrilleras terminaran poco tiempo después dando el mismo paso-.

Resulta extraño que Sexo y revolución pierda algo de su efectividad en el tramo final, justamente cuando la indagación sobre esa clandestinidad se engarzaba con los tiempos de la dictadura. Lo que hasta allí era una memoria de la historia y de la significación simbólica de un texto, comienza a desmadejarse cuando el paso de la dictadura a la democracia y de allí a las conquistas de la comunidad homosexual en los últimos 40 años, se ven como una reseña algo superficial –en la que entran desde la creación de la CHA hasta la devastación producida por el SIDA, y la promulgación de las leyes de matrimonio igualitario y de identidad sexual- y en la que, sobre todo, se pierde de vista la relación con el Manifiesto de 1973. Y es que probablemente ese verosímil que el documental construye apelando a escenas correspondientes a archivos y películas que no tienen relación directa con los entrevistados y sus historias, termina desdibujándose en ese tramo final en el que el realismo –en este caso, la utilización de tomas de noticieros o programas de TV directamente relacionados con el tema- se impone.

En lo que consigue reconstruir Sexo y revolución a partir de la articulación entre el texto y la historia de sus entrevistados es donde residen sus logros. La repetición de algunos rasgos de estilo hasta el borde del abuso –en especial algunas lecturas en off que se estiran de manera excesiva- hace que el documental pierda por momentos la fluidez que había logrado especialmente en su primera mitad. Pero más allá de ello, y por sobre todo, el documental de Ernesto Ardito tiene el mérito de acercarse de manera concreta no solamente a una época histórica, sino a una visión apuntalada en un discurso del cual el Manifiesto de 1973 es su pieza clave.

Sexo y revolución (Argentina 2021). Guion y dirección: Ernesto Ardito. Fotografía: Nika Ardito, Virna Molina, Ernesto Ardito. Duración: 103 minutos.

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