
1. La memoria, el recuerdo, evocan. La evocación suele tener un efecto paradójico: el recordado queda congelado en una situación, en un momento que es el objeto del recuerdo. Como si se tratara de una foto tomada en retrospectiva, limitan al personaje y lo blindan como un recurso de la propia memoria, que selecciona los fragmentos que desea comunicar al otro. La mayor parte de los documentales que trabajan sobre personajes que ya no están, recurren a ese modelo en el cual el recuerdo se articula entre las imágenes de las que se dispone y de las entrevistas a quienes lo conocieron. Se construye, entonces, un retrato: una imagen fijada del personaje para, quizás, toda la eternidad. El problema del retrato no es solamente que con los años pueda desteñirse, olvidarse, quedar condenado a la fijeza del cuadro colgado que ya casi nadie observa, sino que es la obra de otro(s). Es lo que los otros evocan de esa persona que fue: una serie de rasgos que tratan de reproducirlo con la mayor exactitud posible, pero siempre desde afuera. La gran diferencia que se percibe en Rivera 2100 es que a Rubens “Donvi” Vitale y a Esther Soto no se los evoca. No se los intenta fijar en una imagen certera. No se busca que la gente que los conoció hable de ellos para que el bosquejo tome forma. En el documental no hay entrevistas, en el sentido habitual del término. Tampoco los hijos, Lito y Liliana, hablan de sus padres intentando reconstruirlos desde la ausencia. Ni siquiera el nieto que revuelve los archivos y las fotos, parece sucumbir a la tentación de forjar una imagen de sus abuelos. En todo caso lo que sucede es justamente eso: se revuelven las fotos, se detiene en alguna en particular, se hace un comentario que la pone en contexto. Pero en la mayor parte de esas fotos, la presencia de esos dos personajes es mayormente lateral, marginal, como si en verdad, ellos estuvieran detrás de la escena que estamos viendo.

2. Lo que hacen los hermanos Vitale en un principio no es evocar, sino convocar. A su familia, a los amigos, a los viejos compañeros de ruta. Con su familia recuperan especialmente diapositivas del pasado. Con los amigos –Mex Urtizberea, Miguel Grinberg- abren los archivos prolijamente encarpetados por Donvi: una especie de tesoro a descubrir. Porque lo que hay allí no es un seguimiento específico de algunas de esas personas. En cada carpeta hay apenas algunas hojas, un recorte significativo del personaje que funciona como un detalle que el recopilador pensaba seguramente como interesante –la nota por Magazine for Fai en el caso de Urtizberea; una nota escrita en el diario La Opinión en el caso de Grinberg-. Con los viejos compañeros de MIA, el ritual de revisar las fotos del pasado se multiplica y se disuelve en el reencuentro musical. En uno y otro caso, lo interesante es que el documental se desinteresa de “lo documental”: deja de importar la posibilidad de poner en primer plano los documentos, las fotos, los archivos del pasado. No es que se desentienda de ellos, sino que se los ofrece al espectador como si no fueran demasiado relevantes: los pasa como al descuido, los va recorriendo sin detenerse en ellos, los muestra fragmentariamente, sin intenciones de encuadrarlos en el formato de la cámara. Lo que importa, en todo caso, es que esos objetos cobran dimensión no en el plano –en un sentido literal- de las fotos, sino en los comentarios que provienen desde afuera de ellas, de quienes las observan cuarenta años después.
3. Más que todo ello, los objetos que intervienen en el relato –las fotos, los recortes, los videos- tienen la función de invocar. Invocar una presencia como forma de reforzar la unidad. A Donvi y a Esther no los vemos presentados en una pantalla que destile la brillantez de sus luces. Ellos son proyectados –en un doble sentido: de reconstrucción de su imagen para el documental y de proyección de la imagen filmada previamente- en las paredes de la casa de San Telmo, como si de esa manera no solamente se corporizaran, sino como si esos cuerpos brotaran de las paredes que los contienen, en tanto son parte de ellas. Están allí, tanto si se constituyen en el centro de atención –las imágenes en la sala central, vistas por la familia-, como si apenas funcionan como un acompañamiento lateral–la proyección en la biblioteca, mientras Fidel, el nieto, revisa los papeles-. Son invocados no para que cuenten sus historias –aunque en cierta medida lo hacen, sobre todo en el caso de Esther-, sino para que a través de esos elementos que narran, se constituyan en los pilares de ese edificio familiar y musical. Esas filmaciones en las que se los invoca tienen el poder no solamente de ponerlos frente a nosotros –y ante su familia-, sino de ir señalando detalles –también, como en el caso de las fotos, como si se los dijera al pasar- que reconstruyen un camino en el que funcionaron, por necesidad, como una avanzada –el leasing para comprar la casa de Villa Adelina, la proto-red social que inventaron para difundir su trabajo, la autogestión como modelo para escapar de las reglas del mercado, el crowdfunding para financiar los proyectos, cuando ni siquiera la palabra existía-. Invocarlos no para llamarlos a la vida como fantasmas que resucitan, sino para seguir funcionando como una guía para no perderse en los oscuros caminos de la vida.

4. De allí que lo que vemos en Rivera 2100 no sea tanto un documental en un sentido estricto –en tanto no pretende en ningún momento la exhaustividad, sino que se sostiene en una dispersión organizada-, sino el registro de una celebración. Celebración familiar que recala en las fotos y en filmaciones –tal vez, el gran hallazgo documental de toda la película sean las imágenes de un recital de MIA-, como un círculo concéntrico: primero Lito y Liliana, después los nietos, después la reunión de toda la familia. Celebración que se extiende a los amigos y compañeros y cuyo punto culminante es una nueva invocación, esta vez del coro de MIA, en donde la música ejerce un efecto recuperador, vital. La música que invoca a la música. Los hombres y mujeres que invocan a otros hombres y mujeres. Y por fin, la casa que invoca a otra casa. Porque a fin de cuentas, la casa de Villa Adelina, a cuya dirección hace referencia el título, es apenas un puñado de fotos de una producción para una revista que se rescatan de esos archivos. Y es la casa de San Telmo –con ese Goyete que resume la idea del “sentido” instalado en el centro del lugar- la que invoca a esa casa del pasado como origen. En Rivera 2100 la invocación adquiere un carácter diferente de lo esperado, porque lo que llama es la continuidad, el pasado como origen y referencia que no debe perderse. Tal vez porque presente y pasado se necesiten. Porque, como dice Esther tras la muerte de Donvi, se hace muy difícil empezar a pensar en singular después de tantos años de vivir juntos, Rivera 2100 es una forma singular de seguir pensando en plural.
Calificación: 7/10
Rivera 2100 (Argentina, 2020). Dirección: Miguel Kohan. Guion: Miguel Kohan. Paula Romero Levit, Alicia Beltrami. Fotografía: Federico Bracken. Música: Lito Vitale, Daniel Curto, Juan del Barrio, Alberto Muños, Juan Belvis. Montaje: César Custodio, Camila Menéndez. Elenco: Lito Vitale, Liliana Vitale, Esther Soto, Donvi Vitale. Duración: 68 minutos.
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