Hace dos años ya, traicionando una férrea promesa que me había hecho después de aguantarme el fiasco que fue De caravana (2011), de Rosendo Ruiz, hice caso a la crítica de cine antes de ver la película y acudí al mítico Cineclub Municipal Hugo del Carril de Córdoba para ver Pendejos de Perrone. La noche era fría, muy fría, ventosa, apagada. Era domingo y era la última función. Había unas quince personas, como mucho, en el cineclub. Comenzó Pendejos y ya en su primer movimiento todo me chocaba: la neo estética dreyeriana, la puesta en escena general, la tecnocumbia, el expresionismo forzado, los horrores de ortografía como “hecho” estético, la falsa sinfonía, ese Ituzaingó pseudomítico, la vida retratada de esos “pendejos” que nada decían (siendo que algo, al parecer, querían decir), sus patinetas, sus caídas de las patinetas, sus espacios de ocio y sociabilización, sus identidades huecas, casi anónimas. Ya en el segundo, los nervios crisparon; los míos y los de muchos más. Un grupo como de cinco se fueron de la sala despotricando en voz baja contra el/los críticos de cine que los habían guiado hasta ahí. Todo en la película era pesado, intrascendente, olvidable. El famoso “trance” del que hablaba la crítica en general tenía en mí un efecto absolutamente contrario: lejos de un proceso de identificación me generaba un pinchazo letal de absoluto rechazo. Los minutos pasaban y la película cada vez se volvía más y más intolerable. Fue en el tercer movimiento, el del chico homosexual, cuando recién algo empezó como a valer la pena. Había una historia ahí. Había personajes que al menos desafiaban a que el espectador se comprometiera más allá del mero ostracismo estético de la observación del blanco y negro y su fotografía de ocasión.
Después de dos horas y pico, y con apenas tres espectadores en la sala de los quince iniciales, la película terminó. Nunca supe bien por qué me quedé. Siempre era como que no me levantaba de la butaca esperando ese “milagro” del que tanto habló la crítica y que tantos laureles le había traído a la película. Nunca apareció. Salí del cine enfurecido conmigo mismo por volver a caer en la misma decepción con la crítica en la que había caído cuando vi De caravana. Al otro día seguía enojado, pero esta vez con la película en sí y con lo que estéticamente me había resultado tan chocante. Al día siguiente, estaba enojado con el director y todo el cotillón que se vende a su alrededor acerca de “lo independiente” del cine y de su cine. Al otro, lo estaba con los premios que le habían dado. Al otro, con ese abuso de non actors con el que el Nuevo Cine Argentino ya hartó. Al otro me dí cuenta de que hacía casi una semana que seguía pensando con particular pasión una película que había detestado. Ni siquiera películas que me habían gustado despertaron esa presencia inolvidable en mi hábito cotidiano. Ahí -me gustara o no- había un mérito artístico: la película podría no haberme gustado, pero su potencia artística y fílmica eran incuestionables: para bien o para mal, la película no me había dejado indiferente; por el contrario, toda su textura fílmica me había dejado en “carne viva”, por decirlo de alguna manera. Y acá es donde aclaro la “primera persona” con la que empecé toda esta introducción a Ragazzi: Perrone y su Pendejos, como pocas experiencias fílmicas en el cine argentino, me habían llevado a implotar en el ámbito íntimo la mera experiencia colectiva. Lejos de la objetividad de ese colectivo, lo que Pendejos hizo fue calarme en la intimidad. No importaba que rechazara la película con mis fundamentos, importaba que la misma se me había vuelto un objeto fílmica y artísticamente irrenunciable a pesar de esos fundamentos.
Para el que no haya visto esta nueva etapa de Perrone -iniciada previamente con Pendejos y Favula– es posible que la experiencia de lo íntimo con Ragazzi prime por sobre lo colectivo, de la misma forma que me pasó a mí con Pendejos. Mismos temas casi, misma estética, misma música, mismos personajes más el plus de Pasolini, su última noche, sus textos, los textos de Perrone fundidos en ellos.
Hay dos movimientos. En el primero está Ituzaingó, donde arranca la película y los primeros planos de esos jóvenes que pueden (¿o no?) ser los verdugos de Pasolini. Está Pasolini, esporádica y fantasmalmente, interviniendo con su palabra, con su presencia casi onírica. Está la letra escrita y la palabra oral ininteligible (una especie de lengua que sólo hablan entre ellos). Están las iglesias, las cruces, los túneles, las pesadillas, las oscuridades, las luces, los policías. Está, sigue estando, Pasolini. El ritmo es lento y la música, chocante de nuevo; los rostros son particularmente expresivos (Perrone tiene mucho oficio para volverlos expresivos con su cámara). Está o quiere estar, más bien, “lo esencial” (¿de Pasolini, de Perrone, del arte de ambos, de la película en sí?) coqueteando en cada plano, en cada línea recitada, leída, en cada acción mínima que se desarrolla en ese Ituzaingó poblado de jóvenes haciendo vida de jóvenes. Está la terrible muerte de Pier Paolo y, sobre todo, está, o amaga con estar más bien, un punto clave de su vida como artista: Pasolini era un buen cineasta, un buen narrador, un muy buen ensayista y un enorme poeta. Por ello, siempre en sus diversas expresiones artísticas, lo más enriquecedor por sobre cualquier mensaje ideológico ha sido advertir “lo poético” que transmitía; inclusive, por sobre la poesía en sí. “Lo poético” en Pasolini es lo que lo ha diferenciado como pensador y artista de tanto panfletario de su época; de tantos políticamente correctos que le pulularon queriéndole hacer sombra.
Perrone lo capta y en ese fundamento deja correr su segundo movimiento. Córdoba entonces, el Tropezón al parecer, bajo el puente, en una de las partes más inmundas del río Suquía. Lugar mítico en y para la ciudad por sus robos y asaltos. Lugar que queda al lado del Estadio Kempes. Allí, los (otros) jóvenes de Perrone dejan bicicletas, ropas, carros y caballos que tiran y se dedican al sol, al cielo, al agua, al ocio, a la recreación, al baile, al placer. Todo el segundo movimiento es de contemplación. De contemplación de la felicidad, por más mínima y hasta maniquea que ésta parezca. A la felicidad que aquellos ragazzi asesinos de Pasolini debieron tener acceso (¿derecho?) a pesar de lo bestiales que pudieron haber sido, a pesar de lo monstruoso con que la sociedad los recuerda hasta el día de hoy y que bien deja en claro Perrone en el final del primer movimiento con la pantomima del juicio.
Y en esta suerte de paradoja hay quizás una novedad (aplaudible) en el Ragazzi de Perrone. Según cuenta la crónica, la noche de un sábado 2 de noviembre de 1975, Pino Pelosi, un adolescente de 17 años, mató a bastonazos en la cabeza a Pasolini luego de haber reñido con el mismo por dinero o placeres sexuales no correspondidos. Muchos creyeron esta versión, pero muchos otros nos. Al parecer, Pelosi fue un simple perejil y la mafia y el gobierno, a través de tres personas que salieron de la nada mientras Pelosi orinaba recién bajado del auto, fueron las que desfiguraron a Pasolini hasta matarlo. De un modo u otro esa “juventud” que tanto placer le daba al artista italiano fue la que lo condujo a la muerte. Lejos de tomar partido por algunas de estas hipótesis (a pesar de que, en la escena de la muerte, claramente no es la cara de un adolescente la que se ve apaleando a Pasolini), Perrone pone en relación esa noción de juventud: de juventud marginal, de chicos pobres que delinquen (y aman) por dinero, de chicos de la calle que pueden ser tiernos o brutales, de chicos que lejos de intuir qué le pueden deber a la sociedad sobreviven en ella con su mera y abrupta cotidianidad. En el segundo movimiento de Ragazzi la cotidianidad que filma Perrone es la del placer: es la del agua en la piel, la del refresco del sol, la de una infartante (¡bellísima Dora Spollansky!) ninfa desnuda que juega con el pudor de esos jóvenes, entre ellos en vez de con ellos. En el segundo movimiento de Ragazzi lo que se muestra es la despreocupación de vivir cuando la muerte, como escondida, acecha o puede acechar en sus formas más tenebrosas y radicalmente escabrosas una noche oscura en un auto, con un poeta deseoso de placer tan odiado por el poder como amado por el pueblo; tan endemoniado con la vida como la vida con él.
Predecible en su (nueva) estética pero apartada -y de buena manera- de los preceptos básicos (festivaleros) del Nuevo Cine Argentino, la Ragazzi de Perrone es, nuevamente, una experiencia personal que se admira o detesta casi sin matices en el fuero íntimo; blindada por ello de la crítica a pesar de la crítica misma, para bien o para mal, enciende en lo estético una mirada sobre “lo poético” más que sobre la poesía en sí, logrando con ello una incontrastable capacidad de impactar en el espectador; de hacer que el mismo, por más que salga puteando de la sala, en los días venideros no se vuelva indiferente a lo que vio, a la experiencia que sintió y, que a pesar de sí mismo, a pesar de Pasolini y su palabra, quizás seguirá sintiendo, seguirá volviendo a sentir.
Ragazzi (Argentina, 2015), de Raúl Perrone, c/Franco Robledo, José Maldonado, Ornella Ruiz Díaz, Walter Giordano, 83′.
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