En Planta permanente lo que hay es un universo en el que queda en claro quiénes son los que mandan y quiénes los que obedecen. La estructura vertical de una dependencia de la administración pública funciona como el esqueleto esencial de esa división. Los que mandan son cambiantes y son reconocidos por el cargo –“la directora”-, nunca por su nombre, y no solamente tienen un espacio propio asignado, sino que ese espacio suele estar en alguno de los pisos altos del edificio que ocupan. Los que obedecen, en cambio, tienen nombres –Marcela, Yanina-, o apodos –Lila-, forman parte de un grupo que en parte es estable y en parte sufre las inestabilidades de las decisiones de los que mandan, y están marcados por la ausencia de un espacio propio: los vemos limpiar por sobre todo los pasillos y las puertas de acceso, y su dominio físico está ubicado siempre en los subsuelos. Toda una representación de clases que deviene de una estructura que en la apariencia de horizontalidad –a fin de cuentas, unos y otros son empleados del mismo ente- replica las desigualdades que se plantean por fuera del espacio en el que se desarrollan las acciones.

Entre unos y otros se plantea una relación que excede incluso las líneas de esa verticalidad. El que obedece actúa como un súbdito: está siempre, como Lila, pidiendo permiso antes de hablar, revelando una sumisión que oscila entre la ingenuidad y la admiración del superior (ver la forma en que Lila hace referencia al primer discurso de la directora). Esa sumisión no es personal, sino estructural: aparece como una naturalización de las relaciones de dominación. Es esa misma característica la que habilita, en todo caso, la irrupción del miedo como elemento controlador del otro. Un miedo que se establece de manera unidireccional: el superior no teme a la posibilidad, incierta, altamente improbable, de rebelión del súbdito, pero sí utiliza el miedo como forma de operar sobre el otro cuando lo cree necesario (“Si tocás de nuevo una carpeta de mi escritorio, la vas a pasar muy mal” le dice a Lila). El miedo como un regulador de las relaciones sociales, en tanto implica la posibilidad de una pérdida. Si de esa manera funciona en la sociedad en forma ascendente (el miedo de las clases medias o altas a la apropiación de parte de las clases bajas por la fuerza o no), en este tipo de estructuras administrativas, el miedo se ejerce de arriba hacia abajo, y sostenido en dos elementos: la precariedad de lo que se tiene –un trabajo- y la discrecionalidad con que lo retienen o distribuyen quienes toman las decisiones.

Lo interesante de Planta permanente es que, a la vez que naturaliza esa situación, se concentra en algo que se vislumbra como más poderoso y que tiene que ver con la forma en que esa misma naturalización conlleva correr de lugar al “enemigo”, para de esa manera no visibilizarlo. Si un gran acierto es no cargar las tintas sobre la directora, no hacerla responsable como parte de un plan maquiavélico –sino, de vuelta, de una observación sobre lo que se naturaliza de las formas políticas administrativas-, el otro gran acierto es el de ponerla en un lugar en que tanto para Liliana como para Marcela, puede funcionar alternativamente como una aliada funcional. En esas concesiones que va otorgando a una o a otra, la “directora” desaparece como enemigo: construye el escenario en el cual Liliana y Marcela ven en la otra, hasta hace poco cercanas, parte de la familia, ahora a quien deben derrotar. La lucha real, que debería ser vertical, se horizontaliza y se plantea en el plano de las dos trabajadoras por un espacio propio a costa del de la otra.

Y en esa construcción, las diferencias entre Marcela y Liliana son las que marcan el proceso que las llevará a un enfrentamiento que parece no tener solución. En Liliana aparecen una serie de rasgos más relacionados con una visión de la vida en la que lo colectivo tiene más peso incluso que su propia individualidad. Mientras que Marcela asume una postura más individualista, algo más egoísta incluso, sin hacerse cargo de ello. La escena central que manifiesta ese choque, que será el que abra la grieta entre los dos personajes, es cuando entran en el despacho de la directora para revisar los legajos de aquellos a quienes no les renovarán el contrato. Cuando Marcela descubre que su hija Yanina será una de las echadas, decide cambiar su legajo de carpeta. Su idea es cambiarlo por otro, sin importarle lo que pase con esa otra persona. Es Liliana la que plantea que esa persona va a ser echada. La decisión, parece plantear Liliana, no le corresponde a ella, que está en el mismo lugar social que quien va a ser echado. Esa tensión entre los dos personajes irá creciendo a lo largo del relato, especialmente a partir del cierre del comedor y la apertura del nuevo buffet. Es notable ese juego que se establece entre los dos momentos: en el primero, más que el capricho y la discrecionalidad de la funcionaria, hay una decisión de “limpiar” el espacio, lo cual implica anular un espacio de decisión de los subordinados –un lugar subterráneo y clandestino, por otra parte-; en el segundo, tampoco hay capricho, sino la decisión de un espacio que se vuelve controlable, manejable y puesto a la vista de todos –el ingreso de las viandas de comida es una decisión que va en ese sentido-. Uno y otro elemento rompen la posible unión de los subordinados. Por un lado, por la disputa que se plantea entre Liliana y Marcela. Por el otro, porque la entrada de las viandas implica la ruptura final de todo espacio de unión de los empleados, que ahora comen en soledad en cada oficina.

El resultado de esa lucha que se establece en todos los territorios es el planteo central que sostiene a Planta permanente: la desunión de los más débiles le abre el camino a la fortaleza de los poderosos. El proceso de desarticulación que se abre en el momento en que Liliana y Marcela se reprochan mutuamente por lo ocurrido con los legajos, continúa hacia adentro de la estructura administrativa en la lucha que entablan por un lugar que ninguna de las dos parece advertir como algo tan inestable como los contratos del personal temporario. Y hacia afuera en una ruptura de la relación de amistad entre las familias y hasta en la que se produce al interior de cada familia. Liliana apuesta todo en un juego en el que termina perdiendo no solamente lo que quiso construir, sino lo que había logrado su esposo (pierde el buffet, pero también las herramientas de trabajo en el taller de su marido), como un destino trágico de una clase a la que no se le permite aspirar a algo más. La unión de ambas en el tramo final es simbólica, en tanto permite remarcar que la derrota no corresponde a una sola sino a ambas, que en esa pérdida de tiempo y fuerza que implicó la lucha entre ellas, hipotecaron todo el futuro. La escena final, en ese sentido, no es desoladora solamente porque las vemos desarmar en silencio y tristeza ese buffet que construyeron y que, previsiblemente, perdieron en la licitación. Sino porque lo que vemos son dos mujeres que ahora, además de la derrota, ni siquiera tienen su trabajo.

Planta permanente puede verse en forma complementaria con lo que ensayaba el año pasado una película como El cuidado de los otros. Cuando ésta se estrenó, planteé que se trataba de la película que mejor reflejaba la herida social que dejaban los cuatro años de macrismo: las diferencias de clase, la desconfianza en el otro, la resistencia de los estratos más bajos, el destrato y las formas en que se ignoran a quien hasta poco antes era confiable. Si la película de Mariano González se paraba en las consecuencias de una política destinada a resquebrajar un sentido social colectivo, la de Radusky se sitúa en algo previo: en la forma práctica en que esas políticas actuaban sobre ese tejido social para desarticularlo. Su pertinencia política va más allá de las inocultables referencias a las formas del macrismo inscriptas en el discurso de la directora (“Yo vine a hacer lo que hay que hacer”; “No van a perder nada de lo que tienen”; “¿Se acuerdan que el primer día les dije que los iba a escuchar?. Los escuché”) o incluso a su torpes sincericidios (“No sabía qué decir” dice cuando Liliana elogia su primer discurso lleno de frases y lugares comunes sobre los empleados). Más bien funcionan justamente en los pliegues de lo discursivo, en la forma en que desde la pulcritud buscada se esconde el prejuicio de clase (hay que ver las caras de la directora cuando la invitan a comer en el comedor), o de la manera en que alienta esas divisiones internas para fortalecerse. Más allá de la notoria ausencia de las formas sindicales que hubieran tenido que defender a los empleados –otro signo de los años del macrismo-, esas políticas tienden a la división de quienes deben estar juntos, fomentando esa “grieta” que se les achacaba a otros pero que en realidad resultaba funcional a ese relato ideológico. Poner distancia entre pares, disolver la fuerza, centrar la lucha inoculando en los personajes su propia ideología como una suerte de sentido común (especialmente notable en el momento en que Marcela exige a Liliana “50 y 50 sería lo más justo” y hasta le achaca que sus deudas son porque “compraste mal”, asumiendo el lenguaje y la postura de una clase a la que no pertenece). En Planta permanente lo que hay no es solamente una descripción de una situación, sino una mirada y una postura, una lectura profunda de un tiempo social en el que los verdaderos débiles (los trabajadores, no los grupos empresarios) fueron condenados a una debilidad cada vez mayor.

Calificación: 8/10

Planta permanente (Argentina/Uruguay, 2019). Dirección: Ezequiel Radusky. Guion: Ezequiel Radusky, Diego Lerman. Fotografía: Lucio Bonelli. Montaje: Valeria Racioppi. Elenco: Liliana Juárez, Rosario Bléfari, Verónica Perrota, Sol Lugo, Vera Nina Suárez. Duración: 78 minutos. Disponible en Cine. Ar Play.

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