Este año recrudeció la represión estatal en el país con el claro objetivo de instalarse definitivamente en el cotidiano social; y el reclamo más extendido en vastos sectores parece ser que el estado represivo tome carácter institucional en forma definitiva, como en los años más crueles. Nuestro presente actual devela que ya se convivía con lo que ahora apellidamos Bolsonaro, zonas oscuras que se presumía que con “la Democracia” “habíamos” extinguido y que aquel fascismo enquistado socialmente y susceptible de recrudecimiento era solo un recuerdo, un fósil impensable de resurgimiento. Pero no.
En medio de este contexto, con el pretexto de referir a la cocina de la dictadura cívico militar – cuarenta y tres años atrás -, pisó este año la cancha de las salas comerciales la película que instaló en el gran público a Benjamín Naishtat: Rojo.

Situada a fines de 1975 en un pueblo de provincia, su materia prima es no solo ese pasado sino y, sobre todo, el aquí y ahora del país. Son sus resonancias actuales las que potencian el sentido del material; una de las razones que la ubican en el grupo de películas del año para ser pensada, por más que desde una primera mirada para muchos pueda pasar desapercibida, o ser subestimada por obviedades en las que Naishtat estaría supuestamente incurriendo. Pero, si bien se puede interpelar Rojo como cualquier material, hay otra interpelación que se lleva a aquella de arrastre: es la de la película hacia su público. De qué forma se vincula cada uno con Rojo devela brechas entre espectadores, posicionamientos políticos sin mascarada, omisiones solo en apariencia inocentes. En definitiva, descubre la ideología real de cada cuál más allá de cómo se piense a sí mismo cada uno.

Naishtat y su actor protagónico, Darío Grandinetti, no construyeron un villano sino algo más oscuro y familiar. Un lugar que ya se inaugura en la primera escena, en la cual se presenta a un personaje que ocupará la serie de centros de la tradición cinematográfica: centro del cuadro, centro narrativo, centro del espacio físico del restaurante en donde hace tiempo mientras espera a su esposa. El Centro es el tema de la escena. La cámara enfoca la entrada al lugar, por la que ingresan los clientes. Naishtat inaugura a partir de la entrada un plano secuencia que acompaña a la gente en el ingreso a un sitio que ya está casi lleno. Luego del primer grupo ingresa un hombre solo, a quien la cámara acompaña. El plano continúa su trayecto que deja ver animados comensales charlando en sus mesas hasta llegar a lo que será el fin del plano secuencia: el protagonista. Solo en su mesa, saluda cordialmente a otros que lo reconocen como institución – en el pueblo es “el abogado” -. Hasta que acontece lo que probablemente jamás le haya sucedido: el hombre que había ingresado solo, un anónimo evidentemente ajeno al lugar, un alguien que no lo conoce, lo desplaza de ese cómodo, armónico, confirmado y tranquilizador sitio. Un intransigente que le demanda la ocupación de esa efímera propiedad privada que es la mesa, con el argumento de que no consume nada y deja parado al que quiere hacerlo. La situación se presenta violenta para quien no parece conocer la periferia. Sorprendido, y aparentemente sin perder la compostura, el personaje central activa su corrección política y le ofrece al extraño sentarse. Solo en principio resigna su centro para mantener la calma en el ambiente y consigo mismo: se levanta y le da el lugar. Se para al lado del mostrador por fuera del conjunto de mesas, clavando la vista en la nuca del extraño, molesto por lo que vive como usurpación de propiedad. Desde la representación, el abogado preserva su sitio: fue desplazado del centro físico, pero no del centro del cuadro. Inclusive la cámara relega al ocupante de la mesa al fuera de foco. Enseguida, la corrección política del protagonista cae. El extraño, al acusar recibo de que el desplazado lo mira fijo, se incomoda y le pregunta qué pasa. El desquite de aquel, se constituye en la primera pieza que se desplaza en el efecto dominó de toda la película: “Pasa que sos un maleducado. Sos un maleducado y un pobre tipo. ¿Y sabes qué? Me das pena. Porque evidentemente tenés problemas serios, que hacen que vayas así por la vida buscando lío. Y sos un maleducado porque te educaron mal. Porque tus padres no te enseñaron cómo se piden las cosas, cómo se le habla a un desconocido.” En ese momento, consciente del poder de quien juega de local, mira en derredor integrando al resto de los comensales como espectadores de la escena, y como cómplices. Acto seguido, camina unos pasos hacia su derecha para reposicionarse físicamente en el espacio y continúa su monólogo, subiendo el tono como quien da cátedra: “Y te compadezco. Verdaderamente te lo digo. Porque estoy seguro de que esto te pasa todo el tiempo. De que vivís discutiendo con cualquiera por cualquier motivo porque no lo podés evitar: es tu naturaleza. Y ya no vas a cambiar porque sos un tipo grande. Tu vida va a ser siempre un desastre: una suma de momentos tan incómodos como este, en los que te desesperas solo de ver como el resto de la gente logra vivir en armonía, que es algo que no te va a pasar nunca, sencillamente porque no está dentro de tus posibilidades. En definitiva: no sos culpable de lo que te pasa. Sos una víctima. Un pobre desgraciado.” La marcación actoral del invasor lo devela como un enajenado, al cual le faltaba muy poco para un brote violento, que termina aconteciendo. Estalla, golpea las mesas, insulta a los gritos. Excusa perfecta para agarrarlo entre varios y sacarlo del restaurante. No el correcto profesional, claro, sino sus cómplices.

¿Cuántos podrían afirmar que no se identificaron con el “doctor”? Porque lo que comienza a tejer este prólogo es una estructura que engrampa al espectador con el personaje de modo atípico: se vale de la identificación, pero como señuelo. El abogado Claudio Moran llevará el punto de vista dominante en la película, pero su faz siniestra se irá desplegando progresivamente, y aquella relación que autorizaba cierta empatía hacia el espectador al comienzo se extinguirá, pero dejará restos. Operará durante toda la película como espejo de aquel espectador que lo quiera ver. La ética del personaje queda mucho más expuesta en escenas siguientes, pero las condiciones de posibilidad ya se encuentran en la situación descripta. Lo que es susceptible de grieta en el público es en qué momento rompió cada cual el pacto con el personaje. El efecto de la escena divide aguas, la relación con el personaje central se abre en más de una alternativa. Esta identificación que se apoya en la moral media – y que siempre opera como mecanismo de captura que organiza los vínculos del público con los personajes en esa forma-género que parece adoptar el material -, se transforma en tema mismo de la película.
Desde tal normativa deberían aparecer personajes – aunque sea uno – por medio de los cuales dicha moral se preserve. Pero ese salvoconducto en Rojo está negado: no hay nadie para identificarse en toda la película. En este sentido, no solo no hay salida, sino que la película dispara un estímulo tras otro que cierra cada vez más cualquier posibilidad de complicidad con alguien. Aquellos personajes que siempre fueron, desde la tradición del género, los cancerberos de la moral, los portavoces de la acción noble y la corrección, aquí ofrecen sus naturalizaciones y complicidades con el horror. Desde la doble vara, el abogado que logró preservar su propiedad en el restaurante sin dejar rastros de su modus operandi, se constituirá en la pata legal de una operación fraudulenta: la venta trucha de una casa deshabitada. El sentido de la propiedad parece ser para Moran muy diferente en este caso. ¿Qué pasó con los dueños de la casa? Un operativo de los grupos de tareas, que ya operaban el año previo al golpe, hizo desaparecer a sus ocupantes legales. El lugar quedó con sus muebles y sin habitantes. Los objetos se los fueron llevando la gente de la zona, luego, solo quedó la casa. De esta forma, la sangre de Rojo tiñe cada vez más la fachada de Claudio Moran: la reacción del extraño que provocó su bajada de línea, determinó la primera tragedia de la película un rato más tarde del brote psicótico, momento en que el abogado tuvo una actitud que completa el primer círculo de acciones coherentes entre sí: después de que aquel brotado se disparase con un arma en la sien, se lleva el cuerpo agonizante y lo abandona en una zona desértica. La sangre del moribundo, la sangre en las paredes internas de la casa usurpada, esa sangre de los muertos como el gran fuera de campo. El mundo de Moran se va tiñendo de rojo.

Algunas simetrías de este universo, que de género tradicional conserva solo el esqueleto, develan algunas cuestiones narrativas. Susana, esposa de Moran, es íntima amiga de una mujer llamada Mabel. Y es a esta última a la cual le viene el segundo brote psicótico de la película. Según Vivas, su marido, ella “vive un calvario” por no saber nada de su hermano desaparecido hace años. Este último, que fue quien propuso el negocio de la usurpación al abogado, le cuenta el derrotero de Mabel en confianza: una segunda complicidad. En medio del relato, la peor sospecha asalta a Moran, quien le pregunta si tiene alguna foto del cuñado, de quien se acaba de enterar que se llama Diego, le dicen “el hippie” y habría devenido militante político. Le muestra la única que tiene, que se ofrece en plano detalle al espectador: no hace falta aclarar de quién se trata. De esta forma, los dos hermanos se presentan bajo la misma estructura de personalidad.
En medio de la estupefacción del abogado cierra la primera de las dos unidades de la película. La segunda lo inaugura en la misma escena el comentario de Vivas sobre que contrató a un famoso detective chileno para que encuentre al desaparecido. De aquí en más, el juego entre Sinclair, estrafalario investigador, y Claudio Moran será el del gato y el ratón al estilo Columbo. Sin embargo, el espectador que crea encontrar en ese detective al único personaje para identificarse se verá frustrado nuevamente: el gato descubrirá la verdad, pero tomará una decisión que no solo lo concilia, sino que lo hermana con el ratón. El primer juego terminó; de aquí en más jugarán otro mucho más importante, esta vez formando parte del mismo bando. Porque Sinclair no es solamente un detective privado, sino que guarda ligazón con las fuerzas de seguridad de su país. Mientras, la dictadura argentina se avecina.

En Rojo, el género se encuentra imposibilitado en sus habituales promesas de trascendencia por la vía de la identificación. Esto lleva a que el alimento de cada escena cotidiana sea como mínimo el microclima de sospecha, hasta zonas explícitamente oscuras: una oscuridad constitutiva de la condición humana que se autoriza en aquel contexto previo al horror desatado explícitamente desde el Estado. Como la tensión que demuestra Susana en la mayoría de sus escenas. Como la actitud pausada, suave y oscura de los parlamentos de Vivas, encarnado brillantemente por Claudio Martinez Bel. Más explícitamente, como la patota de jóvenes que se desplaza en un Ford Falcon que comanda el hijo de éste.

Al no haber salida, hay determinismo; por lo tanto, tragedia. Naishtat presenta en el hippie a un personaje que con más desarrollo hubiera tenido la oportunidad de salvaguardar esa identificación tan anhelada. Pero su rol es otro: es la víctima de la película que pone en evidencia a los demás. El tema es víctima de quién. La bajada moral del representante del Poder Judicial que se constituyó en el disparador, a esta altura es la punta más evidente, pero cada comensal de aquella noche, cada integrante de esa sociedad retratada en la película tiene una cuota de responsabilidad en el destino trágico. Y no solo del hippie. Sin embargo, nadie parece acusar recibo. Como el ciudadano de a pie que instala y confirma en el gobierno a un genocida, o a un beneficiario civil de los genocidios sin hacerse cargo. Naishtat conoce la época que retrata por su historia familiar, pero no la vivió. Pero sí vive la Argentina del aquí y ahora: esa es la gran metáfora de Rojo, que en modo ninguno busca plantear una encerrona posmoderna, sino el estado de pregunta.

Rojo (Argentina, 2018). Guion y dirección: Benjamín Naishtat. Fotografía: Pedro Sotero. Edición: Andrés Quaranta. Elenco: Darío Grandinetti, Alfredo Castro, Diego Cremonesi, Andrea Frigerio. Duración: 109 minutos.

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