El mundo planteado en la ópera prima de Luis Bernardez,  Los corroboradores, invita a la lectura del sentido mismo de lo que hace más de un siglo se rodea desde la crítica, el análisis y la teoría: el cine como verdad.

Verás que todo es mentira. Como el mundo de la cámara de Bernardez, todo comienza desde el origen de los relatos y se solidifica hasta hoy como gran falacia. Las culturas se constituyen simbólicamente desde la explicación del mundo por antonomasia: el mito. El conocimiento científico, toda comprobación fáctica, jamás pudo derribar ese enorme coloso, el más grande de los tiempos. Leyendas que constituyeron y constituyen las culturas conservan hasta hoy el mayor poder del mundo, constituyéndose como modo de dominación. Por medio del mito se enaltece, agiganta, demoniza, sepulta a figuras individuales, sectores sociales, comunidades, etnias, países. Se le adjudica un carácter de verdad inamovible, aunque paradójicamente no exista algo más apócrifo en sí mismo.

Los corroboradores en tal sentido, no cesa de referir a la tensión entre el mito como instauración de una verdad, y su puesta en cuestión, nutriéndose de la materialidad de la historia argentina contemporánea y de su aquí y ahora político, como retorno del pasado. El planteo se basa en el cuento de que los aludidos en el título existieron en nuestro país desde el siglo diecinueve hasta el primer tercio del siglo veinte como logia secreta porteña. Y con un ambicioso propósito: que la arquitectura de Buenos Aires se convierta en réplica exacta de la parisina. Para tal fin, arquitectos y fotógrafos viajaban a Francia periódicamente para colaborar en el monumental proyecto.

El arquitecto Fabio Grementieri se hace presente en la película para dar cuenta de la leyenda: “Los corroboradores crearon un gran mito. Y todos sabemos que la memoria se nutre mas de los mitos que de la historia”. De este modo  grafica el poder que poseen en la memoria colectiva. El sociólogo Carlos Altamirano se encarga en otro tramo, de su carácter virtual del mito: “Una sociedad secreta es una sociedad invisible a los ojos de la gente común. Y genera, crea una frontera entre aquellos que saben, los iniciados, los que están en el secreto y la otra gente, la gente ordinaria, la gente común, los que no saben”. El guión se encarga de delimitar el momento en que la sociedad secreta desaparece misteriosamente: los años treinta, coincidente con el primer golpe de estado. El crítico cultural y escritor Rafael Cippolini dice: “El desvanecimiento fue parte de su éxito porque habían logrado finalmente su objetivo. Lo único que les quedaba era mantener ese mito”.

Para echar luz sobre lo que no se sabe se encuentra el personaje por entero ficcional, desde el cuál se relata la película: Suzanne, periodista francesa convocada desde Buenos Aires por un tal Martín Dressler, quien no concurre al encuentro. Sola en la ciudad, se dedica a investigar a partir de la desaparición de quién no llegó a conocer, encontrándose en el camino con datos sobre la misteriosa logia, reconstruyendo como puede la historia de la misma, sin hallar en su propio país datos de su existencia. “Parecía un mito olvidado de la París del Plata como se denominaba a Buenos Aires a inicios de 1900.”, dice. Como asevera Cippolini, el mito parecía ser lo único que quedaba de ellos, y nadie pueda asegurar que realmente hayan existido, a pesar de la persecución sobre la periodista.

Aquí y ahora. El documental clásico suele establecer una suerte de estar ahí, ya desde la repetición al recurso de la travesía virtual al mundo de comunidades “lejanas” (con la confirmación habitual de lo mismo), o bien desde la omnisciente narración en off de una historia de vida, o de un país, a partir del recorte de circunstancias  presentadas en forma lineal, sin fisuras y “objetivamente”, negando todo  recorte. Tal efecto – uno de las formas más extendidas del poder del mito en el cine – se traslada también, y sobre todo, a las ficciones de apuesta realista. De este modo, ficción y documental en sus versiones tradicionales, entran con el poder de un ilusorio aquí y ahora.

Citas. Es el llamado falso documental o “documental apócrifo”, quizá la apuesta formal que más desnaturaliza la historia presentada natural. No solo pone en cuestión el tema, también el formato mismo. Presentando como verdaderos circunstancias y personajes que jamás existieron pero estableciendo un nuevo estar ahí, la tradición documentalista se ofrece intervenida. Por lo tanto interpelada. En tal línea se encuentra el trabajo de Luis Bernardez, mundo paralelo de enorme caldo de cultivo para la cita. Como ejemplo: Martin Dressler, un desaparecido quizá por la logia, que seguiría operando actualmente desde las sospechas de Suzzane, es mucho antes de que Los corroboradores se gestara un personaje central del novelista neoyorquino Steven Millhauser. Y el cuerpo más recurrente en la película es constantemente escamoteado por la cámara y la iluminación; el director decide que todo se presente desde el tratamiento de la imagen como potencialmente falso, lejano, hasta el cuerpo de la investigadora Suzzane, que recuerda al personaje que en Citizen Kane (Welles, 1941) sigue toda la línea de investigación entre sombras y penumbras.

Integración de registros. El mundo presentado es apócrifo, pero con fuertes conectores con el mundo real: los profesionales que prestan su “declaración” para falsas entrevistas – Fabio Grementieri, Rafael Cippolini, Carlos Altamirano y otros – , operan como alter ego de sí mismos. Las falsas imágenes de archivo se alternan con imágenes de archivo reales. La Buenos Aires que se muestra en Los corroboradores es la real, recortada por la cámara. Se promueve es una arquitectura virtual, en tensión entre la certeza de lo real y su doble falsificado. La armonía tradicional del plano general, dominante en la película, se encuentra contaminado. Un mundo que se presenta incierto, dada la virtualidad de espacios y edificaciones que se comen los cuerpos. Pero el conocimiento de que la oligarquía de los Roca, de los Quintana, tenían como proyecto que Buenos Aires deviniera la París de Sudamérica, desnuda a los corroboradores débiles como ficción, pero cobrando vida propia, cada vez más lejos de lo virtual y mas cercana en lo concreto. Son presentados como mito, pero a la vez como reflejo. El juego consiste en descubrir lo verdadero del documental falso. Y qué verdad de las sociedades reflejan sus leyendas.

 Cine político. Por lo tanto, el planteo apócrifo no puede ser sino político. La forma tradicional también se presenta “política” desde un universo pretendidamente incuestionable, dado el verosímil de hechos duros apoyados en imágenes. En cambio, el documental falso cuestiona lo que habitualmente se vende como verdad revelada; al pensar lo político desde el desplazamiento del eje y la versión de hechos que irían de suyo, la búsqueda ya no es de la respuesta: promueve el estado de pregunta. Pero a la vez ofrece otra verdad, quizá más incuestionable que la “objetiva”: ¿Quién daría por tierra hechos que se presentan apócrifos? Nadie podría acusar de falso lo que a priori se presenta como tal. Lo cuál otorga una libertad con infinitas posibilidades. Ya el objeto no se piensa desde una sola forma de abordaje.

En tal sentido, nada más verdadero que un documental apócrifo. Presentar una ficción sobre un grupo de aristócratas que despreciaron a los inmigrantes de aquel comienzo de siglo, que sacaron la Ley de Residencia, que poseían el aparato de estado como propio hasta que en 1916 gana las elecciones Hipólito Irigoyen. ¿No se devela lo falso tan cierto como espeluznante, en el aquí y ahora del país? La imagen de la oligarquía terrateniente se actualiza con todo su sistema simbólico expuesto desde una genial broma macabra denominada Los corroboradores.

Los corroboradores (Argentina, 2017). Dirección: Luis Bernárdez. Guion: Luis Bernárdez, Camila Maurer. Fotografía: José María Gómez. Edición: Ernesto Felder, Hernán Rosselliy Agustín Rolandelli. Duración: 70 minutos.

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