La cinefilia es una construcción cultural que, como tal, se sostiene en estereotipos. Desde ese lugar parece un patrimonio de hombres ilustrados, apasionados por desentrañar la naturaleza de ese artefacto llamado cine. Pero convengamos que hay una línea difusa entre el cinéfilo y el snob, que muchas veces se confunden: lo que determina al snob es, más que su amor al cine, una desmedida veneración de todo lo que lo rodea y una exhibición impune y desaforada de sus presuntos saberes –que suelen no ser más que información más o menos dura. Difícil que en ese lugar nos imaginemos a una mujer, al menos en esa construcción. Lo que Las cinephilas hace es justamente poner en el centro de su relato a seis mujeres que entre Buenos Aires, Montevideo y Madrid ejercen alguna de las formas de la cinefilia. Cada una de ellas entra al cine por lugares y movimientos diferentes. Hay quien se acerca a esa cinefilia que se vislumbra en los festivales de cine –en la cual, uno, inevitablemente, se reconoce-, estudiando grillas y catálogos, en la que el cine es un recorrido maratónico condensando treinta películas en una semana. Hay quien va al cine –no a cualquiera, a una Filmoteca, lo que establece una diferenciación clara- porque allí hay buena calefacción o aire acondicionado según la necesidad estacionaria. Hay quien va todos los días como tratando de recuperar aquello que no pudo hacer/ver mientras su esposo vivía. Y hay quien ejerce cierto capricho inevitable en el gusto y la elección (“Las películas japonesas no me gustan porque son amores muy machistas”; “La verdad, me tienen un poco harta Rosellini e Ingrid Bergman”). Esa variación en la característica de los personajes es lo que le da otra tonalidad a las historias: una familiaridad que establece una empatía, pero que se distancia de una construcción que apueste fuertemente al detalle en el cual ancla la singularidad de cada una de ellas. Incluso más allá de la distancia medida en los kilómetros que van de una ciudad a otra, esa familiaridad permite acortar distancias, negar una y otra vez a la cámara como una barrera. Las cinephilas le escapa de manera consecuente a la frontera establecida entre realizador y objeto, poniendo por delante la existencia de ese artificio que las está registrando: ya sea puesto en palabras en la peluquería montevideana cuando ingresa una pareja, en la sugerencia que una de las mujeres hace a la directora sobre cómo tendría que empezar el documental, en la utilización de las imágenes que una de ellas filma con una cámara familiar o en la consulta a la directora sobre qué película ir a ver una determinada tarde. Si esa conciencia de la cámara se pone en imágenes cuando en el reflejo de un espejo vemos a la cámara y a la realizadora –lo cual implica una ruptura con la habitualidad en la que tienden a esconderse de esa posibilidad-, en el tramo final se pone en palabras, cuando una de las mujeres dice que ya puede morirse porque ellos, los que están del otro lado, la pusieron en un documental.
Esa noción de “poner” a alguien en un lugar que se antoja despojado del paso de los años, no solo afirma el quiebre de la separación entre el delante y el detrás de cámara. Establece, por sobre todo, la conclusión de una línea que atraviesa toda la película y que es la noción del tiempo. El tiempo, allí, es una proyección a un futuro incierto que se presume infinito –como si la imagen no fuera material y también, posible de ser perdida-. En otros momentos asoma como un presente continuo (“Ustedes, los directores, engañan todo el tiempo”, dice una que descubre incongruencias en la circulación por calles de Buenos Aires de personajes de una ficción en relación con la realidad). Curiosamente, lo que se desanda es toda noción de tiempo pasado, desarticulada desde la lectura de Proust en el grupo que se reúne en un bar (“Lo que sucede es una acumulación del tiempo pasado en el presente”). Incluso los viejos cines –ese hermoso cine Doré convertido en sede de la Filmoteca de Madrid- y las películas de antaño no aparecen referidas a ese pasado en el que fueron construidos, sino a su puesta en circulación en la actualidad, como si se tratara de películas actuales (solo así se comprende el comentario de una de las mujeres sobre la belleza de Louis Jourdan, o de Robert Redford, como si el cine las hubiera congelado en ese momento que fueron, para el presente que se regenera en cada visionado). Ni tampoco importan los sesenta y seis años de casados de la pareja que entra en la peluquería, como paso del tiempo, sino como consecuencia de esos años en el presente. El tiempo en el que la película entra no es un tiempo que se podría asimilar a las edades de las protagonistas. No hay allí quietud (“Me retiré para disfrutar del tiempo, no para quedarme sentada a ver las telenovelas como hacen los viejos”), sino una dinámica vital que ni siquiera teme a enfrentarse con la velocidad del mundo del trabajo (“No sé en qué ocupa la gente su tiempo. Yo estoy muy ocupada en contextualizar todo lo que veo”) y que se sostiene incluso en el personaje de Leopoldina, la mujer uruguaya que necesita de la ayuda de otra persona para moverse e ir al cine (el momento en que queda sola en el hall del Cine Universitario de Montevideo, esperando a Alida, es también puro tiempo presente de espera y tensión).
Pero hay un elemento aún más interesante que rompe con el preconcepto y el estereotipo. La idea del cine como forma de evasión –eso de lo que trataba por ejemplo La rosa púrpura de El Cairo– de una realidad opresiva o angustiante queda descartada de plano. En todo caso, parece tratarse de una inversión de esa idea, si se atiene a la definición que una de ellas da sobre los habitués de la Filmoteca de Madrid (“allí van todos los desencallados; todos tienen muy mal humor y muy mala leche”). Pero más que una escapada, el interés es participar. La definición más potente quizás sea la de quien señala que “es entrar en otro mundo, al que después hago propio”. Apropiarse, en lugar de sumergirse y tener que respirar en el ambiente de otro. Esas mujeres que retrata el documental ven la vida a través del cine, y esa es la forma en que ejecutan esa apropiación. De manera más física y directa, como ocurre con quien organiza sus viajes en función de visitar lugares que fueron locaciones de películas. O más indirectas, como las que no pueden dejar de relacionar situaciones o espacios con películas que han visto (y allí caben desde Una mujer descasada hasta Los 400 golpes y El rayo verde).
De allí que el documental logra captar y comprender la existencia de dos dimensiones que se disocian y que no están estrictamente relacionadas con ideas tradicionales de realidad y ficción. O que, para mejor decir, subvierten esos términos. La ficción termina siendo más real que la realidad cuando se pone en contraste un lugar filmado con lo que se ve personalmente: es como si éste último fuera una creación, una derivación del otro, una copia colorida, pero lavada e insulsa. Y tal vez allí esté la clave para entender quizás lo más inquietante que muestra la película: esa colección de fotos personales que muestra una de las mujeres, en las que su marido antes de morir, tachó manualmente su propia figura. Como si en la imagen se borrara de la ficción que impone una foto, y también del pasado, y como si desde allí quisiera recordarle a su mujer, que más allá de toda imagen está la realidad. Y, sin embargo, la realidad es la muerte, la desaparición. Y la imagen, esa ficción, paradójicamente, es la permanencia.
Las cinéphilas (Argentina, 2018). Guion y dirección: María Álvarez. Fotografía: Tirso Díaz. Edición: María Álvarez. Elenco: Lucía Aguirre, Norma Barbaro, Estela Clavería. Duración: 74 minutos.
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