Una cárcel es algo más que un dispositivo de encierro y castigo. Es una frontera en el interior de una sociedad, un mecanismo que se ha replicado especialmente en las construcciones de clubes y barrios cerrados (delimitados en todos los casos por paredes o cercas electrificadas con el objetivo de que el otro no “ingrese” en un espacio que no le pertenece). Pero más que la frontera física -que pertenece a lo táctil-, se potencia la frontera visual: no importa que esa frontera pueda tocarse, sino lo que impone como delimitación del espacio visual. Lo que está del otro lado está fuera del alcance de la vista. No es casual también que la mayor parte de las cárceles se hayan construido en espacios marginales de las ciudades: la distancia física solo deja la posibilidad de observar un conjunto de edificaciones que funcionan como una enorme caja negra. Se puede ver lo que entra y lo que sale, pero no lo que pasa dentro.

Esa construcción del sistema carcelario se potencia en el desarrollo de Pabellón 4 en dos niveles. Por un lado, por el sistema de seguridad, una mirada construida desde la frontera hacia adentro, una forma visual en la cual no importan los movimientos mientras se desarrollen dentro de los límites de las reglas penitenciarias: guardias que observan desde las alturas del perímetro, otros que vigilan los accesos. La función de este sistema es menos el control de la(s) frontera(s) que evitar que, visualmente, lo que ocurre adentro trascienda hacia el afuera. No hay visibilidad posible mientras se cumplan –en mayor o menor medida- las reglas internas. Es justamente cuando se produce el quiebre que el adentro cobra visibilidad: aparecen las señales que rompen con la monotonía de la construcción cerrada (a veces es el humo que emerge, a veces los carteles improvisados que cuelgan de las rejas externas). Lo notable de la forma narrativa que elige el documental es que, a la vez que dota a la vigilancia del poder visual, le quita la voz, la sumerge en el silencio: no tienen nada que decir, no entran en relación con el otro, son entidades con sentidos limitados.

Esa ausencia de voz de los guardias entra en relación con otro nivel de invisibilidad hacia el interior de la cárcel. Lo que ocurre en los pasillos o en el salón de usos múltiples en las clases de literatura o de filosofía que imparte el abogado Alberto Sarlo no es visible ya no solo para el resto de la sociedad del otro lado de la muralla, sino incluso para el mismo funcionamiento penitenciario. “Yo hace siete años que vengo y no existo” resume Sarlo, aludiendo a las estructuras burocráticas para las cuales, en los papeles al menos, él no está en ese lugar. Y que se extiende a las clases y a los presos que participan de ellas. Lo que intenta el documental es romper esa invisibilidad, sorteando tanto la muralla física como la que impone la dependencia de la mirada vigilante. E incluso la limitada apuesta que implican los libros que compilan los cuentos escritos por los presos.

Lo que resulta interesante es que en ese proceso, Sarlo no solamente hace todo lo posible para romper con la ceguera –hasta sus remeras del Indio Solari, de los Ramones o del EZLN parecen estar llamando la atención sobre sí mismo y su presencia en el lugar- mediante la filosofía y la literatura, sino que además enseña boxeo a los presos. Puede parecer que son disciplinas que no tienen nada que ver entre sí, pero es interesante ver lo que señala en uno de los entrenamientos: “En el boxeo, no tengo que avanzar derecho, tengo que avanzar en diagonal, para llevar a mi oponente a la zona más cómoda para mí, que es hacia las cuerdas”. El boxeo aparece ya no solamente como la enseñanza de una disciplina que como tal plantea límites y reglas –una diferencia crucial con la pelea intracarcelaria-; también es una referencia que no se aplica solamente a lo físico, sino a la articulación del pensamiento y la narrativa de la propia experiencia que plantean la filosofía y la literatura. Hay algo que confluye como un combo que se articula de manera coherente: la voz propia, la referencia al pensamiento filosófico como modelo argumentativo y el movimiento físico sugerido para el boxeo van en la dirección de establecer la visibilidad y la presencia ante ese otro que lo niega como existencia. Dar voz, pensamiento y cuerpo a lo que hasta ese momento no lo tiene.

En ese recorrido que hace Pabellón 4, la puesta en visibilidad no se reduce a los presos, sino que involucra a Sarlo. Los escasos apuntes que muestra sobre su vida cotidiana –una comida con su esposa y sus hijas, un asado con amigos, una breve escena en el estudio de abogacía- establecen una sintomática oposición entre el espacio de las “obligaciones” sociales y la voluntad de enseñar lo que sabe a los presos. Si a nivel visual esa oposición es notoria –las remeras mencionadas frente a otras más formales o a camisas-, también se traduce como tensiones entre los espacios. La casa, la familia, los amigos, el trabajo, son espacios en los que Sarlo permanece sentado mayormente, son momentos de tranquilidad, de diálogos rodeados de silencio en el entorno. La cárcel le tiene otro rol reservado, mucho más activo desde lo físico, pero también desde el discurso: no se trata solamente del hecho de que hable de Hegel o de Foucault, sino que en ese espacio se producen intercambios con cierto nivel de tensión –no en sentido agresivo- con el discurso del otro. Ese intercambio produce un corrimiento en la estructura que el espectador puede tener de un personaje como Sarlo en ese contexto. El indicio más importante es el momento en el que, delante de los presos, cuestiona el modelo instaurado en la sociedad que establece que se enseña para hacer de los presos mejores personas. Más allá de la referencia a que se trata de un modelo de colonialismo y dominación, lo interesante es que se despega del resultado que su enseñanza provoca en el otro. Se enseña lo que se sabe, parece resumir, no con un “objetivo”, sino por el acto mismo de enseñar. Ese planteo, que puede parecer inocente –o provocador, según como se lo mire- lo que hace es desplazar a Sarlo/personaje del lugar previsible del “héroe que viene de afuera”. Al carecer de objetivo, el heroísmo es imposible de construir: no se trata de salvar ni rescatar a alguien de un peligro, sino de enseñarle disciplinas para su pensamiento y para su físico. En todo caso, Sarlo funciona como una articulación que pone en relación al que no quiere ver lo que no sea vigilancia (el Estado) y al que necesita ser visto (el preso), otorgándole a este último una serie de herramientas para enfrentar y exigir la mirada del otro.

De allí que Pabellón 4 no debe ser considerado un documental carcelario, sino el intento de romper un cerco en el que Sarlo ingresa como una cuña porque comparte sus mismas características de invisibilidad–no hay otra forma de explicarse que un abogado con formación marxista haya podido entrar en ese lugar durante tanto tiempo-. El documental de Diego Gachassin es sobre aquellos a los que el muro físico y el de pensamiento reducen a la inexistencia –“al que no es normal, lo dejo de lado, no lo incluyo”: así resume Sarlo el sistema-. Esos que en la última escena, después de volver a entrar en sus celdas y del recuento rutinario de los guardias, sacan sus espejos por el hueco de la puerta, reafirmando la necesidad de ver y de ser vistos.

Pabellón 4 (Argentina, 2017). Guión, fotografía y dirección: Diego Gachassin. Montaje: Fernando Vega. Elenco: Alberto Sarlo, Carlos “Kongo” Mena. Duración: 70 minutos.

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