
Día gris. Al costado de la ruta, una estación de servicio. Y allí, emponchado bajo un camperón con cintas reflectivas, de esas que se usan para seguridad vial, el empleado de barba y pelos crecidos mira inquieto a su alrededor. Sus ojos escrutan el entorno, pero su atención parece dirigirse simultáneamente hacia su interior, en simétrica intensidad. El viento, el frío y la falta de clientes deberían invitarlo a guarecerse en el minimercado o, cuanto menos, a quedarse quieto, con su abrigo hasta la nariz. Pero no. Va y viene conflictuado, buscando algo en ese paisaje periférico que se repite diariamente frente a él. De pronto, toma un crayón verde y en un talonario de recibos comienza a bosquejar un dibujo. Luego, uno celeste. Ya en su casa, el boceto mutó a pintura en bastidor. Marcos (Alvin Astorga) lanza pinceladas al lienzo, mientras mira de reojo un partido de la selección que a duras penas capta su pequeño televisor. Parece satisfecho y entretenido, pero de pronto se detiene, lo observa desde lejos y aquel gesto turbado vuelve a su rostro. Sale de su casa, camina algunas cuadras, sorteando basura y escombros y arroja la pintura a una fogata con la que algunos buscan calentarse.
La segunda película de la directora argentina Paula Markovitch es una original forma de aproximarse a la vida de su padre, Armando Markovitch, artista plástico que forjó su obra de forma marginal, sin exponerla y susbsistiendo en su trabajo en una estación de servicio. La guionista y directora de El premio, galardonada en el Festival de Berlín de 2011, recurre a la ficción para homenajear a su padre, logrando emanciparse de la tiranía de los recuerdos personales y ofrecer un relato pequeño y sensible desde el que se disparan preocupaciones políticas y sociales que trascienden su experiencia de vida, y suman una indagación sobre la potencia y el límite del arte para enfrentar contextos de desigualdad y represión.

Una noche, Luis (Maico Pradal), un chico de 13 años, ingresa a robar a la casa de Marcos, creyendo que está deshabitada. Para cuando Marcos prende la luz y sorprende a Luis, el chico tuvo tiempo de agarrar algunas cosas y ver sus pinturas. Quizás atraído por ellas, un día Luis regresa a la casa de Marcos. La forma en la que está representado el encuentro entre ambos es muy bella. Hay algo instintivo en la aproximación, donde ninguno de los dos habla. Se miden, se intuyen. Como dos especies de un mismo hábitat, ambos advierten sus intenciones. Uno ingresa sin ser invitado, el otro invita tan solo dejando la puerta abierta. Finalmente, el vínculo queda sellado cuando Marcos toma la mano de Luis y lo ayuda a realizar su primer trazo.
Ese primer contacto de Luis con un lápiz y un papel sintetiza el comienzo de una relación en la que se pondrá a prueba la capacidad de ambos personajes de trascender un contexto asfaltado de carencias y ensayar una posible salida, un mañana que sea algo distinto al hoy. Pero no será fácil, porque las injusticias del pasado y del presente los arrastran como un embudo y la directora no tiene voluntad alguna de contar cuentos tranquilizadores, sino más bien de aguzar la mirada y despertar la sensibilidad que permita apreciar la potencia estética que poseen las cosas tal y como se nos presentan, sin edulcorante alguno. Así lo profesaba su padre y también su madre, quien era dibujante y daba clases a niños de barrios carenciados, buscando “despertar al artista que cada ser humano lleva adentro”, como ella decía.
De modo que no habrá concesiones para ninguno de nuestros desangelados protagonisas. Luis representa para Marcos una pausa en su deriva. Una deriva que se inició cuando tuvo que pasar a la clandestinidad, persegido durante la dictadura por su militancia comunista. A partir de ese momento, Marcos vivó recluído, escondiéndose y escondiendo su obra. El callo de la persecución se hundió profundo en él, dejándolo en un estado de perpetua turbación. Luis es un hiato de vitalidad y urgencia que le exige interrumpir su perplejidad. Y, como toda interrupción, la misma puede asomar como un alivio, pero también irritar y despertar resistencia. Por eso el recorrido de Marcos no será lineal, sino pendular y contradictorio. Marcos echa a Luis, luego sale a buscarlo. Marcos se derrumba en la cama, para luego ponerse en marcha y procurar alimento, abrigo y entretenimiento para Luis.

Algo parecido ocurrirá con Luis. Como un perro callejero, disfruta del cuidado silencioso de ese pintor arisco. Pero su cuepo, acostumbrado a las frustraciones, ante el rechazo vuelve de memoria a ese sitio del que no pueden echarlo, aquel que le pertenece, el del basural, la bandita del barrio y la bolsita de poxi-ran.
Uno de los aspectos destacables de la película es la convivencia de un abordaje austero y realista con elementos que aportan lirismo al relato, tales como una cuidada paleta de color desaturada, una cámara en mano que no descuida la composición del plano y fraseos musicales que marcan puntos dentro de una película signada por un sonido ambiente muy presente, que desnuda la historia en toda su aridez. Resulta una buena manera de trasladar a la puesta una de las principales preocupaciones del film: en un mundo miserable e injusto, sin mayores esperanzas a la vista más que la propia subsistencia, el arte por momentos puede surgir como una necesidad vital, y en otros demostrarse absurdo y fútil.
La película no precisa demasiado tiempo y lugar de la historia. Sin embargo mi genio no puede con ello y busco pistas. Reconozco el partido que emite el televisor de Marcos. Es el amistoso que Argentina le ganó 2-1 a Alemania en diciembre de 1993, en Miami. Recuerdo el golazo de Hernán Díaz en ese partido. Por ese entonces, los diarios hablaban de Pacto de Olivos, Reforma Constitucional y Re-elección. De privatizaciones, cierre de fábricas y “Ramal que para-ramal que cierra”. Este dato temporal sella el vínculo entre los fantasmas de Marcos y el presente desolador de Luis. La política económica destructiva que impuso a sangre y fuego la dictadura de la que se tuvo que ocultar el pintor resurge en las fábricas paralizadas que rodean la casa de Marcos y en la marginalidad que azota a ese pueblo. El puente con el presente, por su parte, lo otorga la locación del film. En los créditos puede leerse el agradecimeinto a todos los amigos de “Villa la Maternidad”, un barrio marginal que resistió a ser desalojado hasta el año pasado, cuando finalmente fue trasladado. En este presente de crisis económica y social, la vida y obra finalmente expuesta de Armando Markovitch nos interpela.

Calificación: 7/10
Cuadros en la oscuridad (Argentina, 2017). Guión y Dirección: Paula Markovitch. Director de Fotografía y Cámara: Bruno Santamaría. Dirección de Arte: Lorena Stricker. Director de Sonido: Daniel Ortiz. Montaje: Karen Gómez, Paloma López Carrillo, Martín Sappia. Música: Sergio Gurrola. Elenco: Alvin Astorga, Maico Pradal, Angeles Pradal, Brian Pradal, Lautaro Ruiz, Lide Uranga, Ezquiel Yupar. Duración: 85 minutos
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