El comienzo de Nuestra venganza es ser felices parece el relato de una historia típica: la chica que a los 16 años viene del Chaco a Buenos Aires buscando progresar, y que después de haber trabajado como sirvienta en una casa de familia, termina en la calle y en la prostitución. Es, en ese primer tramo, un relato de caída y salvación, en tanto está contado desde un presente en el que Sonia Sánchez ha podido salir del circuito prostituyente. Aparece allí el deslumbramiento típico de quien llega por primera vez a la ciudad –todavía hoy narrado con cierto candor, cuando señala que “todo era maravilloso porque no sabía lo que me iba a esperar”- y la forma en que la realidad termina desdibujando las perspectivas de progreso –bajo la forma de patrones que pagan mal por un trabajo casi esclavo.
Sin embargo, hay algo en la intensidad de la voz de Sonia que se despliega mayormente en el off, que parece preanunciar que el documental no tratará específicamente de eso. Que, en todo caso, esa construcción de un relato conocido y transitado es la puerta de entrada hacia algo más complejo. En ese tono no hay redención buscada, sino la puesta en escena de una crudeza que va a desarrollarse a lo largo de todo el documental: importa que esa voz relate el trayecto que la lleva de quedar en la calle a ser prostituida en Once, y después recalar, engañada, en Río Gallegos, para volver a escapar y llegar de nuevo al barrio de Flores.
La diferencia esencial radica en este punto: no “prostituirse” sino “ser prostituida”. El relato es de un camino en el que no hay elección ni libertad. La expulsión de la mujer a la calle, a la inclemencia absoluta, la expone en su corporalidad que no buscaba exhibir. “Sentate, los hombres van a hacer todo”, dice que le dijo la mujer que estaba sentada en un banco de la Plaza Miserere después de darle unas monedas para bañarse en la estación de trenes. En esa frase se resume la reducción de la persona a un cuerpo que se exhibe y se consume. La idea de ser prostituida involucra algo más que la situación individual del cliente: restablece una idea colectiva y sistémica en la que la mujer es empujada a entregar su cuerpo, voluntaria o involuntariamente.
De allí que el verdadero centro de la película no sea la minuciosidad de la historia que se cuenta. De hecho, en varios pasajes, Sonia repite que “no recuerda”: hay hechos, momentos de esa historia que han quedado en blanco, espacios huecos que estarían llenos de detalles irrelevantes –nombres, formas, cantidades- o que desaparecieron a pesar de su importancia –por ejemplo, la forma en que escapó del prostíbulo de Río Gallegos y regresó a Buenos Aires-. Lo importante es contar. Poner en palabras. Ese ejercicio que Sonia puede ubicar temporalmente, después del episodio de la golpiza que recibió de un cliente en un hotel en Flores tras la cual ella quedó detenida y el violento, liberado tras pagar una coima. Lo interesante de esa puesta en palabras es que parte de una situación de vacío casi absoluto. Cuando dice que al verse en el espejo en ese momento fue la primera vez que no huyó de ella misma, en realidad está revelando la imposibilidad. Si “ya no podía maquillar más” lo que le ocurría, es porque aquello que había construido a lo largo de un tiempo que no puede –ni, supongo, quiere- cuantificar, había desaparecido. Cuando Sonia dice que una vez que se desprendió de toda la vestimenta estereotipada de la puta se quedó sin identidad, tocó ese vacío inmenso en el cual solo queda, a partir de allí, comenzar a llenar con las palabras.
Y las palabras en Nuestra venganza es ser felices se redefinen. Se construye un vocabulario diferente que expresa –o potencia- la misma crudeza que se desprende de la voz de la mujer que las dice. Ese cambio no es casual, sino que es la consecuencia de un pensamiento que, en lugar de aislar a la prostitución como puro ejercicio de un comercio de sexo, la liga con una serie de prácticas sociales e históricas.
Cuando Sonia relata esa primera noche en Plaza Miserere surge el primer cambio. “Así apareció el primer torturador prostituyente”, dice, y en esa frase engloba dos cuestiones esenciales. La primera es correr del centro a la mujer, para que no sea quien “ejerce la prostitución”, en tanto ese ejercicio no es producto de una elección, sino de una imposición. Esa imposición del hombre lo convierte inmediatamente en el sujeto de la prostitución: esa mirada invierte el lugar común según el cual primero aparece el cuerpo de la mujer exhibiéndose y luego aparece el hombre que paga un precio por ese cuerpo. “No me acuerdo cuánto me pagaban” dirá Sonia, restando toda implicancia de lo monetario. Pero la frase que define esa centralidad del hombre es cuando señala que “no sabía nada qué era ser puta, ellos me enseñaron todo”. La idea del hombre como torturador aparece asociada de manera inequívoca, no solo porque aparece la violencia ejercida sobre el cuerpo, sino porque esencialmente en ese ejercicio prostituyente se apropia de los derechos del cuerpo de la mujer, que queda reducida sin posibilidad alguna de decisión.
El varón, entonces, es torturador y prostituyente. El “cliente” es borrado como eufemismo para ser convertido en un violador (“Ese varón me violó”; “Donde nos violaban, teníamos que dormir”; “La prostitución es la violación de los derechos económicos y sociales”). La secuencia narrada en el prostíbulo de Río Gallegos no solamente se torna casi intolerable, sino que construye una escena de la totalidad: el prostíbulo cerrado para los amigos de la casa, la ceremonia del “bautismo” de la recién llegada, las compañeras encerradas en las habitaciones. Más adelante, Sonia define a la esquina donde paraba como el “campo de concentración a cielo abierto”. Es esa la definición más precisa que le cabe a ese episodio de Río Gallegos. Un grupo de hombres ejerciendo su determinación sobre una mujer, no solo evoca de manera precisa la idea generalizada de violación (¿de qué otra manera se puede pensar una relación de 25 a 1?), sino que introduce el encierro en las habitaciones como celdas, el espacio completo del prostíbulo como un lugar donde se dispone de los cuerpos.
La definición del espacio prostituyente como un campo de concentración es tan poderosa como certera en la relación que traza con la historia argentina. Ese trazado es el que recompone de una manera más sólida la significación del proyecto prostituyente en una sociedad capitalista (“cada torturador prostituyente que eyaculaba era dinero”), al dotarlo de una dimensión política que hasta ahora no había sido planteada en semejantes términos. El relato de Sonia Sánchez es tan poderoso que durante la mayor parte del documental, desde la imagen se elude la remarcación o lo ilustrativo. En todo caso, la imagen acompaña el dolor que subsiste en el rostro y en la voz de Sonia. Y cuando sale de allí, lo hace con la capacidad para moverse hacia el territorio en el que desde la cultura audiovisual se ha tendido a la naturalización: la canción en la que resuena el estribillo ganchero que dice que “ella quiere látigo”, la publicidad en la que diferentes mujeres, en la fantasía del macho que camina por la calle, le dicen “soy tuya”, el video con la canción de Jimena Barón, el vergonzante final de A los cirujanos se les va la mano que esconde la violación que cometerán los protagonistas sobre las médicas. Imágenes contra las cuales el discurso de Sonia Sánchez también se dirige para exponer en su significado real y profundo.
Nuestra venganza es ser felices (Argentina, 2022). Guion, edición y dirección: Malena Villarino. Fotografía; Juan Barney. Duración: 75 minutos.
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