
Hace unos años, Shlomo Slutzky estrenaba Disculpas por la demora (2018), un documental sobre el largo proceso seguido para juzgar a los desaparecedores de su primo Samuel Leonardo durante los años de la última dictadura. Allí se exponía, por un lado, la grieta familiar por el desentendimiento de parte de la familia Slutzky por la suerte de Samuel –en parte, por su pertenencia a un grupo de guerrilla durante los años 70-; por el otro, la forma en que la justicia opera como una forma de sutura de las heridas que cargaba Mariano, el hijo de Samuel. En su título parecían resumirse los elementos centrales del planteo de la película: entre el tiempo (la demora) y el resarcimiento (la disculpa), el documental encontraba la forma de registrar la tragedia del pasado desde la vislumbre de un presente reparador en el que los culpables eran juzgados y condenados.
Nuestra bronca parte de esa misma situación, sin ocultar la relación de contigüidad con el documental previo –al punto de utilizar, en el comienzo, imágenes ya vistas en el anterior-, y revelando en una escena tanto su punto de partida como la diferencia narrativa que lo guiará. De regreso a las imágenes en el TOF 1, a la condena y el festejo de los familiares de las víctimas y a la violenta arrogancia de los represores, se ve a Shlomo en el pullman del ex auditorio de la AMIA en la ciudad de La Plata, con cara de preocupación. La voz de su hijo, en off, recalca sobre la imagen su significado: Shlomo no está viendo a los condenados, sino al ausente. El ausente es Aníbal Gauto, prófugo de la justicia y a quien el propio Shlomo había descubierto viviendo en Israel a algunos kilómetros de su casa.
De allí, el documental desprende dos elementos vitales para su construcción. Por una parte, establece como esqueleto la búsqueda para obtener la extradición de Gauto para que sea interrogado y juzgado en Argentina. Por la otra, muestra a Shlomo como alguien que siempre parece estar viendo algo que está más allá de lo que ven los demás.
El primer elemento estructura el documental no solo alrededor del seguimiento, sino como una ilustración de la serie de mecanismos burocráticos que funcionan como impedimentos continuos para resolver el conflicto. Es allí donde el espectro se abre. Lo que en principio parece reducirse a la ausencia de un tratado de extradición entre Argentina e Israel, termina articulándose con el entrenamiento de Montoneros en el Líbano, los informes del Mossad a la dictadura argentina, la venta de armas israelíes a la Argentina durante esos años y hasta la posible relación de Gauto con los servicios de inteligencia nacionales. El lugar que ocupa Gauto en ese entramado se bifurca: su pretensión de haber sido el simple empleado de un batallón del ejército, confeccionando fichas con la información que le proporcionaban, se va oscureciendo con cada elemento que frustra el avance del pedido de extradición.
El segundo elemento es el que permite que el relato se sostenga como algo más que una búsqueda judicial. Shlomo ve lo que se oculta, no solo en la imagen del juicio, sino cuando descubre a Gauto, cuando lo filma saliendo de su departamento en Israel. Shlomo sortea los límites que se le imponen para ver, cuando registra lo que queda del Batallón 101 en La Plata, poniendo en práctica esa frase que dice que “si la puerta está cerrada, entrá por la ventana”. El límite, en todo caso, puede encontrarlo en la visita a La Cacha, el centro clandestino del que puede reconstruirse aquello que ya no está, solo desde el recuerdo de un sobreviviente.
Pero si Gauto representa para la historia una combinación entre el ocultamiento y el silencio, lo interesante es que el documental se interesa en construir a Shlomo como un sujeto que oscila entre la fuerza y la fragilidad. Es allí donde la película vuelve a pensar el tiempo y su pasaje como en Disculpas por la demora. Solo que aquí ese paso se corporiza en el cineasta. Las continuas referencias temporales que se sobreimprimen en la imagen (desde las automáticas de la filmación en video a los carteles que ubican la acción) tienen por objetivo, más que entrever el acercamiento al objetivo de la extradición, marcar la obstinación y persistencia de Shlomo (que puede entenderse como reflejo de la lucha de Madres y Abuelas de Plaza de Mayo) y las huellas que va dejando sobre su cuerpo. El infarto y la operación a la que debe someterse no son un obstáculo en el proceso, sino una consecuencia. El tiempo se marca en el cuerpo de Shlomo especialmente en el tramo final, cuando persiste en la búsqueda, pero se advierte algo que se ha perdido: no en la intensidad, sino en los movimientos que realiza.
No deja de ser curioso que el centro de la película aparezca, entonces, definido de manera más pertinente y explícita por quien parece ser –y finalmente no es- su objeto. Algo de eso se intuye en la escena del juicio en Israel, cuando Shlomo se muestra vital y en el centro de la imagen, mientras a Gauto lo vemos sentado un par de filas por detrás, resignado y ensimismado, en un segundo plano. Pero es Tamer, el hijo de Shlomo, quien en su diálogo por teléfono con Gauto pone las cosas en su lugar –al menos para el documental y desde una perspectiva personal que busca disolver la culpa-:”Yo no soy importante. No soy nadie. Es Shlomo quien importa, quien me hizo importante mintiendo, agrandando las historias”.
Hay algo que termina incluso sobreponiéndose a esa importancia del personaje que observa porque, a fin de cuentas, lo que hace el documental es agregar otra mirada que se complementa con la de Shlomo: La de su hijo Tamer se construye como parte de un trabajo de dirección conjunta, por lo que no es casual que la voz que escuchamos desde el comienzo en off sea la suya. El corrimiento del lugar de Shlomo permite que la mirada no se centre justamente en Gauto, sino en él como motor de la búsqueda. Al comienzo, relata la forma en que su primera visita a la Argentina en 2004 terminó cambiando las prioridades: antes que su deseo de conocer la cancha de Boca, Shlomo cumplió el suyo, llevándolo a la ronda de las Madres en Plaza de Mayo. Ese momento constituye el punto de partida de un traspaso generacional que implica que el hijo se suma a la lucha del padre. Tamer no se convierte solo en el camarógrafo que lo registra, sino en parte inescindible del proceso en el que la mirada y su voz se articulan. Hay dos momentos que lo certifican, en el tramo final, como corolario del desarrollo del documental. En el primero, vemos el final del escrache en la vereda de la casa de Gauto y a Shlomo juntando los afiches, cuando su hijo se acerca para abrazarlo y felicitarlo. En el segundo, ya en los títulos finales, Tamer filma el Batallón 101 trepado a la reja y apoyando sus pies sobre los hombros de su padre. Ninguna otra imagen podría sintetizar de mejor manera eso que el título, al hablar de “nuestra”, está involucrando: el sentimiento y la lucha dejan de ser individuales para ser de un grupo familiar, atravesando las generaciones y perpetuándose en el tiempo.
Nuestra bronca (Argentina, Israel; 2022). Dirección: Shlomo Slutzky. Guion: Malen Azzam, Shlomo Slutzky. Fotografía: Tomer Slutzky. Edición: Marisa Montes, Yael Leibovitz Zand. Duración: 72 minutos.
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