En el juego de ruleta, el “no va más” anuncia un límite temporal para las apuestas que se ponen en juego. No es un corte definitivo, sino una delimitación que abre el tiempo de la espera hasta el desenlace del juego, que permitirá luego, si se desea, volver a empezar. En el tango de Virgilio y Homero Expósito, “Chau, no va más”, la referencia es el final de una etapa que se cierra para abrir la posibilidad de una nueva. En un caso y otro no hay clausura definitiva, sino una apuesta más o menos literal a un futuro que dará nuevas oportunidades.

El No va más de Rafael Filipelli, aun cuando no genera un efecto conclusivo, parece orientarse en ese sentido. Las referencias que su único personaje hace tanto a la espera (“Esperar es definitivamente horrible”) como a la desmemoria y el olvido y la condición de encierro en que se encuentra, tienden a un final, a un tiempo que se agota y ante el cual el personaje solo pareciera poder dejarse llevar. Hay una serie de indicios dispersos que parecen remarcar esa condición. El personaje, más que encerrado, se encuentra aislado. Es él quien cierra con llave la puerta del departamento en el comienzo de la película, en un gesto que parece revelar la decisión de no salir de ese espacio ni permitir el acceso del afuera. El balcón se encuentra a una altura suficiente para que los otros edificios estén a buena distancia y para que la calle -que se ve solo en algunos planos en el final- esté allá abajo como una tierra ajena y desconocida.

Sus contactos con el exterior son esporádicos y conflictivos. El diario que le tiran, aleatoriamente, por debajo de la puerta; un repartidor que equivoca el timbre; una serie de llamadas telefónicas indeseadas. El carácter hosco del viejo asoma como un rechazo al hecho fáctico del contacto y el diálogo (“Sí, soy yo, ¿quién va a ser?”). Incluso cuando ese diálogo parece articularse con alguien cercano (¿su ex?¿un familiar?), la respuesta es similar (“¿Quién te dijo eso? Yo estoy lo más bien”). Un rechazo hacia el afuera que lo vuelve cada vez más hacia adentro. El personaje se cierra en un mundo en el que no hay futuro -la angustia algo forzada del plano final parece revelarlo- ni hay pasado, sino un presente en el que se encapsula toda acción. El pasado es, en todo caso, un puñado de recuerdos que cada tanto sobrevienen -los viajes a partir de los álbumes de fotos, el uniforme escolar, el juego a la pelota, la madre bebedora y fumadora- y con las que se pretende sostener la construcción del personaje. El futuro es apenas una mención que parece de compromiso, cuando dice que está pensando en volver a viajar a España. El no-tiempo se refleja hacia dentro del relato: la noción de su peso se desvanece en la indiferenciación del día y la noche, de un día y del otro. Ni siquiera alguna lejana referencia -las elecciones en el diálogo telefónico, la tapa del diario que hojea- restablece esa noción. El aislamiento no es solo espacial, sino temporal: las acciones del personaje tienden a resaltarlo, despojados de otra referencia que no sean los espacios del departamento y la duración interna de cada escena.

Es en ese punto donde los problemas de No va más asoman. Si la negación del tiempo y la centralización en el presente parecen marcas del cine del director -no es casual que en algún momento asome por allí el poster de Secuestro y muerte, epítome de esa formulación-, lo que hay que poner en cuestión del procedimiento es el para qué. Filmar una supuesta espera, sin desarrollarla; aludir a la desmemoria desde la repetición de líneas de diálogo, funcionan como demostraciones palpables de que se ha decidido narrar la historia desde la superficie y la exterioridad del personaje. Hasta el plano final, no hay registro posible de su interioridad que no pase por lo discursivo, por lo dicho en palabras.

No parece extraño, por tanto, que toda la puesta en escena se construya desde la distancia. Ver al personaje desde “lejos” -en el sentido que el término tiene en el interior de un espacio acotado- implica una renuncia a acercarse y comprenderlo a partir de los detalles. El único momento en que la cámara se acerca es en la manierista secuencia de las corbatas, que consume siete minutos para ilustrar las formas de hacer un nudo y en la que, paradójicamente, la cabeza del personaje queda recortada del encuadre. Como en Secuestro y muerte, el personaje deviene una cáscara que no se preocupa por completar, porque ese rol es completamente declamativo. Si en Secuestro y muerte esa declamación apuntaba a romper la historia como unidad de secuencia, desarticulando las referencias epocales y nominales, aquí el problema se profundiza: ya no es una construcción puramente político-ideológica, sino una decisión asentada en los espacios vacíos. A No va más no le interesa dar cuenta de un tiempo, lo cual no sería cuestionable en sí mismo, pero lo que definitivamente le interesa menos y es aún más preocupante, es dar cuenta de su personaje.

Cierta validación externa intentó situar a la obra como una suerte de testamento. Hay, en la idea de testamento, una voluntad de legar algo a otro. Para ello, la mirada externa fuerza una interpretación que asimila la película a una formulación documental, con la que se coquetea -el protagónico del director, las referencias personales en cuadros e imágenes, el agregado de estar filmado en su departamento- pero de la que claramente se despega -el personaje lee parte de los textos que dice y hace referencia a lo que “le escribieron”. Más allá de esa distinción, no hay aquí nada que parezca aludir a lo que Filipelli podría dejar -la única posible referencia al cine podría ser la enigmática frase que pronuncia cerca del final por el teléfono: “No lo hago más. Lo amo demasiado”- al menos de manera explícita. Una mirada sobre No va más que articule lo testamentario podría generar cierta decepción. Lo que la película deja es un cine concebido como ejercicio dispersivo y que se pretende para iniciados (cuya formulación más clara es la desconexión entre los carteles fijos y la acción que vemos en el departamento) excluyendo a todo aquel que no pueda percibir y desarmar sus códigos. Un cine que se desentiende de su personaje y de su público. Que se construye como una barrera forjada en una intelectualidad iluminada que pretende, aún, situarse como el faro del modernismo cinematográfico. En No va más, el cine -y otras artes, como la música- son imágenes congeladas, objetos que cuelgan de las paredes -la foto de Sin aliento de Godard, la de Miles Davis, iconografías propias del rupturismo modernista- o que se ponen en un aparato para que no tengan funcionalidad -el disco que se pone en el tocadiscos sin encender-, antiguos recuerdos de algo que fue y que, como le ocurre al protagonista, parece haberse olvidado.

Calificación: 4/10

No va más (Argentina, 2021). Dirección: Rafael Filipelli, Mariana Califano y Hernán Hevia. Guión: Beatriz Sarlo, Hernán Hevia y David Oubiña. Intérpretes: Rafael Filippelli. Fotografía y cámara: Agustín Mendilaharzu. Montaje: Marina Califano. Duración: 63 minutos.

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